martes, 29 de abril de 2008

RUMOR OCULTO

ACABA de publicarse Poesía Completa (1940-2008), de Pablo García Baena. Este poeta cordobés posee una trayectoria poética y humana dignas de la admiración de los que trasieguen entre versos o principien su obra poética. A pesar de las dificultades con las que contó el grupo "Cántico" -tachados de desarraigados, desapegados de la realidad que azuzaba por aquel entonces-, supo mantenerse fiel a sus principios poéticos. García Baena, Julio Aumente, Ricardo Molina, dos pintores como Miguel del Moral y Ginés Liébana, y poco más tarde el otro poeta, Vicente Núñez, supieron ejercer la fidelidad contra viento y marea.
García Baena destaca entre la nómina de poetas que se agrupan en este cenáculo cordobés que entroncó con la generación del 27 por vías hasta entonces vírgenes. Fueron estos "cánticos" los que recuperaron primeramente la poesía de Cernuda, hoy ya indiscutido como uno de los grandes. Pero sobre todo, y es por esto por lo que lo traigo a colación, mantuvo desde el principio el hálito de una poesía propia desde el inicio, sin dejarse mermar por las banderas alzadas ni las misas de regleta, ni las ínfulas de trinchera; una poesía que recuperaba los silvos de los clásicos y de los modernos y que, al mismo tiempo, proponía una modalidad nueva de escritura. Un poeta que concilia a la perfección la tradición y la modernidad no debemos dejarlo para más tarde. Un rumor oculto, título de su primer libro en 1946, que debiera mantenerse a la luz, como ahora, para deleite de todos: “Quiero que sea mi verso/ como luna de abril, / como las rosas blancas, / como las hojas nuevas./ Que mi cítara suene/ como el agua en la yedra,/ que mi canto sea nada/ para que lo sea todo/ y que a mis versos caigan/ heridas las estrellas. (“Rumor Oculto”).
A continuación transcribo un poema con evidentes aires aleixandrianos (“Cuerpo feliz que fluyes entre mis manos”…), titulado “Alma feliz” y que pertenece al libro Antiguo Muchacho (1950). Este libro junto con Junio (1957) forman la médula central de su poesía y recogen entre ambos una ristra de poemas memorables que podemos y debemos leer hoy soliviantados ante el hechizo cadencial de su verbo.

ALMA FELIZ
Alma felice che sovente torni...

Petrarca, Soneto XIV

Alma feliz por siempre, pues lo fuiste un instante,
vuelve, ligera corza de la dicha pasada,
junto al frío torrente donde flota el recuerdo,
donde la rosa última de fugitivas horas
aún perfuma suave con su filtro de llanto.

Vuelve bajo la luna floral de primavera
a las tímidas huellas de dormidos senderos,
y aspira en esa rosa melancólica y pura
todo el bosque que arde perdido en tu memoria
con sus rojas maderas incendiando los días.

Como nauta que asiste impasible en su leño
al naufragio solemne de la torva tormenta,
desde la roca púrpura por el himno del rayo
mira al joven ahogado, coronado de algas,
flotar en la encrespada cabalgata marina.

Jardines de amatista, emergiendo sombríos
con pálidos estanques y la perla del cisne,
desde la lejanía pronunciarán tu nombre
y pulsará el ocaso sus laúdes de luna,
latentes como vírgenes corazones secretos.

Nocturnas bayaderas su cintura de estío
aplastarán corceles con las crines ardiendo.
Mensajeros errantes agitarán pañuelos
antes de ser talados por el hacha implacable
que convierte a los cedros en funerales lámparas.

Era niño y el claustro de la vida empezabas:
la mirada dorada, rubio el ligero rizo.
Bajo brisas de ensueño escondías al mundo
tus joyas de ternura, la soledad y su fuente,
como el avaro guarda metálicas luciérnagas.

Viviste bajo el ala florida de aquel tiempo
glorioso para el hombre. Hoy, que cansado vuelves,
mira cómo endiamanta tu llanto las ruinas,
cual pájaro de agua que anidara en sus yedras
cuando mayo suspira en las flautas fragantes.

Así fueron tus tardes. Así el viento. Las lilas,
el gorjeo diminuto de sus cálices tibios
deshojaban. De nuevo volverá todo un día.
Dime que has de volver con la mágica llave
de la puerta perdida en un muro de niebla.

Y será igual que entonces: el brodequín de oro
sobre la misma tienda. Gonfalones sagrados
pasarán en días santos. Madam Lily, la sílfide.
purpurina en el pelo, cantará en el alambre,
y un reguero de paja dejarán las carretas.

Escucha el preludiar de violines antiguos.
Ya ha empezado la danza. Los címbalos sonoros
gotean áureo polen en ansiosas corolas
y desnuda a la luz de trompas y de oboes
embriágate, oh alma, recordando tu dicha.

sábado, 26 de abril de 2008

LOS UNOS Y LOS OTROS

LOS PARTIDOS políticos se están quedando tan vacíos, tan desustanciados e inertes que sólo se espera de ellos lo que ocurre, la sucesión de batallas entre egos encrespados. Yo me sonrío con los que todavía defienden la utopía comunista en la izquierda, pero me parto de la risa con los que abogan por la derecha liberal. Y adjetivo “liberal” porque esta palabra se puede aplicar a cualquier estamento de la política, venga uno de los totalitarismos o de la granja de su abuelo. Los partidos políticos se están quedando con la siembra de hace unos años y con la formación que le ofrecen a los ciudadanos.
Un ejemplo flagrante es la concepción que los dos partidos mayoritarios tienen del mismo país en que viven. Unos abogan por reivindicar una nacionalidad común, la española, como punta de lanza para atacar a los que se declinan por otra forma de división nacional que aún no tenemos clara. Lo español, la bandera española, el sentir de la nación es lo que nos hace diferentes y singulares, dicen ellos. Todo lo que no sea esta interpretación provoca la ruptura de España y su quebrantamiento. Los otros juegan a regalarles a los nacionalistas la idea de que serán ellos los que puedan tener sus nacionalidades a salvo, siempre y cuando el rédito político sea efectivo, aunque en las últimas actuaciones socialistas ya se está viendo cierto desapego hacia estas posturas independentistas.
Para colmo de males, los medios de comunicación son los delfines que desarrollan para el público las unidireccionales interpretaciones de lo que ocurre en los partidos y lo que estos hacen. Son ellos los que han creado el imaginario colectivo de lo “políticamente correcto”. Ciertamente hay diferencias entre las palabras que algunos utilizan y los otros, pero a fin de cuentas todos ellos se nutren de la ceguedad absoluta que las siglas políticas de turno les imprime en una suerte de intereses creados, quid pro quo.
De esta forma, me irrita la maledicencia de los que defienden a los socialistas a rajatabla, sea cual sea su actuación, sólo porque los otros son derechones y fachas; y me exaspera los que arriman sus argumentos a los populares porque la hegemonía socialista todavía se mantiene tras muchos décadas. Esto es, los unos y los otros, obcecados en hacer de esta tierra un reducto para dos partidos; dos sesgos que debieran empezar ya a mirar al Estado que los sustenta y a pensar en hacer de la política un instrumento que beneficie a los ciudadanos de ese Estado y no a los intereses propios.
Nunca nadie deja de intentar sonsacarte alguna opinión o alguna interpretación de lo que sucede a diario o de lo que se lee en la prensa. Los hay exaltados de las causas que quieren arrasar con todas las posibilidades. Y es curioso el hecho de que los nuevos problemas siempre son efectos de antiguas causas, vamos, que si el país va bien es por lo que hicieron los del gobierno anterior y si va mal es porque ellos lo han llevado a la ruina. Una ruina es la vacuidad actual en las palabras de los políticos, un vacío demasiado sonoro, un discurso almendrado con demasiadas palabras que remiten a la soledad sonora de la falta de ideales.

miércoles, 23 de abril de 2008

EL CANTO DE LAS SIRENAS

HAY AUTORES que cada vez que publican un libro nos regalan una golosina, una exquisitez que se siente perdurable a pesar de su inmediatez. Esto mismo le ocurre a Eugenio Trías con su último libro, El Canto de las sirenas (Galaxia/Gutenberg, 2008). Es este un libro que aborda la difícil tarea de enlazar filosofía y música, de interpretar la sensibilidad musical a través de los parámetros filosóficos. Todo ello a través de una prosa cautivadora y limpia, de exacta sintaxis y léxico preciso.
El subtítulo del volumen, Argumentos musicales, viene a enlazarse con el planteamiento de los ensayos que lo compone. En una suerte de acercamiento histórico, Trías se remonta a la figura capital de Monteverdi, pasa por Bach, Haydn, Mozart, Beethoven o Wagner y termina con Boulez, Stockhausen y Xenakis.
Una cita de Platón, Libo X, República, sirve de umbral en que situar las pretensiones a las que el filósofo catalán quiere llevarnos, un recorrido que pretende conducirnos, con sus palabras, “hasta un lógos musical de naturaleza simbólica, ya que el símbolo es, en música, la meditación entre el sonido, la emoción y el sentido. La música no es sólo semiología de los afectos (Nietzsche), también es inteligencia y pensamiento musical, con pretensión de conocimiento. Pero esa gnosis emotiva y sensorial no es comparable con otras formas de comprensión de nosotros mismos y del mundo”.
Cierra el ensayo una "Coda filosófica" en la que Eugenio Trías procura un acercamiento a la música desde la filosofía platónica y, en última instancia, desde lo que el llama “la ciencia del límite”.
Siempre que leo algo relacionado con la música recuerdo las magníficas páginas de Theodor W. Adorno y de Thomas Mann. Sin embargo, fue Gerard Vilar, profesor de Estética y teoría de las Artes en Barcelona, quien puso en órbita la sentencia más nítida que jamás se haya podido escribir acerca de la música y la filosofía: “Si hay un objeto con el que la filosofía se ha dado persistentemente de bruces en una humillante demostración de impotencia, ése es la música. Si hay un área de la filosofía cuyo balance hasta hoy se salda con el más estrepitoso y completo fracaso, es la filosofía de la música”.
Creo que El canto de las sirenas viene ocupar un lugar relevante dentro de esos escasos estudios y de ese panorama decaído. Quien quiera comenzar una odisea interior, un viaje a la Ítaca interna, que se amarre al mástil de este libro y escuche música, el canto de las sirenas del enigma indescifrable.

sábado, 19 de abril de 2008

OTRA REPÚBLICA

HAY DOS GOLPES tan fuertes en la vida que yo no sé, ni quiero saberlo, cómo debe ser la ponzoña que escupen. Uno de ellos es la muerte de un ser cercano y, con ella, la fijación de su vida en los recuerdos. Otra es la pérdida de una biblioteca. Y pongo las dos al mismo nivel, porque una biblioteca es la cifra vital del que la ha ido creando poco a poco, libro a libro. Cuando una biblioteca se quema, se empapa por una inundación o se pierde por diversas circunstancias, puede provocar incluso la muerte. No otra cosa le ocurrió al mejicano Octavio Paz, todo fue perder su biblioteca y morir de angustia poco después.
El pasado catorce de abril se celebró el setenta y siete aniversario del nacimiento de la II República española y, con ella, de una serie de mejoras que aún hoy se dejan notar a pesar de las inclemencias militares y dictatoriales. Esas mejoras eran de orden moral y ético, de consolidación del espíritu de la creencia en las posibilidades intelectuales, en un amplio sentido, de los españoles. A pesar de todas las desventuras, equívocos y desvíos que en el seno de los republicanos fueron germinando, estuvo, en el inicio de las reformas, una nueva apertura que aún hoy se deja elogiar en muchos casos. Sin embargo, hay dos episodios, de 1936 y de 1939, que reflejan uno de esos golpes traumáticos que la vida sostiene en sus garras.
En noviembre de 1936, con el Frente Popular al mando, Antonio Machado tuvo que dejar su domicilio de Madrid junto a su familia. En ese piso de la calle del general Arrando, cerca de Chamberí, dejó Machado su biblioteca, sus papeles personales, sus cuadernos privados y, probablemente, unas docenas de cartas de Pilar Valderrama, la Guiomar de sus versos.
Un año más tarde, en junio de 1937, la otra figura inconmensurable de aquellos años convulsos, Juan Ramón Jiménez, se hizo eco en América, de que Félix Ros, Carlos Martínez Barbeito y Carlos Sentís, jóvenes escritores falangistas, habían allanado su piso de Madrid, en el barrio de Salamanca, y con ellos habían desaparecido libros, manuscritos e incluso,
-como detalla Ian Gibson-, una máquina de escribir. Para todos los que conozcan el concepto de Obra en J.R.J, pueden calcular hasta dónde le caló el suceso al de Moguer. Pongo por caso que Andrés Trapiello, en Las Armas y las letras, deja claro que la primera edición de las Soledades, que Antonio Machado le había regalado a Juan Ramón, le sirvió al usurpador, Félix Ros, de regalo de boda para un amigo.
Los dos poetas sufrieron el mismo golpe sonoro, la pérdida de su obra, de su vida, en esa república del silencio llamada biblioteca.

martes, 15 de abril de 2008

ETERNAS BREVEDADES

EN UNA LECTURA espigada por la obra de Juan Ramón Jiménez, sobre todo por aquellos libros que se mencionan poco y que resultan, por circunstancias diversas, menos valiosos, he encontrado una serie de estancias de aparente brevedad, pero de signo eterno. Creo recordar que el año pasado Andrés Trapiello publicó un libro con una antología de aforismos de J.R.J (ediciones La Veleta). He ido a la fuente de donde se nutre la antología, La alameda verde (pensamientos y sentimientos, 1906-1912) y Estética y ética estética (Aforismos y notas, 1907-1954). ¡Qué grande, aún más, se me está haciendo Juan Ramón Jiménez, qué paseo más grato por esa alameda de horizonte indescifrable!
En una nota al primero de los libros, hace constar el poeta lo siguiente: "A esta alameda verde vengo por las tardes a meditar. Me encuentro en ella tan bien como si la alameda fuera realidad definitiva mía, pasada ya mi muerte, para la contemplación de la belleza eterna e infinita y en ella se me acentúan y se me prolongan esos momentos en que nos creemos inmortales". Una invitación inevitable para el lector de poesía que desee encaminarse de la mano del poeta por los entresijos de sus pensamientos, sueños y veleidades.
En ese desfiladero del pensamiento del poeta moguereño los descansos son breves, pero eternos, como arenas de eternidad. Están configurados estos libros por pequeños pensamientos ensartados en una suerte de aforismos de los que extraigo algunos con los que me he sentido más identificado:
"No siento nunca tristeza mayor que después de haber hablado mucho".

"La poesía no es sucesiva, como la ciencia. Un poeta no continúa a otro poeta, sino que recrea, revive, aísla y cierra en sí mismo 'toda' la poesía".

"Y el poeta, la conciencia entera, no puede ser abstracto ni circunstancial. Sólo misterioso y encantador. Claridad absoluta de la oscuridad relativa".

sábado, 12 de abril de 2008

DEMONIOS PERSONALES

NO ES LA PRIMERA vez que me ocurre ni tampoco la vez primera que me paro a pensar en ello. Sucede que, a menudo, nos encontramos con compañeros de trabajo, antiguos amigos de la infancia o nuevos conocidos que sostienen durante horas una conversación agradable y distendida sobre los temas que siempre nos obsesionan. Y eso es lo primero, siempre hay unos temas que nos forman y presentan al mundo, unos demonios personales
-como dice Vargas Llosa- que nos sacuden diariamente y que durarán, así lo creo, hasta el final de nuestros días. Hay quien ama la contemplación de la naturaleza, el ejercicio físico, la costura, la mecánica, el paseo por las tardes, la lectura o la escritura, aunque estas dos últimas van siempre unidas. Todos comparten una constante, la necesidad inevitable de desarrollar la vida en el cobijo de las mismas.
No hace mucho me encontré con Gallardo por las escaleras. Bajaba meditabundo, pero tocado por cierto garbo de origen literario. Cuando dos lectores se encuentran, poco les interesa dar testimonio de su vida, sus costumbres o sus miserias. Se convierten en dos niños que quieren intercambiar los cromos que les faltan, en dos compañeros que necesitan provocar de inmediato la respuesta del otro cargada de títulos, autores y referencias. Así ocurrió. Me dijo Gallardoski que venía de una fiesta aldeana de la mano de Góngora. Me estuvo comentando que se había quedado hipnotizado por la algarabía que tenía formada sobre su escritorio al ritmo de los versos gongorinos de los Romances.
No hace mucho recibí una llamada telefónica de un amigo que me dio un disgusto. Un disgusto grande y que todavía lo resiento. Se iba a París a pasar un fin de semana. Y París (como no se acaba nunca, como es una fiesta, como supuso tanto y es tanto para tantas cosas necesarias de mi vida…) es uno de esos temas a los que me agarro como un mástil en un barco que se hunde. La vida que se hunde.
No hace mucho un amigo defendía enérgicamente, rodeado de ginebra, que uno debía tomar una sola cosa en la vida pero hasta el final, volcado en ella sin ataduras de ningún tipo y sin esperas innecesarias. Él hablaba de la escritura, de escribir, escribir, escribir. Y yo quedé enredado en esa reflexión que además tenía una fuente y unos defensores identificables, Shopenhauer al alimón con Cernuda.
Una cosa parecida es la que nos ocurre a nosotros aquí, en este trópico, cada semana. Nos encontramos a sabiendas de los temas de siempre, de los demonios que me recorren. Es cierto, escribir se ha convertido en un tema recurrente al que acudo demasiadas veces, un mirador desde donde contemplo el mundo para rehacerlo, como se rehace el atardecer cada día desde desde el Sacré-Coeur en Monmartre.

viernes, 11 de abril de 2008

CUATRO POETAS EN GUERRA, IAN GIBSON

IAN GIBSON (Dublín, 1939) ha dado a la estampa una serie de obras que viene a ocupar el espacio que la crítica española todavía no ha desarrollado. Me refiero a la redacción de grandes biografías o grandes estudios de conjunto tal y como la tradición anglosajona nos tiene acostumbrado. No es momento aquí de hablar de la Vida del doctor Samuel Johnson, de James Boswell -recientemente publicada- como modelo insuperable de biografía; pero sí de señalar la escasez de estudios que aborden, a través del ensayo, una época, una vida o una obra. Quizás José Carlos Mainer y Jordi Gracia se acercan con éxito a esta estirpe de estudios literarios. De todas formas, ahí quedan las investigaciones sobre la Guerra Civil española y otros periodos de relevancia de J. Elliott, Gabriel Jackson, Hugh Thomas, S. Payne o Benassar.
A pesar de la mirada sesgada que mantiene Gibson en todas sus obras, identificada plenamente con las causas republicana y comunista, las obras sobre Lorca, Vida, pasión y muerte de Federico García Lorca (1989), y sobre Antonio Machado, Ligero de equipaje. La vida de Antonio Machado (2006), son fundamentales para comprender la dimensión de la obra y de la vida de ambos poetas. La labor de documentación que desarrolla Gibson es metódica y ejemplar, así como las interpretaciones que realiza al calor de los versos más emblemáticos.
Cuatro poetas en guerra. A. Machado, Juan Ramón Jiménez, F. García Lorca y Miguel Hernández (Planeta, 2007), sigue la estela de los libros anteriores, aunque ahora el nuevo libro queda cohesionado mediante el análisis de las figuras de cuatro de los grandes poetas del pasado siglo en nuestra lengua. A través de sus vidas y de sus versos traza Gibson una obra escrita con entusiasmo y tino. Ofrecen sus páginas brillantes interpretaciones sobre versos que han pasado por las manos de la crítica más rancia, opiniones esclarecedoras de sus pareceres que se publicaron en la prensa de la época, cartas y epistolarios con poetas exiliados y de otros lenguas, las opiniones de los dirigentes políticos sobre el quehacer de los literatos, etc. Un ensayo que viene a matizar, en buena medida, muchas de las características fosilizadas ya en los libros de texto. Y, por sobre todo, a constatar que los poetas señalados mantuvieron un compromiso vital con las circunstancias que golpeaban sus vidas.
En este sentido, quiero destacar el capítulo dedicado a J. R. Jiménez, quizás, en principio, el poeta menos comprometido con causa alguna. Sin embargo, Gibson ejecuta un minucioso acercamiento, en pocas páginas, a la postura que mantuvo hasta su muerte el poeta moguereño. Sus declaraciones a la prensa, sus cartas con Corpus Bargas e incluso su decisiva presencia en tierras hispanoamericanas son recogidas por el autor de este ensayo que recomiendo a todos aquellos que quieran deleitarse con una nueva imagen de poetas demasiado cargados de tópicos que se repiten como un bucle infinito.

martes, 8 de abril de 2008

PACO OJEDA



Una de las aficiones escondidas que mantengo es el toreo. No profeso la manía incontrolada de conocer ganaderías, toreros o corridas emblemáticas. Ocurre que hay algo que rodea a este espectáculo que me provoca una reacción estética e íntima.Uno de los toreros de la tierra en que nací, que han sido muchos y buenos, es Paco Ojeda. Nunca lo vi torear directamente, pero en el vídeo se puede comprobar hasta dónde llegaban la valentía y el buenhacer de este torero sanluqueño de singular carrera.

sábado, 5 de abril de 2008

LOS TRES ÚLTIMOS DÍAS DE FERNANDO PESSOA

FINALMENTE, cuando desperté, todavía seguía allí, a pesar de haber leído Los tres últimos días de Fernando Pessoa, de Tabucchi. Estuve allí y comprobé cómo Pessoa se afeitaba antes de ir al hospital y cómo el médico, el señor Manacés, le recomendaba su ingreso urgentemente –la cirrosis hepática lo tenía maltrecho.
Mientras íbamos en el coche el doctor, Pessoa y yo, Pessoa nos deleitó con varias reflexiones. Pasamos por un jardín en que Fernando había amado por primera y última vez a una mujer, Ophélia Queiroz, por el lugar en que se intercambiaron besos y promesas de amor infinito: “Pero mi vida ha sido más fuerte que yo y que mi amor, musitó Pessoa, perdóname, Ophélia, pero yo debía escribir, debía sólo escribir, no podía hacer otra cosa, y ahora todo ha concluido”.
Recuerdo que el médico desnudó a Pessoa, le preguntó que le ocurría (“tengo un dolor en el hígado”), empezó la revisión palpándole el cuerpo y terminó con preguntas sobre sus males (“desde esta tarde, fuertes dolores y un vómito verde”). El médico dictó la sentencia que ya sabíamos, cirrosis hepática.
A partir del momento en que Pessoa ocupó su habitación, una cama de hierro, un armario blanco y una pequeña mesa, se metió en su cama, encendió la luz de la mesilla de noche y comenzó a recibir varias visitas; visitas que venían a despedirse de ellos mismos, que venían a comprobar que la fuerza centrífuga que los aunaba moriría en poco tiempo.
El primero en llegar fue Álvaro de Campos. “Por qué has venido?”, preguntó Pessoa, “Porque si vas a marcharte hay algunas cosas de las que tenemos que hablar”, contestó Álvaro. Pessoa le reprochó que fuera él quién lo apartó de Ophélia. Campos comenzó a fumar con el consentimiento de Pessoa. “Sabes, Fernando, dijo de Campos, siento nostalgia de cuando era un poeta decadente…era un estúpido, ironizaba sobre la vida, no sabía gozar la vida que me había sido concedida”. “¿Y después?”, preguntó Pessoa. “Después empecé a descifrar la realidad, como si la realidad fuera descifrable, y llegó la desazón. Y con la desazón, el nihilismo, después ya no he creído en nada, ni siquiera en mí mismo. Y aquí estoy, en la cabecera de tu cama…”. Álvaro de Campos prosiguió confesando sus intimidades hasta que estimó oportuno marcharse, “vendrán los otros, lo sé”.
En la misma noche, poco más tarde, apareció el maestro, Alberto Caeiro, vestido con una chaqueta de pana con el cuello de piel. Este encuentro fue más breve. “Cuando a usted le despertaba durante las noches un maestro desconocido que le dictaba sus versos, que le hablaba del alma, pues bien, ha de saber que ese maestro era yo, era yo quien se ponía en contacto con usted desde el Más Allá”. Tuve que contener mi sorpresa para que mi presencia allí no lo desconcentrara, era testigo de cómo el maestro de Pessoa se confesaba como tal; eso era un momento prodigioso y triste al mismo tiempo.
A la noche siguiente, el veintinueve de noviembre de 1935, Fernando Pessoa oyó que llamaban a la puerta y comprobó que era Ricardo Reis quien la golpeaba. Volvía de su Brasil imaginario y Pessoa no lo reconoció, “hace tantos años que no nos vemos”. Reis le habló de los quesos de Azeitâo, de la casa de campo en la que vivía, y sobre todo, de la vida de estoico que había decidido llevar. “He vivido una vida de estoico, aunque fuera en Azeitâo”, dijo Reis. “La vida de estoico puede vivirse en cualquier parte”, repuso Pessoa. El último tema que abordaron fue el de los apócrifos. Lo recuerdo bien, tanto que soy capaz de reproducir las palabras que siguen: “los apócrifos no dañan a la poesía, y mi obra es tan vasta que puede incluso tolerar los apócrifos”.
Cuando Reis se hubo marchado, la habitación se quedó sin visitas por unas horas hasta que alguien entró sigilosamente. Era Bernardo Soares con una bandeja en las manos y sin gafas. Los dos hablaron incansablemente, sin quejumbrosas lamentaciones, del Libro del desasoiego. Ambos se sentían muy satisfechos de aquel libro.
La última noche, el treinta de noviembre de 1935, Pesoa recibió la visita de Antonio Mora. Se había escapado de una clínica en la que estaba ingresado por una psiconeurosis intercurrente. Mora fue muy directo, a sabiendas de los pocos minutos de vida que le quedaban a Pessoa, y habló todo el rato sobre El retorno de los dioses, el libro inédito de Mora. Éste lanzaba teorías panteístas sobre la transmigración de las almas y sobre el orden de la naturaleza. Citaba a Lucrecio constantemente.
Las últimas palabras de Pessoa me las reservo, jamás se las contaré a nadie, a pesar de que Tabucchi intente reproducirlas, con algo de suerte, en un libro que se titula Las tres últimas noches de Fernando Pessoa (Anagrama) y que recomiendo para que se hagan una idea de la ilimitada capacidad de la literatura para llevarnos hasta las sábanas de un poeta que murió pero cuya obra jamás perecerá, por imposible.

viernes, 4 de abril de 2008

SUEÑOS DE SUEÑOS

TERMINAMOS embarrados de sílabas hasta las cejas con los autores que nos ofrecen una forma de hacer literatura que, sin saber explicarlo la mayoría de las veces, nos embauca desde la primera línea. No tiene por qué ser un solo escritor, pueden ser muchos y distintos. En esos días en que leemos con obsesión la nueva llanura que se presenta ante nosotros en forma de poética o narrativa, de verso o jugueteo ensayístico, se actúa bajo el hechizo de lo insólito. Luego, con el tiempo y la templanza de criterio, se suavizan las impresiones y se deja al escritor único e inimitable en el Parnaso de los buenos y los grandes, junto a otra ristra extensa de laureados que cada cual crea a su beneficio y gusto.
Algo similar me está ocurriendo con Antonio Tabucchi. Tabucchi me ha confirmado que los autores que me conmueven e interesan son aquellos que han escrito obras que yo firmaría sin titubeos. Y cuando digo firmaría no me refiero a estampar mi nombre en los lomos de un mamotreto, sino a la concepción y realización de la obra, al trasunto ficcional que ha tejido el autor en su mollera para que luego las palabras se dispongan con esa y no otra trabazón, la manera misma de aprehender el libro como tal de acunarlo en las ideas. Me imagino a Tabucchi concibiendo la creación de Sueños de sueños (Anagrama, 1996) y es eso, precisamente, lo que más aviva mi lectura; de la misma manera que cuando leemos a Borges, Kafka o Cervantes experimentamos el hálito de encontrarnos ante una creación que nos supera, que por momentos se ha situado, a través de los atajos de la ficción, en un tiempo que se nos antoja posterior y que se nos brinda inalcanzable junto a su mano.
Quizás ahora entiendo mejor que jamás daría a la estampa un libro de poesía o de narrativa que se sienta ahijado de la experiencia o de las otras sentimentalidades, entre otras cosas, porque me parecen productos mercantiles de las editoriales. Tampoco prestaría mi nombre (¡por descontado que nadie lo querría!) para la portada de una novela en la que lo importante fuese “contar una historia” y en que la escritura en sí, la lengua con que se escribió, fuese un mero instrumento de transmisión. En definitiva, no concibo la literatura como un mercadeo de vanidades que se venden a las mieles de las ediciones, a las subvenciones oficiales de las juntas y demás guirigay del cultureo, a los recitales inventados con la excusa del decaimiento de la poesía, de los que imitan a los guardianes de los posibles enchufes y editores para que la música les siga sonando tal y como tenían previsto los truhanaes del tema literario.
Sueños de sueños es una obra deslumbrante y de una originalidad sorprendente. Fíjense lo que dice Tabucchi en las palabras liminares a los sueños: “A menudo me ha saltado el deseo de conocer los sueños de los artistas a los que he admirado”. Tabucchi inventa los sueños de los artistas que le han fascinado, ya sean pintores o literaratos, quiere completar la parte opaca de sus creaciones con la intrusión en sus sueños, unos sueños puramente inventados. A partir de aquí suponemos que los artistas citados son a los que ha admirado el propio autor, a saber: Dédalo, Ovidio, Apuleyo, Cecco Angioleri, François Villon, Rabelais, Michelangelo, Caravaggio, Goya, Coleridge, García Lorca, Stevenson, Leopardi, Rimbaud, Chéjov, Debussy, Toulouse-Lautrec, Pessoa, Maiakovski y freíd.
Todos ellos son los protagonistas de los sueños que sueña y que inventa Tabucchi: “me doy cuenta de que estas narraciones vicarias, que un nostálgico de sueños ignotos ha intentado imaginar, son tan solo pobres suposiciones, pálidas ilusiones, inútiles prótesis”.
Estos sueños están hilvanados por una estructura narrativa que se aguanta por el uso de la anáfora al inicio de cada uno de las secuencias: “Una noche de hace miles de años, en un campo, "x" tuvo un sueño”. Con esta suerte de prolepsis, es decir, de anticipo, todo lo que viene después es el relato del sueño. El libro está escrito con la dulzura y el tacto de un artesano que ha libado en la miel de las palabras, de un prestidigitador que ha configurado una obra de corta extensión, pero de larga asimilación y resonancia. No exagero si digo que Borges hubiera aplaudido esta golosina para los lectores, porque sin duda, su querido Marcel Schowb sobrevuela por encima y por debajo de muchas de sus páginas. ¡Quizás esto último sea sueño que quiero creer como verdadero!

TUVE UN SUEÑO...

LLEVO tres días con fiebre porque dicen que tengo un virus. Me lo dijo un médico orondo después de tocarme en la barriga, sacarme una jeringa de sangre y de hacerme orinar en un vaso de plástico cuando realmente creía que no orinaría en esos momentos. Por lo menos, con las palabras del médico y el orín embotellado, podía justificar la persistencia de la fiebre durante tanto tiempo. Porque llevaba tres días con fiebre, tres días en que parecía sonar una trompeta melancólica sorteando con sus pistones unos arpegios de otro mundo cada vez que me levantaba de la cama. Tres días en los que mis sentidos se atenuaron y, con ello, mi interpretación de la realidad cambió; todo se extendía en una veladura continua, como un desierto habitado por colinas transparentes repletas de verdes siluetas. Sin embargo, hoy que escribo estas líneas, la fiebre ha desaparecido, el virus parece que lo estoy eliminando, a pesar de que los únicos que han pervivido han sido los sueños que me han asaltado.
Días antes de que viniera la fiebre compré varios libros de un autor que ocupa ahora mis horas de lecturas, Antonio Tabucchi. Después de disfrutar la historia de Pereira y de indagar en la obra literaria de este autor italiano, terminé comprando La cabeza perdida de Damasceno Monteiro, Tristano Muere y Sueños de sueños. Decidí empezar a leer el último de los indicados justo antes de que la fiebre comenzase a ejercer sobre mí su inextricable manía de azotar el subconsciente con sus técnicas de alelamiento y tontuna.
Todo fue empezar a leer el libro y, como por encanto, dejé de distinguir las fronteras entre lo real y lo soñado; y creo que a partir de entonces jamás sabré descifrarlas. No sé ciertamente si estuve en el campo siguiendo junto a Federico García Lorca a un perro que nos conducía a la muerte; si disfruté con Toulousse- Lautrec de los prostíbulos parisinos de la bohemia; si deambulé por Marsella agarrado del brazo de Rimbaud cuando le amputaron una pierna o si fui testigo en Viena de cómo Freud decidió pasearse por aquella ciudad bombardeada disfrazado como una de sus pacientes, Dora.
También soñé que estuve nadando por el río y que llegué a cruzar la otra banda. Una vez que estuve allí me asediaron unas náyades que quisieron extraerme de cuajo mis sentimientos para lanzarlos al mar; decían que era una práctica habitual y común de antaño. Cuando terminé con el libro, mi sorpresa fue aún mayor. Se añade a la edición que manejo una pequeña obra titulada Los tres últimos día de Fernando Pessoa. Un susto me recorrió todo el rostro y aún no he sido capaz de habitar con Pessoa ni con Caeiro ni con Soares ni con el maestro Reis los sueños que Tabucchi escribió de sus últimas noches imaginarias.
(Ilustración, "Los demonios", Fuseli)

martes, 1 de abril de 2008

LOS SILENCIOS DE PEREIRA

COMO UN MISTERIO había estado guardada para mis lecturas la obra de Antonio Tabucchi (Vecchiano, 1943), y como un misterio se mantiene aún a pesar de haberme leído varias obras en pocos días. Un misterio porque la narrativa del autor toscano ahonda precisamente en esas fronteras por donde desfilaron Cervantes, Borges, Cortázar, Rilke, Pessoa o Kafka, allí por donde los sueños y la noche operan como un velo que tamiza la ficción en una verdad caracterizada por su extrañeza, por la fantasía convertida en verdad y por la verdad transmutada en fantasía.
La obra más conocida de Tabucchi es Sostiene Pereira.Una declaración (1994), obra que ha sido llevada al cine por Roberto Faenza en 1996 y que es digna y merecedora de elogios por el trabajo del director, la banda sonora del prodigioso Ennio Morricone y, especialmente, por la actuación de Mastroianni encarnando al mismo Pereira.
No sé si es momento este para desvelar el argumento que vertebra la obra, daré una breve sinopsis: un periodista que vive en Lisboa y que dirige la sección cultural de un periódico, el Lisboa, comienza a ponerlo todo en tela de juicio tras el encuentro con un joven, Monteiro Rossi, que está comprometido con la causa republicana. La época en la que vive Pereira es la dictadura de Salazar, por un lado, y los hervores de la guerra civil española por otro, es decir, la península en 1938. Todo ello empapado de las resonancias del fascismo italiano.
En mi opinión, donde reside la genialidad de Tabucchi es en las reflexiones que mantiene Pereira durante toda la obra. Su obsesión es la muerte, y por ello necesita a un colaborador que escriba necrológicas anticipadas de escritores ilustres. La muerte es su obsesión y la literatura también. Sobre estos dos pilares pivota la trama y la evolución del pensamiento pereriano.
El espacio en que se desarrolla la acción es Lisboa, aunque dentro de esta ciudad destacan la redacción de la sección cultural del periódico de marras, el Café Orquídea y una clínica en las afueras a la que va para tratarse la hipertensión que padecía. Destaco estos tres lugares porque son determinantes: en la redacción se producen los encuentros con el joven Monteiro Rossi y las lecturas de sus necrológicas; en el café Orquídea Pereira se mantiene informado gracias a un camarero, Manuel, que lo pone al día de lo que acontece fuera y dentro de Portugal; en la clínica conoce al doctor Cardoso, personaje que lo iniciará en la autorreflexión y le pondrá en su mano las herramientas necesarias para comenzar un viaje vertical hacia sí mismo. A estos tres lugares podemos sumar la Iglesia, donde el padre Antonio, su confidente personal, hace de contrapeso argumentativo en contadas ocasiones. No olvidemos que Pereira es un católico confeso.
Las veinticinco secuencias que completan el libro son un prodigio narrativo, una degustación de literatura en estado puro, de literatura que no deja indiferente y que resuena y resuena tras su lectura. Eso es precisamente lo que hace Pereira a lo largo de toda la obra, leer. Su libro de cabecera es Honorine, de Balzac, una apología del arrepentimiento. Además de esta referencia expresa y profunda a Balzac, la obra está salpicada de decenas de referencias a filósofos como Vico, Hegel o Shopenhauer y a literatos como García Lorca, Maiakovski o Flaubert.
Por otra parte, y en lugar preferente, quiero destacar el homenaje a Pessoa que, en mi parecer, se diluye por toda la obra y en varios momentos en concreto. El primero de ellos cuando el doctor Cardoso informa a Pereira de la teoría de la confederación de las almas en los humanos y del yo hegemónico (en clara referencia a las confederación de poetas que fue Pessoa); y el segundo, cuando el propio Pereira decide marcharse de Lisboa con el pasaporte de un miliciano, François Baudin, con lo que pone el concepto de identidad y de yo en una suerte de encrucijada que provoca la reflexión del lector. ¿Dejaría de ser Pereira, modificaría eso sus costumbres: su limonada, sus tortillas a las finas hierbas?
He titulado esta pequeña referencia "los silencios de Pereira" porque siempre que el narrador se refiere a las reflexiones de Pereria sobre el tiempo, la muerte, la identidad, el compromiso o la infancia termina con una especie de leit motiv: “Pereira prefiere no decir cómo continuaba porque no tiene nada que ver con esta historia”. Son los sueños, los silencios, las ilusiones perdidas y escondidas de Pereira, lo no narrado, lo que el personaje no quiere que trasluzca al exterior, lo que sostiene a Pereira como uno de los personajes más conmovedores de la literatura occidental:
"La filosofía parece ocuparse sólo de la verdad, pero quizá no diga más que fantasías, y la literatura parece ocuparse sólo de fantasías, pero quizá diga la verdad".