domingo, 31 de agosto de 2014

ACONTECE la noche y me encuentro solo, en una habitación, escribiendo. El silencio perturba el colorido taimado de la noche porque lo adentra en un confín a mis ojos. Tan solo se escuchan las teclas del ordenador al roce de mis dedos; los objetos resultan recogidos en sí mismos, en sus contornos; la aritmética de todo parece conjugarse en su más alto punto de armonía. 
Aquí estoy solitariamente empedernido con la lectura y pensando en el episodio del caballo de Montaigne. la vida se entrecruza con las ideas que han vertido los libros en el lector. Para el recuerdo y la memoria las lecturas forman la misma realidad etérea que cualquiera. Lo más evidente es entonación, la más remota realidad es plena irrupción de lo real para un lector. Quizás, por esto mismo, la noche es un espacio luminoso y el silencio una polifonía susurrada. 
¿Cómo vivir?, me digo entonces. Esta pregunta va repitiéndose en las últimas semanas con demasiada frecuencia. Acepto la condición del mortal pero no sé cómo. Con el tiempo, tengo la certeza de la finitud con demasiada claridad y eso me conduce a discernir entre esto y aquello con el único motivo de la preferencia y de la selección. Esa lucha entre la selección y el todo es connatural a nuestra condición y siempre estaremos en un enfrentamiento de continuo entre lo que deseamos y lo realmente podemos realizar. Montaigne en esto es un verdadero único pues ha diseñado una forma de pensamiento basado en su propia vida, estos, sus escritos devienen de su vida y de sus lecturas. El lector de sus ensayos encontrará una inmensa peregrinación de un solo individuo, en sus ensayos están todas las variantes a las que puede someterse un hombre. 
Perseguir el placer, como afirmaba Ovidio, como ejecutaba el escritor francés, es la única causa que parece desplegarse en mi corto entender. 

jueves, 28 de agosto de 2014

DEJÉ, ya de madrugada, la lectura de los poemas y comencé a razonar con sosiego sobre las paradojas de los lectores, ya que todo lector las tiene y tan solo le queda evitarlas, mesurarlas con el candor de su consciencia. Supongo, con mucho, que habrán existido desde la irrupción masiva del libro y del fenómeno literario, esas paradojas, digo,  pero me alerta la desgracia actual del desconocimiento. Pongamos por caso que un poeta de este tiempo que corre prefiere leer a los poetas de su camarilla y etiquetados con el nombre (paradójico) de contemporáneos o actuales: conocidos, críticos, ensalzadores varios, toda esa estirpe -patética en el fondo- de confederaciones de egos. Uno lee al otro y el otro lee al uno. ¿Qué se aseguran? Lo que ya fijó para siempre Petrarca en Triumphi: la vanagloria. 
Ocurre en todos los ámbitos. Un profesor de literatura en la universidad puede que explique qué es la narrativa sin haber leído a Proust o sin haber leído una sola línea de Kafka o de Flaubert. Tal es el caso de la lírica y del género dramático, quién puede decir qué es la lírica, la poesía, sin haber leído a los inventores de la misma, esto es, a Homero, Virgilio, Horacio, Dante o Petrarca. Así es, sin embargo, el bagaje de los que poseen el privilegio de difundir, explayarse sobre el qué de lo literario. Prefieren, por contra, escribir una reseña sobre un narrador, un poeta o un dramaturgo desconocido a con el fin de ganarse una estancia en otro país o de ser especialista de.. qué, me digo esbozando una sonrisa, ¿de lo contrario a la literatura? 

Tras haber rediseñado el sótano y de haberle otorgado una nueva e importante función hogareña, es el paso de rectificar el expurgo de la biblioteca. Como ser orgánico, explico, cada vez va menguando en su musculatura pero ensanchando sus tristes virtudes. 

E. acelera el tiempo que percibo, el que me llega enroscado en la apariencia de todo. En sus nuevas palabras, sus gestos, sus recuerdos configurando un confín nonato me voy perdiendo. Y eso me fascina, me provoca un furor que nunca antes había sentido. Cualquier banalidad es ahora un recipiente para recogerme, para tratar de dejarle siempre mi paso junto al suyo. Quiero ser donde ella sea, reír como ella lo hace, acariciar con sus manitas y dedicar la sonrisa verdadera a quien no inyecta en su mirar maldad alguna más que la de estar vivo. 


lunes, 25 de agosto de 2014

TENÍA la sensación de ir viendo en la tarde una sosegada cadencia de luces. Agazapado en ese recodo de la parsimonia, inicié la contemplación o en mejor decir las contemplaciones, pues toda plenitud concierne a todas las realidades acordadas en un punto, en un instante, en una armonía para el hombre. 
Las rocas, el mar enaltecido, el crujiente batir del oleaje, la emigración de las aves trazando vendetas en el firmamento, la tierra en las manos, los ojos entrecerrados por el fogón de luz, el eneldo acariciando las manos, la voz de E. surgida de un confín, uno mismo diluido y sin ser nada. 

Borges decía que ordenar una biblioteca es una forma de ejercer la crítica literaria. Con esta van cuatro o cinco remodelaciones y expurgos en la biblioteca. Ha menguado su cuerpo, también lo sobrante, de la misma manera que ahora agarro un libro que me parecía notable y ahora no es nada, menos que eso, un objeto sobrante. Algunos permanecen y aguantan el paso del tiempo, pero tengo la sensación de que me sobran la mayoría. Quizás la última acción como lector que deba hacer uno es escoger tres o cuatro o cinco libros y nada más. Los libros en los que resultan los destellos que alguna vez fuimos.

¿Has visto hoy las siluetas de klas estrellas? ¿has notado la esbelta claridad de la noche a tus ojos? Sí, ¿has visto el lejano y minúsculo resplandor de cada una de ellas, infinitas, insignificantes desde tu persona? Tanto o más que eso eres tú mismo, luciérnaga replegada, luminosa esencia de un todo demasiado amplio y ajeno a ti. Entonces, ¿a qué tanta celeridad, tanta ignominia? Párate y escucha y contempla. Eso serás, al menos, en un reflejo cóncavo de tu palabra. 


  

sábado, 23 de agosto de 2014

ESCRIBO en un nuevo cuaderno y con un nuevo teclado, un teclado blanco que asoma a los libros que se apilan en el sótano. Ordenados, bien dispuestos, hemos estado dándole nuevos aires a nuestros lugares de lecturas pero, sobre todo, expurgando aquí y acullá para dejar magra la biblioteca. La selección también incluye el desecho y la renuncia. 
Volúmenes que llegaron a las baldas y que ahora sufren la sentencia de la selección que no se le aplicó en su debido momento. Bien apilados, reordenados en sus muebles, los libros parecen otros, mejor acicalados para su lectura, más duchos para mostrar aquello que los sustancia.
Hay un silencio de papiro en el sótano y una soledad relicaria y una nueva amplitud que lo aviva todo. Aquí escribo tras haber estado junto al mar, con E. muy risueña, con M.C. asintiendo en cada palabra de E., en cada gesto con la hermosa condescendencia de las madres. 

Vuelvo a estar solo en la noche, leyendo escribiendo. Hace tiempo que el cuaderno con que anoto lo he tenido olvidado estos días; alejado igualmente del estruendo y la estridencia del estío. Vuelven a la mesa acaso presintiendo la caricia del otoño, de un otoño que ha dejado sus fauces en más de una ocasión estos días. Levanto la mirada, observo: delante de mí los libros en la biblioteca. Hermoso mirar este, me digo, hermoso y nuevo para mí. Todo quieto, repleto de un sustento suficiente, de una mesura retenida de la presunción de eternidad que con el tiempo se va alejando de todo, sobre todo de uno.  

jueves, 14 de agosto de 2014

LA bruma y Cicerón acompañan el paisaje mediterráneo. Estaba releyendo la miniatura de Zweig sobre el excelso orador mientras que, cobijado en la terraza, observaba la penetración de la bruma sobre la silueta de África; más que penetración era un preciosa difuminación de la tierra en el mar, del mar en la tierra. ¿Qué es la amistad?, me pregunto. ¿Será acaso una deriva de la fidelidad? Los personajes que rodeaban a Cicerón terminaron, en su mayoría, respondiendo al ímpetu del egotismo. Sus seguidores más cercanos habían escuchado, casi memorizado sus discursos acerca del bien público, de la justicia, de la belleza de las acciones justas. Estos mismos individuos se habían llegado a emocionar con las palabras vertidas por Cicerón al orbe de lo público. Fueron los mismos que atendieron a sus confidencias, los mismos que evidenciaron la defensa de su vida, -como el propio Octavio-, los que finalmente recurrieron a la dádiva del poder en sus más infames siluetas. Estas traiciones personales se han sucedido a lo largo de la historia de los hombres, tanto en personajes cultos e ilustrados como en analfabetos integrales. La condición humana se sobrepone a las capas de cultura, a las propias lecturas, a la música, a la belleza misma de la tierra cuando el ser se convierte en único individuo, cuando el mortal descentra su esencia y la dirige tan sólo al placer de su propio yo, es decir, de su inexistencia, de su vacío. Todos llevamos un vacío extenso dentro de nosotros, sólo la armonía templada de la belleza, el bien y la justicia nos restituye y aún así, seguimos perpetrando destellos de mortalidad hasta que morimos. 

El individuo se hace débil cuando frecuenta los límites entre la individualidad y la concesión al otro. Si bien es cierto que la amistad es una virtud, mantenerla es todavía una constante concesión de nuestra propia vida. Así entendida, la amistad verdadera, en estos tiempos de extremas costumbres y de vacíos de valores humanos básicos es rayana a la heroicidad. 



Es la luz cambiante de estas aguas la que me conmociona sobremanera, la que deleita mis recuerdos en cada oleaje en Brindisi golpeando la enfrente ida muerte de Virgilio. Junto a Zweig, Dante. El de poeta italiano se ha convertido en una lugar de apariciones como lector. Leo sin orden, saltando de un espacio a otro, de un verso a otro, de una dimensión a otra. Es el libro de la conversión, el que da pasó de la oscuridad a la luz y viceversa. Cada vez que lo leo, hallo en él más reminiscencias cervantinas y

Ahora un barco cruza el mar en calma, es un barco pesquero cuyo ruido es muy familiar para uno. Los motores ya somnolientos de la máquina, las travesías de sus pescadores, la esencia del fruto que tanto admiro. 

sábado, 2 de agosto de 2014

AL PASAR por los tenderetes pude identificar el libro de Píndaro en una notable edición. lo compré sin miramientos pues llevaba unos días soportando una terrible agrafía y una soberbia desgana de todo. Al comenzar a leer a Píndaro el alma sobrevoló todo lo infame y encontré en ello, tras este alejamiento de la literatura, una bendita forma de ser.
Eso nos queda a los mortales pues nuestro disfrute solo consiste en sucesivas y finitas armonías del instante. Esos  eventuales trazos en que nuestra materia toda pareciera conjuntarse por una aritmética desconocida. Fugaz, se fue, no quedo nada, ni siquiera la memoria de su realidad. 
A esto mismo Platón lo llamaba “fenómeno”, un acontecimiento que se origina por una fuerza primigenia llamada noumeno. Sea cual sea el membrete el mortal va conociendo su estado de vigilia perpetua, de eterna ensoñación, de permanente insuficiencia. Cuando esto no es así, es decir cuando soportamos una aparente plenitud de vida es cuando más lejos de la vida estamos. A la entrada de templo de Delfos la inscripción milenaria es explícita: si pretendes descubrir los arcanos de naturaleza, deberás conocerlos dentro de ti. El hombre trata de buscar fuera lo que lleva dentro, desea hallar en lo externo lo que anida en su interior. Quizás la vida debiera ser la búsqueda silenciosa de esa llama, quizás la vida debiera ser el deseo de encontrar, en soledad, la piedra primera en nuestra alma. 

He ido repasando los versos y los poemas y me conmueve la penuria que hay en ellos. ¿Cómo me atrevo?, me pregunto en cada verso. Leer y leer es un acto de perfección para un hombre, para su naturaleza patética es ya un logro entender dentro de sí los pormenores de otro individuo; añadir en uno lo que otro logró crear. 

Al leer a Virgilio no puedo dejar de recordar el mosaico del siglo III que lo representa y que lo recrea rodeado de musas: «musae poetarum patronae sunt». Aunque el libro que tengo en las manos en La lámpara maravillosa de Valle-Inclán. Lo llamaba «el milagro musical», esto es, «el poeta debe buscar en sí la impresión de ser mudo, de no poder decir lo que guarda en su arcano, y luchar por decirlo, y no satisfacer nunca».