miércoles, 28 de agosto de 2019

Con Delibes en Ribadesella.

EL ejemplar estaba en una pequeña estantería de un campin en Ribadesella. Era de noche y quedaban varios minutos para que terminara el lavado de ropa y el secado de la misma. Agarré el volumen, -que tantas veces había nombrado-, y comencé a leerlo con fervor, pues desde el comienzo la prosa de Delibes es pulcra y ajustada como un guante. Decoro o saber escribir de forma natural o talento o genio; sea cual sea el adjetivo este autor siempre propone una forma estética de escribir que se amolda a una ética para el escritor: la reliquia viva de la lengua.
Decía que abrí el ejemplar y allí estaba ya, desde el principio, con la música sobria pero vivaz para uno de la prosa joven y excelsa del autor. Caía la noche con el peso rotundo de la montaña, con toda su humedad y sus raíces y seguía leyendo, casi sin levantar la vista del libro. 
Al poco, la lavadora avisó de que había terminado el lavado; la secadora en sincronía, lo mismo. Con la disyuntiva de llevarme el libro para seguir leyéndolo cargué todo en los cubos y coloqué el ejemplar en su cima, como corona o laurel antiguo. Así, cuando llegué a nuestro sitio, M. me increpó como suele hacerlo para que devolviera el libro de inmediato, sin embrago, en esta ocasión, luché con argumentos que finalmente la  convencieron. 
Del norte al sur he ido leyendo el libro y ahora está aquí, conmigo, en la mesa, en un lugar distinto al de aquellos pies de la montaña, con el calor de una casa pero con la fría sensación de que nadie volverá a rescatarlo. Por eso mismo, me planteo dejar el libro en una biblioteca pública esta mañana; está nuevo, virgen de subrayados, aislado de humedad, pero al llegar allí recuerdo a J.R.J. cuando decía que los libros en ediciones distintas dicen cocas distintas. 
Con todo vuelvo a casa y coloco el libro disimuladamente en los estantes sin que me viera M. Ahora lo veo desde donde escribo y recurro a todas las estampas de su lectura en cada día. Porque leer son los libros que uno ha leído, las ediciones, los formatos, las circunstancias. Y después el lector que fue uno queda abigarrado en el recuerdo torcal de todo aquello.         

jueves, 1 de agosto de 2019

Cuando Proust fue Montaigne y lo escribió Cervantes.

EN EL ARRANQUE de En busca del tiempo perdido de Proust se produce un hecho fabulosos que pasa desapercibido por la prodigiosa magdalena. El acto consiste en la relación entre sueño y lectura, entre el deseo de continuar leyendo un libro y el cansancio físico que nos conduce al sueño profundo. Proust lo convierte en un acontecimiento cervantino de realidad y ficción:
"Durante mucho tiempo me acosté temprano. [...] no había cesado de reflexionar sobre lo que acababa de leer, pero esas reflexiones habían cobrado un cariz algo particular, me parecía que era yo mismo aquello de lo que hablaba la obra".

Un Montaigne aparecido en plena prosa de Proust escrito por Cervantes y corregido por Kafka.

***
En un poema de amor de Quevedo, que sigue restituyéndome en la poesía, puede uno leer toda la teoría simbolista de la poesía posterior, incluido a Bécquer en nuestras letras:

[...]
"Voz tiene en el silencio el sentimiento"
[...]

[Poema: ´Peligros de hablar y de callar y lenguaje en le silencio´].

Y trato de leer los poemarios actuales, las novelas de este día, pero a poco que las abro en la librería para leer el primer párrafo de cualesquiera de ella o cualquier poema de un libro, caigo en la abstención más absoluta, en el desencuentro, en el hastío. Y esto puede ser ya un reflejo de la sociedad en la literatura más profunda que nunca, pero sobre todo es la especulación hecha ya actuación de la estulticia y de la falta de lectura.