jueves, 27 de noviembre de 2008

EL MOVIMIENTO PERPETUO DE LA FECUNDIDAD.

La literatura es una cuestión de fecundidad. No por ello todos los lectores terminan fecundando páginas en blanco, algunos son estériles al caso. Pero la mayoría logran hablar o comentar oralmente lo que acaban de leer, y lo lanzan al viento dejando la posibilidad de que otra ovulación mental las atrape y las procese hasta convertirlo en materia de la ficción. La literatura es, por tanto, una cuestión propia del instinto más primitivo de los hombres, aquella que profesa la inconformidad de alojarnos solos en el mundo.

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…-Dijo.
Y ante aquellas palabras no tuve más remedio que volver a la encarnadura del libro, a las páginas que me convertían en una limaza que dejaba su rastro a fin de recordar el tiempo perdido.
Leí entonces que Heidegger defendía tres cualidades -si alguna vez las tuvo- del ser en El ser y el tiempo, a saber, es el más universal de los conceptos, es indefinible y es el más comprensible de todos.
Quise llevar a la experimentación esta propuesta sobre el sentido del ser. Si es el más universal, osado soy si pretendo condensarlo aquí, en esta inmediatez que me abriga. Así que me abandono a lo que soy con la citación de lo universal. Por otra parte, no puedo ser la predicación del ser, así que no soy, no quiero participar, bajo mi voluntad, del ser indefinible. Por último, en todo caso, cuando digo “Hoy soy una paloma multicolor o Escribir es un sacrificio pétreo”, al no descifrar el ser, debo sentirme un enigma, porque mis palabras buscan la escapada hacia la comprensión.
…- seguía diciendo.
Por cuestiones de salud, abandoné la reflexión con las ideas muy claras. Debía terminar esa charla y llevarme conmigo todas las incertidumbres del ser. Porque cuando digo estoy cansado de este mundo, no sé muy bien si me dejo a un lado o yo mismo estoy incluido en él.

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Rápidamente me acordé del cuento de Monterroso que abre Movimiento perpetuo, sí ,un cuento en mi opinión: “La vida no es un ensayo, aunque tratemos muchas cosas; no es un cuento, aunque inventemos muchas cosas; no es un poema, aunque soñemos muchas cosas. El ensayo del cuento del poema de la vida es un movimiento perpetuo; eso es, un movimiento perpetuo”. Ya obnubilado por la clarividencia, decidí leer el cuento unas doscientas veces para encontrar en él un mensaje cifrado, introducido por Monterroso tras leer a Heidegger.
La vida, un ensayo. Un cuento, los inventos. Un poema, los sueños. El ensayo del cuento del poema de la vida, un movimiento perpetuo. Un perpetuo movimiento.
A partir de entonces comencé a establecer las misteriosas relaciones que guardan estas predicaciones. Son universales, son indefinibles y comprensibles al mismo tiempo. La literatura, la vida. Es.

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Fecundidad, del latín fecunditas. En su cuarta acepción significa reproducción numerosa y dilatada. “Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea”, escribe Monterroso en “Fecundidad”. A lo mejor el secreto lo dilató el de Tegucigalpa en este cuento. Por ejemplo, el ser es la fecundidad del ser.

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Mañana me sentiré fenomenal; un Monterroso; concluiré esta línea. El ser es la aspiración del ser. La escritura, pensar qué se escribiría si se escribiese, como dice Vila-Matas.

lunes, 24 de noviembre de 2008

YO, OTRO, IMRE KERTÉSZ

Hay libros demoledores, que en sí mismos guardan una profecía que se me antoja propia y extraña al mismo tiempo. Un cifrado ajeno, pero que revoca sobre nuestra especie. Hay libros que ocupan el espacio de una elipsis equiparable a la conmiseración del ser humano, del relato de sus desvelos y utopías. Libros que detienen el paso atropellado y deforme del tiempo, que supuran el humor con que deberíamos añadirnos a lo que nos ocurre diariamente y llamamos vida. A eso que nos recorre inmisericorde y que igualamos con la muerte.
Yo, otro -Crónica del cambio-, de Imre Kertész, es la historia personal de una elipsis, que es un yo, y que se identifica con dos momentos cruciales para el autor: su paso por Auschwitz y la muerte de su mujer. El título del libro consiente una lectura que visualiza la historia que se narra como la ocupación de una elipsis; la desaparición, por conocida, de la vida. En el título falta el elemento verbal que dote de vísceras a un yo que ha surgido de la negación profunda del yo, esto es, de un campo de concentración.
La crónica con la que avisa el subtítulo es una encrucijada que no queda resuelta. Es la crónica de un yo que se afirma en la negación de ese yo, precisamente en el cambio hacia el otro que es, de la misma manera, un desconocido que surge y florece al calor de la muerte.
Pessoa, Rimbaud y Montaigne abren la caja de citas que antecede al libro, el bajo continuo que las armoniza. Tres autores que han mordido en el corazón las más profundas entrañas de las que tenemos noticias, que conocieron el alma humana como Caronte la laguna Estigia. Dice Kertesz: “Anoche traté de imaginar largo tiempo, con gran esfuerzo, mi no existencia. La nada subjetiva. […] Pero, ¿qué partícula de esta vida fragmentada se refiere a sí misma con la palabra “yo”?”. Ahora, tras leer el libro de este autor que nació en Budapest, me pregunto, bajo el hechizo de la fragmentariedad del yo, qué pedazo de mis letras me pertenecen, cuál es el eterno sustento que me lleva a afirmarme?

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Escribió Wittgenstein en sus Aforismos, libro que estaba traduciendo Kertész cuando escribía el suyo: “Una cosa es sembrar pensamientos, otra, cosecharlos”. Así puedo afirmar que hasta ahora sólo he sembrado las partículas de un yo que jamás he cosechado. Escribir, acaso, sea una manera honrada y coherente de recoger la siembra de las lecturas, de la vida insospechada. Lo que ocurre es que la mayoría de las veces la cosecha está podrida.

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Nuestra tarea en el mundo no es entender el mundo. Nuestra tarea es la incomprensión. La tarea del escritor es escribir las secuelas de esa incomprensión; la del poeta, hurgar en las profundidades del incomprendido; la del músico, proferir un arañazo en la materia de la nada.

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Rescata I.K. unas palabras de Pessoa que traslucen buena parte de la escritura de su libro. Es una poética colocada en la mitad de la obra. Escribió Pessoa: “Estoy tan lúcido hoy, como si no existiera”. Por este motivo, entiende Kertész que su vida pasada pertenece a un espacio que fue devorado por los límites de su soledad. En ese estadio del alma, en que uno cree vislumbrar que ya no es, comienza la escritura. Entonces, bajo esa estirpe locuaz e irrazonable para los hombres, puede alguien, un genio, encontrar las palabras más exactas del universo para nombrar, siquiera, un pizca de nuestro deterioro. Cuando venga a darse cuenta, se habrá metamorfoseado en otro ser que deniegue su vida, que le entregue en las manos su muerte.

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En este libro existe una secuencia perfecta desde todos los puntos de vista. Un escritor debe aspirar a algo parecido, a unas líneas semejantes. El sujeto narrado de este libro se encuentra en una habitación a orillas del Balatón, en Szigliget, lo que él llama "la casa de los escritores". A continuación comienza una reflexión que viene motivada por la fuerza de antaño. Allí cree recordar toda su vida, todas las vidas de todos los hombres: Nietzsche escribiendo El nacimiento de la tragedia, un hombre llorando, el tacto de un pelo lacio, el color de las orquídeas, el sabor de la noche. Es el espíritu de la narración del mundo. Recuerdos que son como perros abandonados que nos rodean y nos miran, que aúllan y nos lamen la mano.

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El escritor piensa que su vida es inaudita, a pesar de que todos los indicios nieguen la mayor. Pero si no lo fuera, si yo no creyese que lo fuera, no escribiría. El escritor deja de ser hombre para vivir la vida de otro, para contar, a sabiendads, que en ese trance dejará de ser.

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Por tanto, al final de cuentas, poco importa qué hayamos vivido. ¿Quién sabe cuál es su vida, hacia dónde dirigirnos, a qué entregarnos? Hagamos lo que hagamos no seremos nosotros, será otro. Yo, otro, tú, otro…quien nos narre. Ni nosotros mismos sabremos si en esa necesidad de escribir estamos ejecutando los deseos de otro mismo que somos nosotros.

sábado, 22 de noviembre de 2008

FRANCO Y LOS JÓVENES.

Los juegos con el pasado son peligrosos, máxime cuando se utiliza una época desastrosa y cruel como acicate para desvirtuar la presencia de la democracia y la tolerancia. Esta semana han retransmitido en televisión una película sobre los últimos días de Franco en que lo único que importaba era la salud patética de un dictador que terminaba sus días en la miseria física. La película, que cinematográficamente no posee virtud alguna, es un delirio insostenible de los últimos días de Franco ya medio moribundo entre llantos y dolores de toda ralea.
Mis alumnos, en el instituto, estaban avisados de antemano porque suelo hacer muchas referencias a nuestro siglo pasado, ya que el desconocimiento de lo que ocurrió en este país durante tanto tiempo es absoluto por estos jóvenes que se suponen el futuro de la patria. Hasta hace unos meses no sabían quién era Franco, no conocían nada de la guerra civil que se libró entre 1936 y 1939, desconocían que la dictadura diezmaba la libertad de expresión, pero tampoco sabían nada acerca del POUM y de la muerte de Andreu Nin; por supuesto, ni hablar de Paracuellos. En definitiva, no tenían ninguna noción de los males que nos azotaron en tiempos pasados, de la inquina con que se ensañaban los hombres por unos ideales ficticios que sólo eran coartada y pasto de las llamas, traiciones y juramentos en falso.
Estos jóvenes vieron la película con entusiasmo, movidos por mis palabras de aliento, pero acabo de arrepentirme porque han obtenido una imagen borrosa y desvirtuada, la pintura de un abuelo que siente venir la muerte, el ahogo de la finitud. Un abuelo preocupado por las cuestiones papales y por las nimiedades del fútbol. Pero nada se detalló de los fusilamientos que se firmaba en 1975, meses antes de su muerte; de las condenas que siguió firmando a pesar de sus enfermedades, de las posturas xenófobas contra los marroquíes, contra los homosexuales, contra los comunistas, contra viento y marea, contra todo lo que no llevara el marchamo de una España imperial que, gracias a nuestra naturaleza finita, se terminó un veinte de noviembre de 1975.
Por eso escribo ahora y les leo esto a mis alumnos con la carga ética de sentirme responsable de la transmisión de un pedazo de historia que, al morderla, transmite los hongos y las bacterias de la putrefacción. Si esta es la capacidad de análisis de nuestros medios de comunicación y las formas que poseemos para adecentar nuestra interpretación de los hechos, es evidente que todavía marchamos a ritmo de españas invertidas, vertebradas y químicamente pútridas. Porque la noción de Historia en este caso funciona como un elemento químico usado cuando venga en gana al historiador.

martes, 18 de noviembre de 2008

REGARDS Y GREGUERÍAS.

Últimamente sólo leo los libros que me hubiera gustado o me gustaría escribir. Más bien debería decir que compro y leo los libros que me ayudan a escribir y que me animan a ello, que me precipitan a la escritura tras leerlos o, mal que bien, me deparan horas felices de notas y reflexiones que se suman a la lectura ya olvidada. Uno de esos libros es el de Pessoa, porque Libro del desasosiego es un manual de filosofía estoica, un magnífico libro de poemas y un virtuoso relato que profundiza en las arterias de un yo que se remeda insustancial entre las letras que son los hombres. Por este motivo, considero que a Pessoa hay que leerlo como si estuviésemos adentrados en un libro de poesía; no puede leerse Hijos de la ira o Desolación de la Quimera de un trago, en una tarde, antes al contrario, hay que administar muy bien la lectura poética para no caer en el empacho. Así que llevaba algún tiempo alejado de Pessoa, hasta que me he vuelto a enredar en ese trance solipsista del desasosiego. “¿Por qué no ha de ser todo algo que ni siquiera podemos concebir, que no concebimos, un misterio de otro mundo? ¿Por qué no hemos de ser nosotros –hombres, dioses y mundo- sueños que alguien sueña, pensamientos que alguien piensa, puestos siempre fuera de lo que existe?”.
Aquí, sentado a mi lado, está Augusto Pérez, roto de la risa, leyendo estas palabras de Pessoa y tocándome las manos, para que no siga escribiendo estas inoportunas notas. Se ríe y yo mismo comienzo a reírme, buscando el humo de la ironía que desprenden, en el fondo, las palabras del lisboeta. Augusto viene con barba blanca, gafas plateadas, tirantes que recogen el pantalón maltrecho y mustio que sufre la inquietud de su amo. Cada vez se parece más a don Miguel y me pregunto si no está conmigo el verdadero Unamuno, aquí sentado, tronchado de la risa y leyendo esto que escribo acerca de un escritor que decía sentirse sueño de otro. "Quiero vivir, vivir...y ser yo, yo, yo...".

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Hoy quiero escribir desde el lomo de un elefante o desde el trapecio de un circo. Pero, mientras tanto, quisiera mantener entre las manos la Biblioteca personal, de Borges, y leer en voz alta las palabras que le dedica a Ramón Gómez de Serna.: “Nadie ignora que Ramón Gómez de la Serna dio conferencias desde el lomo de un elefante o desde el trapecio de un circo”. Me bajo del elefante por dos motivos. El primero se refiere a la obra El Circo, de Gómez de la Serna. Ya dije que me sorprendió esa fuerza circense que hace que los sustantivos cojan un látigo y adiestren a los adjetivos, que los verbos armonicen la sesión haciendo que los adverbios parezcan infinitos. El segundo, paso a relatarlo a continuación.
Sorprendido por esta relación que hace Borges entre Gómez de la Serna y el circo, termino el Prólogo a la obra de Silverio Lanza escrito por Borges con el rostro encendido: “La note suffit (la nota me basta), escribió Jules Renard, cuyos Regards inspiraron acaso a nuestro autor la iridiscente greguería, que Fernández Moreno comparó con una burbuja”.
Renard, Gómez de la Serna, la greguería influida por el micrograma de Renard, por su laconismo y aspiración de sentencia. Y escribo esta greguería para mí: “El lector ama más, como la mujer, a quien más lo ha engañado”.

sábado, 15 de noviembre de 2008

GONZÁLEZ VIAÑA NARRA "LA MAYORÍA INVÁLIDA DE HOMBRE" DE C. VALLEJO.

Siempre he leído Trilce, de César Vallejo, teniendo muy presente su paso por la cárcel. Es más, cabe una lectura en clave que se puede interpretar como si Trilce fuera las pintadas que Vallejo hubiera dejado en los muros de esa prisión y, por lo tanto, en los muros de su vacío existencial, “en los muros de su patria suya”. Todo esto sin perder de vista que la madre y una amada habían muerto meses antes. Fue en el viaje para ver la tumba de la madre en el que se vio envuelto en los acontecimientos que lo conducen a la cárcel.
Siempre he leído Trilce, además, teniendo en cuenta que durante más de dos meses vivió clandestinamente en la casa de Antenor Orrego, en Mansiche y que, después de la cárcel, su vida siguió apegada a la transhumancia y la clandestinidad hasta que murió en París.
Un poco más tarde, al leer su narrativa completa, comprobé que Escalas melografiadas pertenece a este periplo carcelario o estancia en los infiernos. “Cuneiforme” se divide precisamente en "Muro noroeste", "Muro antártico", "Muro este" y "Muro dobleancho", "Alféizar" y "Muro occidental", una disposición que coincide con el espacio de la cárcel. Tampoco es casualidad que Coro de vientos comience con un cuento titulado “Más allá de la vida y de la muerte”.
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Pensaba todo esto en la presentación de Vallejo en los infiernos (Alfaqueque ediciones, 2008), de Eduardo González Viaña, mientras el profesor José Manuel Camacho y el autor de la obra disertaban, con encendida verbalidad, sobre las virtudes de la obra y sobre el caso singular de este excelso poeta. No en vano, la obra de González Viaña toma la vida de Vallejo como el espacio por el que discurre el discurso narrativo; un paseo por las galerías internas de la vida de Vallejo, un ajuste de cuentas que efectúa un peruano para con la figura de su paisano C. Vallejo.
Gonzáez Viaña se centró en el caso que le ocurrió a Vallejo con un crítico que venía a ser el vate incontestable de la literatura peruana, Clemente Palma. Vallejo le había enviado un poema, “Amada”, y el crítico vino a decirle que se dedicara a otra tarea distinta a la poesía, que aquello no tenía virtud ninguna.
Entonces comencé a recordar el caso del crítico chileno Hernán Díaz Arrieta, que aparece en Nocturno de Chile, de Roberto Bolaño, una figura enquistada en el poder que dirigía las letras a su antojo. También quiso acompañar a mi memoria el caso actual de Fernández Retamar en Cuba, dueño absoluto de las tribulaciones poéticas de la isla; la trifulca verbal que mantuvieron Ángel Rama y Vargas Llosa y, por abandonar las letras hispanoamericanas, las recientes incursiones de críticos literarios en episodios de novelas como las de Javier Marías, en las que el profesor Rico aparece fantasmagóricamente para sentenciar con alguna boutade debidamente erudita. Relaciones, todas ellas, con distinta suerte, pero que comparten la presencia de un crítico que fustiga verbalmente la creación literaria de los escritores.
Incluso recordé, con cierto humor, el espisodio que narra Andrés Trapiello en La manía en el que mantiene una discusión con un escritor en Barcelona que roza la persecución y la esquizofrenia.

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Todo ello me condujo a la estantería para rescatar una obra que acabo de comprar, Contra Sainte-Beuve. Recuerdos de una mañana, de Marcel Proust. Toda una novela dedicada a desdecir las teorías de un crítico y a poner por escrito, en forma de poética, lo que significa la literatura para el autor del tiempo recobrado.
Por último, no puedo dejar de señalar el caso de Borges. En “Segunda mano”, que pertence a El factor Borges, Alan Pauls rinde cuenta de las palabras que le dedicó Ramón Doll a J.L. Borges. Doll le críticó su postura de "parásito de la literatura", esto es, de escritor que se vale de las letras de otros escritores para construir la suya. Borges vio una virtud en esas manifestaciones y escribió “Los traductores de las 1001 noches” para salir en defensa del parasitismo literario.
Una defensa de la libertad es lo que hace González Viaña en Vallejo en los infiernos, el trazo de las trílcicas desgracias de un poeta, el encargo de narrar los círculos que atraparon una vida y la dejaron en el olvido al calor de los heraldos negros, mas nunca estuvo más viva la poesía que en los versos de César Vallejo, en el cáliz apartado de la razón. Una novela que narra, con el verso, "la mayoría inválida de hombre" de un poeta maltratado por la vida que escibía versos humanos, demasiado humanos.

jueves, 13 de noviembre de 2008

UNA TARDE DE CIRCO EN EL HOTEL DE GÓMEZ DE LA SERNA.

Llegué a casa feliz por las dos presas que llevaba en las manos. Sendos libros pertenecen a la singular y virtuosa pluma de Ramón Gómez de la Serna, pero hasta que no las leí no supe de la extrañeza y de la genialidad que se cobijaba entre el oxido de estas viejas ediciones que ahora miro con una sonrisa.
Escribir sobre El Circo, de Gómez de la Serna, es como escribir cruzando la cuerda floja, una cuerda destensada, interminable, maltrecha, enjuta y necesariamente curvilínea. Las ilustraciones que acompañan el libro son del propio don Ramón y de Apa. Es una edición de 1943 y publicada en El monigote de papel.
¿Qué tipo de libro tengo entre las manos? En el apéndice escribe el autor de las greguerías: “Muchas veces han llamado a mi prosa funambulesca y me han aludido con los venerables títulos que representan las más altas categorías en el circo. Por eso, nada me ha parecido mejor que hacer bueno lo que me decían”.
La otra obra se titula El gran hotel. Es otra edición, de 1942 y publicada, igualmente, en El monigote de papel. Según Nora, es un folletín aliñado con la prosa magistral y desconcertante de Gómez de la Serna, pero “un folletín inconsistente”. Una galería de personajes sin par tamizada al calor de una prosa que fermenta en el ingenio y en la hechura de la ironía. Manuel Quevedo, gracias al azar, tiene la oportunidad de hospedarse en un hotel de Ginebra rodeado de todo tipo de lujos. Al final, cuando se queda sin dinero se vuelve a Madrid. Es la trayectoria del hastío de un personaje carnavalesco y bravucón que encuentra en este desengaño erótico un argumento idóneo para reordenar su vida.
Ambas obras me han dicho más de literatura que muchos libros que llevo leídos y que presumiblemente hablan de literatura. Los encontré arrumbados, debajo de una colección dirigida por Borges en Siruela hace ya algunas décadas.

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Siempre he defendido que un lector es alguien que va a las librerías, hojea el libro que tenía pensado comprar, lee el primer párrafo, termina la primera página. Continúa enredado en otros volúmenes que han llegado a él, no se sabe cómo, una referencia, por caso, y que terminan en las baldas de su biblioteca. Un lector es aquel que va a una librería con una brújula y termina perdido pero regocijante; en la pérdida del rumbo anidaba el hallazgo. Este lector reconoce el rostro irreconocible de la literatura, ha aprendido que las previsiones en las letras son falsas indicaciones, la voz de los libros un reclamo inexcusable.

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El silencio de una habitación de hotel es parecido a un abismo, a un lugar de tránsito de fantasmas. Porque en un hotel se hospedan los fantasmas que vuelven al lugar de sus apariciones. Esas apariciones somos nosotros leyendo. El tiempo, el óxido que se trasluce en los libros antiguos.

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La literatura es un cálculo escondido en las profundidades del ingenio.

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La línea de sombra de Conrad es una cuerda floja que une varios límites. Primero, el de lector. La categoría de máxima aspiración para su libro. La segunda, la de adulto. El adulto que inocula la prosa de Conrad queda poseído por el hechizo de la literatura. Todo lo demás es juego de hotel, tarde de circo sin Ramón.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

OFICIO EN LA NIEVE.

Algunos dicen que no se debe escribir poesía antigua, de otros tiempos, decimonónica. Me pregunto, ¿cuándo se volvió antigua la poesía? ¿Qué entienden por poesía antigua? Un solo verso de Rilke levanta estas palabras de su insolencia. Por no hablar de Horacio, Leopardi, Quevedo… ¿No será que no han visto lo moderno de estos y otros antiguos?

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Enquistado en un adjetivo que usa Hemingway en un cuento, me pregunté si aquellas líneas las había escrito en la Plaza de Contrescarpe, donde me encuentro ahora pensando que un señor de barba blanca y cuerpo envirotado entra en la mesa de este bar parisino, saca su moleskine y anota las quinientas palabras que decía escribir cada mañana.
Contemplando la geometría de la tarde cayendo sobre la piedra, comprendí que una palabra es una errata en el blanco del mundo, un desdecir la realidad. París es lítica, ya se sabe, y la piedra es el resguardo de la memoria. Un adjetivo que me detiene en la ya lenta relectura de Hemingway. Las nieves del Kilimanjaro, el cuento. Abandono el adjetivo y me doy cuenta de que la palabra está ubicada en un párrafo perfecto, de inmejorable factura. Hay una lección del uso del punto y coma, además. Con un párrafo como ese me sentiría satisfecho. Entonces escribo: Escribir es alcanzar el silabeo de la nada.

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Sólo me siento el mismo cuando soy un desconocido. Vivir en otras ciudades, pasear por lo que nunca fue rutina, entender el horror dulcificado de no ser nadie y de que mi voluntad termina en mi voluntad. “Toda vida, como sus páginas, se repite muchas veces, en sus propias pasiones, en sus propios gestos y en sus propias aprehensiones. Su autobiografía tiene la coherencia de la fragmentariedad”, dice Magris de un personaje que visita el Café San Marcos todas las tardes, en Trieste. Y yo me imagino esa coherencia de la fragmentariedad y me convierto en el personaje de Magris y le obligo que escriba unas páginas para mi vida, para dejar por escrito que fui un buscador de cafés inencontrables en que nadie impone nada, ni una ideología, ni una estrategia, ni una sola palabra hacia el otro. Todos entienden en el café que la autobiografía es fragmentaria y que las vidas que allí se reúnen vienen a trazar una suerte de anonimato familiar, de intrínseco sentido de democracia.
Uno puede mondar el yo y dejarlo meditabundo y observando cómo nos alejamos de él. En sus lágrimas nos reconoceremos.

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Antes de terminar de escribir esta entrada, hojeo unas páginas del Oficio de vivir, de Cesare Pavese. El 9 de octubre de 1935 escribe: “Aunque sintamos un pálpito de alegría al encontrar un adjetivo acoplado con acierto a un sustantivo, no es asombro ante la elegancia de la cosa, ante la prontitud del ingenio, ante la habilidad técnica del poeta lo que nos conmueve, sino maravilla ante la nueva realidad puesta de manifiesto.” Y entonces me levanto de esta silla en la Contrescarpe, maravillado por encontrar en la literatura las razones de la vida; y de entender que la nieve y la literatura comparten el blanco del universo y las borrables palabras como huellas. De nuevo abro las páginas de Hemingway y me encuentro con una fiesta que no se acaba nunca y que sin embargo sólo se traduce en evidencia cuando uno se entrega al oficio de vivir la literatura.

domingo, 9 de noviembre de 2008

NOCTURNO A DOS VOCES.

“No me parece el sueño el mejor paradigma para que un personaje de novela revise las barbaridades que ha realizado en su vida; menos cuando se trata de un cura, de un cura chileno, y aun menos cuando hay una dictadura en una vida” -me desgarró el chileno, autor de la obra, apoyado sobre sus codos, como Sebastián Urrutia Lacroix, el cura protagonista de su Nocturno de Chile-, “pero no tuve más remedio que hacerlo llorar con las palabras bajo un estado febril y de insomnio y con los efectos de la muerte agarrándolo de los cojones”.
No supe transmitirle con mi rostro la emoción que sentía esa tarde, antes al contrario, quise seguir con mis inoportunas pesquisas. Fue entonces cuando me espetó, “No me vengas con huevadas”.
Había leído la obra con deleite. La historia del cura pinochetista que siente la pulsión de delatarse a sí mismo en una noche de fiebre a través de su conciencia. Los episodios que se engarzan unos tras otros, unos tras otros, sin más dilaciones ni capítulos ni secuencias introductorias, me parecieron virtuosos. El monólogo que conforma la reflexión de Sebastián y el juego de voces, en un acercamiento al teatro, no eran recursos nuevos, pero sí suficientes para que su ingenio trabajase rozando la perfección. Por descontado que Nocturno de Chile era un ajuste de cuentas que el propio Bolaño tenía con la dictadura de Pinochet, con toda la tormenta de mierda que despliega un estado poseído por el árbol de Judas y por las raíces pútridas de una tormenta de mierda que se dispara por unas calles solitarias, repletas de ausencias, colmadas de miedo. Y yo pensaba todo eso con Roberto delante de mí, sentado en aquella plaza donde las voces de los niños se entrecruzaban unas con otras, unas con otras, y en donde las nubes conocieron un gris ensordecedor, como quedaban las calles de Chile con el toque de queda.
“Acabas de releer a García Márquez, El otoño del Patriarca. El lector nota que la temática es muy parecida, que el acercamiento a la dictadura es similar. El mismo final de la novela contiene ecos de El Coronel… tormenta de mierda –quise entrar por esa fisura. Fíjate, Roberto, cuando estuve leyendo Nocturno de Chile, se me vino a la memoria un poema de Novalis, de sus Himnos a la noche: “Se funden los recuerdos en las aguas/oscuras, refrescantes de las sombras; la poesía cantó nuestra tristeza, mas el misterio de la eterna noche/seguía todavía inescrutando/ el grave signo de un poder lejano”. Eso me parece que hace Sebastián, un escrutinio del poder, de ese mal lejano".
Sólo al final entendí aquel silencio prolongado, no atendía a mis ilusas manías de lector, a mis requerimientos, a mis imprecaciones sobre su novela. Sólo al final entendí aquel silencio, aquella carcajada perpetua en su boca.
Tabucchi publicó una novela, después de la tuya, que se titula Se está haciendo cada vez más tarde, y que se asemeja en el uso de la finitud como remedio de la culpa. El hombre siente una culpa infinita sobre sus hombros finitos, viene a decirnos Tabucchi, y creo que, en el fondo, tu usas ese elemento de orden católico y religioso para hacérselo sobrellevar al personaje cual Sísifo”, dije.
El chileno me miraba sonriente, todavía apoyado sobre sus codos, sosteniendo en sus manos un cigarro. Callaba y fumaba bajo el signo de otros tiempos, compartía el estado febril del personaje, como si conociese de primera mano la luz que nos legará, antes o después, con la fuerza del infinito.
“El cura debió leer en algún momento algún pasaje de la obra de Quevedo, citar algún pasaje de sus Sueños. Aparece Neruda junto a un crítico, Farewell, que hacía las veces de vate y censor de las letras chilenas, un crítico afín al golpe de Pinochet, un crítico que, sin embargo, va al entierro del poeta comunista en una escena muy bien construida y memorable”, pensé meditabundo. ¿Por qué no escribiste el título de la obra de Quevedo, Sueños y discursos de verdades descubridoras de abusos, vicios, y engaños, en todos los vicios y estados del mundo?, pensé de nuevo en silencio.
Soltó una carcajada tremenda al verme tan exaltado y volvió al cigarro, al amparo de una calada intensa y tardía, que lo mantuvo mirándome de nuevo como se mira en el juicio final de una vida. Sus ojos contenían una música, acaso los Nocturnos de Chopin.
“Muy bueno, Quevedo, qué bueno, esas páginas, claro…”, dijo Roberto con unos ademanes disfrazados que lo ayudaron en la explicación. Para entonces decidí afiliarme al silencio, entendí que la lectura es colocar sílabas a la muerte, darle palabras a la memoria.
De repente comenzó a recitar de memoria los versos de Infinito, el poema de Leopardi, “Siempre cara…”, recitaba Roberto. Era el poema que había hecho recitar a su personaje junto a Pinochet, en las imaginarias y terribles clases que el cura impartió de marxismo a Pinochet, al alumno más aplicado en el conocimiento del materialismo histórico, del libro de Marta Harnecker, “me fue esta yerma loma…”, -seguía con su acento chileno-, a partir de ese momento, recordé las escenas en la casa de Marta Canales,“y esta maleza la que tanta parte…”, -seguía y seguía-, la pseudo escritora que cobijaba en el sotáno de su casa un cuarto de torturas que dirigía su marido, un espía norteamericano, “del último horizonte ver impide”, -sus palabras eran un rosario, un rosario impenitente sus palabras. Recordé los impulsos sexuales y homofóbicos del crítico literario con el cura, “Sentado aquí contempló…”,-sus palabras eran ya salvíficas-; la geometría del toque de queda, esto es, el desierto implantado en Chile por una dictadura y también de la potencia literaria de ese pasaje en que los personajes deambulan por la Colina de los héroes y que estoy seguro que es fruto de la criatura cervantina en la Cueva de Montesinos, “interminables espacios detrás de ella,…”, -una oración, Roberto, una oración parecía aquello-.
Recordé todo eso cuando Roberto ya se había levantado y con ello me había dejado sólo en aquella esquina triste y desalmada de París, con las mismas preguntas y con un gris distinto, confundido con la noche, al tiempo en que los sueños son de otra materia, “y sobrehumanos silencios, y una calma profundísima mi pensamiento finge…”, -sigue rebotando en la esquina, una calma, Roberto, un silencio sobrehumano, ya lo entendí-. Esa era la respuesta, "Ahora me muero, pero tengo muchas cosas que decir todavía", el mismo inicio de la novela.

martes, 4 de noviembre de 2008

A NOVEL IS A WRITER´S SECRET LIFE, ...

La cita viene de antiguo y la sitúo en un triángulo secreto que linda con los sueños. Justo Navarro, Sergio Pitol y Enrique Vila-Matas, “A novel is a writer´s secret life, the dark twin of a man”, afirmó W. Faulkner. Pero la realidad es creada por la ficción y en esa posesión demiúrgica de los escritores surge una especie de contorno inaccesible, de áurea meditabunda por la que pasean solitarios e inadvertidos los secretos. Difuminado, sin trazos sólidos, se muestra ese lugar de apariciones en que se convierte la lectura. Borges lo dejó claro cuando escribió: “Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años. Puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”.
*El texto en francés pertenece a Vila-Matas.

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El escritor es un microcosmo que sueña con convertirse en una galaxia. Su vida, un desfile constante de destellos; sus libros, los restos calcinados de esos sueños.

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La lectura, con Arreola, es el lugar de las apariciones de los fantasmas que habitan en los lectores. El recuerdo es el diálogo con esos fantasmas. La novela, entonces, es un espacio para los vivos y para los muertos, una mónada sobre blanco que adquirió las propiedades del negro.

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Hoy compruebo, sentado en un café, con las páginas humecidas por el ambiente acuático y grisáceo en esta plaza de París, en Saint-Sulpice, que José Donoso reparó en la cita de Faulkner y la utilizó como umbral de la novela que leo, Donde van a morir los elefantes. El protagonista es un crítico literario, Zuleta, que, a su vez, es testigo de los desmanes que ocurren en los ámbitos académicos. Con todo, el personaje reflexiona sobre la crítica y la creación literaria.
No puedo estar de acuerdo con las palabras que inician las divagaciones del crítico y que, de la misma manera, abren la novela: “El que escribe una novela lo hace, generalmente, no porque estime que su propia vida sea novelesca, sino todo lo contrario: por un anhelo vergonzante de participar en hechos que, se figura, tuvieron esa condición”.
Evidentemente, ninguna vida es literaria si no se comienza a vivir literariamente. A partir de ahí, de ese momento en que uno decide vivir literariamente, la vida se transforma en un texto indescifrable, un texto que es un caudal demasiado inmenso para narrarlo. Se conforma el escritor con insinuar que alguna vez quiso ser literatura, como Gould quiso ser el piano, no el intérprete de la partitura ni el mediador entre una cosa y la otra, sino el piano mismo. Ser literatura, por tanto, es la aspiración de los escritores y de los que viven literariamente.

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La literatura no existe más que en el oído sordo de la virtud verbal.

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Vivir la literatura supone un suicidio del que nos enteramos tarde. La sangre, los libros que escribimos.

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Una obra literaria viene a ser el cobijo de los que vencieron a la vida.

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Leer, escribir, sístole y diástole de un mismo fenómeno coronario.

sábado, 1 de noviembre de 2008

PASEO DE ALAMEDA POR LA LITERATURA DE ESTE TIEMPO.

No debería estar tan preocupado después de comprobar que los poetas jóvenes, lo nuevos poetas, están sumidos en un naufragio que toman como las aguas de la poesía. No debería tampoco malgastar mis lecturas en buscar una explicación que me saque del estupor que me posee, ni convertirme en un vate que enjuicie la vida de cada cual y los versos ajenos, porque nadie soy para tal tarea, "menos que nadie", como decía el filósofo. Más bien trato de no perder el rumbo, de mantenerme fijo en unas coordenadas que no marcan ritos ni jerarquías sino que solamente señalan e indican los caminos de la creación. Los poetas son esos mojones a lo largo de la escritura que marcan la ruta, el equívoco o la buena dirección. Sólo camino, trayecto, como un espejo en medio de nosotros mismos.
Ninguno de los escritores (jóvenes) –y ahora me extiendo a la narrativa- que ha asistido al X Congreso de la Fundación Caballero Bonald ha sido capaz de establecer una poética (entendida como una hoja de ruta) desde la que parten a la hora de la creación. Ni siquiera han señalado autores u obras que alberguen las cualidades que ellos aspiran a alcanzar. Nada, ni una frase brillante ni un libro destacado ni un autor como maestro. Siempre he pensado que el escritor es un lector con privilegios: el de leer una obra como no la lee nadie, el de encontrar en una obra lo que no encuentra nadie y además rehacerlo todo escribiendo algo nuevo.

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Intuyo que el teatro ha quedado, definitivamente, engullido por las series de televisión y por el cine. Ninguno de los ponentes, incluidos críticos y especialistas, poetas y narradores, ha hablado acerca del teatro. Será que el género dramático ha sido relegado a la representación de las obras capitales del Barroco y de un puñado de obras del XIX y del vanguardismo del XX. A lo sumo, algún festival juvenil de obras clásicas.
Vista la desaparición del teatro, me pregunto si la narrativa, la que se practica mayoritariamente, no caerá en las redes de los medios audiovisuales. En más de una ocasión, mi compañero Iván y el que escribe, hemos manifestado que las historias ya se cuentan muy bien en las series de televisión y en el cine. ¿A qué viene un escritor a contarme en trescientas páginas lo que puedo ver en dos horas? Claro, luego existe un componente que los diferencia. Se llama literatura.
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Para no ofuscarme y para terminar con el paladar repleto de transparencia, me paseo por la Alameda verde de Juan Ramón Jiménez –prodigiosa, esencial, -: “Nunca he vivido el presente; mi vida es toda de recuerdos y esperanzas”. Claramente optimista, la esperanza sustituye al futuro. Pero el futuro de la literatura, en manos de estos literatos inflados y bendecidos por los que dirigen las editoriales y los medios de comunicación, no tiene asidero actual. Así que en las palabras de J.R.Jiménez está la clave: la poesía es un recuerdo estancado en las aguas del futuro. Un presente que hilvana las esencias, un hilo que recorre los cronos y los sobrepasa.

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En un recital poético asiste uno a un espectáculo insólito. Primero aparece la figura deleznable de un presentador que hace las veces de egregio amigo; luego los poetas leen muchos versos y con torpeza diletante. En cualquier caso es cierto que la poesía no se escribe para ser leída, ¿o sí?, y que cualquier poema mal leído, sobre el papel, puede tener todas las virtudes de un pájaro solitario. Sin embargo, ¿No estamos en que la poesía es un chupito y la narrativa una jarra de cerveza? ¿No quedamos en que la poesía se sirve a cuentagotas y la narrativa a borbollones?

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Recurro de nuevo al paseo de eucalipto y menta que es la palabra de J. R. Jiménez: “En poesía la palabra debe ser tan justa que se olvide el lector de ella y solo quede la idea; algo así como un río que no hiciera pensar en que lleva agua, sino en que es corriente…”.