viernes, 26 de febrero de 2010

Madrid.

Mañana, por la tarde, estaré en Madrid. Iré en tren, ya que es la forma de viaje que más nos agrada. Llevaré algo de prensa y algún libro de poemas para que el poco tiempo de viaje sea, si cabe, más ameno. Aunque es cierto que al final casi nunca leo en el tren, sólo cuando vengo de vuelta, porque en la ida voy cargado de ilusiones, de proyectos, de paseos imaginarios.
Nos volveremos a quedar en el sitito al que vamos desde hace ocho años. De la misma manera, merodearemos por las mismas calles, por las plazas. Nos sentaremos en los mismos cafés. Y hablaremos de los mismos temas.
El viaje posee la virtud de la repetición en lugares que frecuentamos poco, pero también la del extrañamiento, porque aunque realicemos todas esas manías de viajeros, son otros los que están ejecutando esas acciones: los que nos renuevan.
Una vez, junto al profesor J.M.C.D., me encontré con Carlos García Gual. Fue en el Paseo del Prado. No lo conocíamos personalmente, pero lo detuvimos al calor de unos saludos entusiastas. El profesor nos mostró toda la amabilidad posible, e incluso tuvo tiempo para charlar un rato de esto y aquello. Otro día, pude hablar con Caballero Bonald, aquí, en Jerez, y tuve la ocasión de mostrar los elogios que su prosa y gran parte de su poesía me provocan, amén del consabido cariño que ambos le tenemos a Sanlúcar. Igualmente, la última vez que estuve en el Rastro, en Madrid, costumbre perpetua, pero inexcusable, me llevé toda la mañana pensando que, en cualquier momento me podía encontrar con Andrés Trapiello. Acaba a de leer La manía y sus frecuentes paseos por allí, a primera hora de la mañana, parecían formar parte de mis propias vivencias. Jamás lo vi, ni allí ni en la Cuesta de Moyano, donde estuve sentado algunas horas viendo el perfil del Retiro junto a M.C.
En París, no dejé de buscar a Vila-Matas en Saint-Sulpice, no dejé de buscarlo. Tampoco lo encontré más allá de las páginas de su Dietario voluble ni en Barcelona, cuando paseamos por su barrio una y otra vez. Como tampoco he visto salir jamás a Javier Marías de aquel portal desde el que parece que va a irrumpir su figura. Ni a Sergio Pitol en Roma, ni a Tabucchi en Lisboa ni en Siena, ni a Antonio Colinas en Venecia ni en Salamanca, ni a José Hierro en Santander, en aquellos veranos de poesía y cantábrico. En todas esas ciudades, y en muchas otras, he tenido siempre el presentimiento de que comparto el suelo de un escritor, el paisaje, los ritmos callejeros, el color de la tarde y de las palabras en el bullicio.
Así que, mañana, iré paseando por la calle Huertas y por el Barrio de las Letras, donde nos hospedamos, creyendo que Baroja mostrará su boina en una esquina o que saldrá a nuestro encuentro con un vaso de leche; o que Valle-Inclán, en aquel callejón donde tomamos chocolate, dejará su manca melena y su verbo enrabietado o que, a fin de cuentas, Cervantes insultará desde el balcón de su casa al bueno de Lope, putero y sacro, como el Madrid que nos fascina.

jueves, 25 de febrero de 2010

Mueble antiguo.

Lo que ofrece un diario es el concepto de ajenidad, es decir, ofrece una corriente alterna a la vida de uno en público. Hoy, por ejemplo, estoy exultante y pendenciero, completamente cómico, a pesar de la insistencia del gris acuoso. Sin embargo, el diario se encarga de estacionar las alegrías momentáneas en su equilibrio.
Algo parecido sucede con el libro de poemas que acaban de publicarme, El huerto deseado. Ayer me lo entregó J.S.M con todo el afecto y la atención posibles, (inimaginables para mí). Los recogí, husmeé por sus páginas, olí la tierra húmeda del huerto, incluso mordisqueé por algunos de sus frutos y me deleité con la exquisita edición: el papel, la letra, todo. Al poco de esta exaltación y después de quedarme aturdido, comprendí que estaba leyendo el libro de otro. Para entonces, estaba escribiendo en el diario.
Me dieron el libro de otro en mis manos, el libro que debo leer como si hubiera sido yo el que lo ha escrito; el de ahora, el que confiesa sus tribulaciones vitales y literarias a cada momento, el que estaba siendo hipnotizado por la prosa de Bernhard, el que había comprado unos libros de Hölderlin, de Coleridge o de Popper, el mismo que nunca tuvo conciencia de estar escribiendo un libro de poemas. Ese sujeto onírico, que sólo es una fantasmagoría, un holograma del que poco puedo explicar. Y del que poco puedo vivir.

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Desde hace unos días leo a Eugenio Montale.
Poseo una fotografía en una calle de Milán dedicada al poeta. La realizó M.C. en una tarde muy calurosa de agosto, cuando volvíamos de dar un paseo por la fortaleza antigua. En ella aparezco ennegrecido por el sol y con el brillo que ofrece la piel en una tarde de agosto. Además, con una pátina muy evidente de ignorancia, pues no había leído con solvencia al poeta italiano, al gran poeta que es Montale y ese desconocimiento lo percibo en mi rostro, en la mirada.
Todavía recuerdo ese paseo y la calle y las obras que estaban realizándose en ellas. De la misma forma que, un poco más adelante, nos tropezamos con la calle en honor a Leopardi.
Es ahora, meses después, cuando establezco las conexiones entre estos dos poetas admirados más allá de esa coincidencia callejera. Ahora cuando leo, en una tarde invierno cerrada por la lluvia, con la luz de estos poetas.
He vuelto a mirar la fotografía. Mi rostro es otro porque otros son los ojos que la contemplan.

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Hoy ha llegado a casa un escritorio del siglo XIX. Lo compramos por el colorido, por la madera, por sus hechuras antiguas. Es un escritorio portugués, de la época colonial. Y ya me he visto emborronando papeles y notas, leyendo sobre su madera de teca y abriendo los cajones con los tiradores originales. ¿Influirá un escritorio en la escritura o en la lectura? Después de comprobar in situ el de Lezama Lima y de leer Paradiso, no lo tengo tan claro. De cualquier forma, si la escritura llega a contener el tiempo como lo hace el escritorio, es decir, mostrando su paso, pero manteniéndose entero, será mucho lo logrado. A lo mejor, ahí está la enseñanza de estos escritorios y estos muebles antiguos. La permanencia de una identidad a pesar del deterioro y de las mejoras posibles.

martes, 23 de febrero de 2010

Al preguntarle por Primo Levi, me sonrió, ah, sí, lo he leído, pero hace tanto…es normal que lo leas con fervor, tú que todavía eres joven, tú que estás descubriendo a los autores. Este tipo de respuestas me fastidian muchísimo. Parece que todo el mundo ha leído los libros más importantes. Que todos han leído a todos. Es una falacia, pura mentira. Más bien me parece que, como dice Bayard, hablan de los libros que no han leído. O, peor, que han leído con otras cualidades. Y a este respecto, quiero escribir lo siguiente: siempre he pensado que el número de obras que uno lee no es lo más determinante, sino que la virtud del lector consiste en leer, en cada ocasión, con más habilidad, más finura, más criterio. Por eso detesto a los que me dicen, sí, lo leí hace ya un montón de años, cuando tenía tu edad. Y claro, si hablamos de un escritor de medio pelo, es loable que nunca haya vuelto sobre sus páginas, pero cómo se puede ser profesor de literatura sin haber leído a Proust.
La experiencia del lector no es cuantitativa, es cualitativa. Por eso, cada vez leo menos y repaso más, ateindo a los antiguos y me separo de los modernos, porque siempre me veo como un lector sin cualidades, como un escritor que apenas balbucea las primeras vocales. Aunque en esto de la lectura hay una enfermedad, la bibliofilia, una acumulación que es el símbolo del entusiasmo por el objeto. Y eso sí es cuestión de cantidades y espacio.

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Unas veces prefiero participar del colectivo absurdo a pesar de la conciencia. Otras, retirarme en solitario y discurrir con la vida, a su ritmo y concierto. En otras desaparezco, incluso de mí mismo. Como ocurre en el poema de Cernuda, me convierto en una carta extraviada de su baraja. Así, en esa aritmética de la objetividad, contemplo el estado de la ficción.

lunes, 22 de febrero de 2010

Primo Levi. Hölderlin.

A veces la literatura se agazapa en una anécdota familiar o en una historia que siempre ha formado parte de tu memoria. Incluso hay libros que despiertan en el lector los vagos recuerdos que habitan en uno, aun sin saberlo; o levantan simples mecanismos del azar que se activan a pesar de nosotros, de las piezas inservibles del tiempo.
Hoy, por ejemplo, un alumno me ha preguntado, con la intención de confirmarlo, dónde vivía en Sanlúcar. ¿Vivías en la calle Condesa de Lebrija? Ante esa exactitud, ante esa ecuación perfecta de mi pasado, me quedé sorprendido. Al momento, el alumno, a sabiendas de su triunfo, me citó tres o cuatro detalles acerca de un joven de Lebrija que veraneaba durante dos o tres semanas en Sanlúcar. Efectivamente, Javier era un chico rubio, con una anatomía privilegiada, siempre con la camiseta quitada y con un bañador rojo. Nos llamaba la atención el comportamiento natural que mostraba cuando llegaba, a mediados de julio, ante aquel grupo de amigos consolidados. Él nunca se amedrentaba, jamás dirigió una mala palabra ni un gesto que fuera desaprobado por la pequeña comunidad de jovenzuelos. Jugaba al fútbol con gallardía, sí, claro, Javi, cómo no. Aunque de eso hace, al menos, quince años, dije.
Cuando terminé de exponer los retales de mis recuerdos al joven, éste, sonriente y plácido, me dijo, el mundo es un pañuelo. Javier es mi hermano. Ayer vio mi cuaderno y, al ver el nombre de mi profesor, se quedó sorprendido.
Cuando Alejandro se marchó, comenzaron a brotar esos reductos de la memoria que son tan difíciles de rescatar y de poner en pie, de hacer que nos devuelvan, por unos minutos, aquel rojo tostado, aquellos años de la infancia golpeando la pelota con los pies descalzos, con el iluso acontecer de la vida.

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Hoy he comprado dos nuevos libros. No sé cómo terminará esta enfermedad. Esta bibliofilia que no cesa, que se para a pesar de saberse incapaz de abarcarlo todo, de atender a las indicaciones de Bouvard y Pécuchet ante el conocimiento. Antes al contrario, aumenta a medida que la biblioteca va tomando el cuerpo de un bisonte acartonado, de un cocodrilo cuarteado por los estantes y los lomos y las páginas amarillas. He comprado dos nuevos libros, pero cuando los he puesto junto a los que ni siquiera había abierto de la semana pasada, me he visto enfermo trágico, celulosa disecada, animal moribundo.
Uno de ellos es Las elegías, de Hölderlin, en la traducción de Juan Andrés García Román (DVD). El otro, El sistema periódico, de Primo Levi.
Esta novela de Levi la he comprado por el planteamiento, por la estructura, ya que se articula en torno a veintiún capítulos que, a su vez, toman el nombre de los elementos de la tabla periódica: Argón, Hidrógeno, Zinc, Hierro,… Espigando por aquí y por allí en el libro, he visto la imbricación entre vida y ficción que desarrollan las páginas del autor de Trilogía de Auschwitz. Aquí me quedo, leyendo la reflexión que escribe Primo levi cuando se encuentra, después de unas déacadas, con uno de los carceleros que lo maltrató en el campo de concentración.

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La claridad, la transparencia, las palabras… ¿cómo hacerlo todo natural y sin delirio?

domingo, 21 de febrero de 2010

Dos relecturas completas.

El diario tiene la virtud de convertirse en un baúl en que uno va dejando tal o cual experiencia, esta o aquella sensación, sea referida o no a la lectura o a la escritura o a cualesquiera de las realidades que nos sobrevienen en la vida. Sirve, asimismo, como un retal, una impostura, si cabe, de un suceso, pero en todo caso como un lugar y un método de conocimiento. Eso es, el diario es un método de conocimiento, una anamnesis continua, una ciénaga, eso sí, con que nos frotamos los ojos al tiempo.
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A veces la lectura no necesita concluir con la totalidad de la obra, eso lo aprendí con Alberto Manguel, pero ha sido hoy cuando he vuelto a experimentarlo en carne viva. Basta con leer una frase, un párrafo y, en muchas ocasiones, un solo verso para dejar que la obra nos invada y nos atraviese. Esta tarde me ha ocurrido dos veces la misma anamnesis.
Por un lado, antes de iniciar la lectura de El aliento, tercer volumen de la autobiografía de Thomas Bernhard, se me ocurrió releer algunas frases subrayadas de El sótano. Cuál fue mi sorpresa, cuando leí que tenía anotado a lápiz lo siguiente: "volver a leer. Magistrales". El adjetivo lo había reservado para las cuarenta y una páginas finales del libro, es decir, para casi la mitad de la obra. A pesar del número, no dudé en volver a leer ese prodigio narrativo que mezcla la música (“Mi amor a la música, que durante toda mi vida ha sido y sigue siendo mi gran amor”), el yo y la humanidad (“La idea ha sido descubrir las intenciones de la existencia”), el absurdo y la existencia (Sólo porque me opongo a mí mismo y, realmente, estoy siempre en contra de mí, soy capaz de ser“), la lectura y la escritura (“Cuando escribo, no leo, cuando leo, no escribo, me resulta igualmente repulsivo”) y un sin fin de temas que van tomando forma literaria como en una apoteósica coda final de una obra sinfónica.

Por otro lado, hay un verso en Cuatro noches romanas, de Guillermo Carnero, que valen una poética: “Quítame la conciencia o dame la eternidad”. Este verso pertenece a la “Noche segunda. Jardín de Villa Aldobrandini”. Lo tengo para mí como el soplo de un amanecer.
La intensidad literaria de este libro es una experiencia que escasea en la actualidad. Los diálogos que mantiene el sujeto poético en este libro trascienden la ocurrencia y las palabras manidas sobre una ciudad llamada eterna. He vuelto a releerlo y he observado que no tenía subrayado ese verso en la primera lectura. Esto me ocurrió antes de enfrentarme de nuevo a las páginas de Bernhard y confieso, en este del diario, que la experiencia de leer a Bernhard después de leer poesía es absolutamente grata y diferente, acaso consigue uno entonar y afinar el oído ante el prodigio poético de Bernahrd, porque así he visto hoy su prosa, con toda la proteica presencia de la poesía.

sábado, 20 de febrero de 2010

No sabemos ni podemos atisbar hasta dónde puede llevarnos el trasiego de la memoria. Creemos que dirigimos los pensamientos con los que vamos a acudir a vivir el día que nos toca, las horas, los minutos, incluida la noción que nos evade del tiempo. No sabemos ni podemos atisbar qué palabra de las que escuchamos modificará para siempre una conducta o cómo un recuerdo vuelve a aparecer con las manías de las palabras lejanas. Ni mucho menos, cómo un diario irá tomando forma, el rictus de un rostro que parece estar detrás de todo esto.
Hoy he tenido muy presente las pocas cosas que recuerdo de mi abuelo Juan. Nunca crucé una palabra con él, quiero decir, no tengo conciencia de haber dialogado con él, ya que, cuando murió, yo tenía tres o cuatro años. El único recuerdo que tengo instalado en la memoria con toda nitidez es una estampa suya comiéndose un plato de lentejas (en un plato verde, con un grosor notable), con la cabeza gacha y con su pelo, totalmente cano y rapón, atenuado ya por la presencia de la muerte. Estaba con una camiseta de tirantas, igualmente blanca, y se llevaba la cuchara a la boca lentamente y con la inseguridad que otorgan los tendones y los músculos avejentados.
Siempre ha sido un personaje enigmático, del que he oído muchas historias y al que me hubiera gustado conocer en profundidad. Un personaje activo socialmente, comprometido con la ideología que el mundo del campo le dictaba. Un hombre rebelde, que llevaba algunos libros a los jornaleros con los que trabajaba para leérselos en voz alta; un asiduo bebedor de manzanilla, que envolvía sus desventuras en la barra de un bar llamado El marino, en el barrio alto. Un clarinetista (como lo soy yo), un músico que compartió la euforia de las bandas municipales de principio de siglo. Aún lo recuerdo en una foto, con su clarinete, junto a dos compañeros llamados Wenceslao y Macario, de 1927, con todo el vigor en su mirada de la juventud ante el espectacular pórtico de la iglesia de Santo Domingo.
Alguna vez mi padre me contó que escondía algunos libros debajo de unas losas y que los tenía por la casa como objetos privilegiados. También me confesó que él y sus hermanos, cuando mi abuelo salía a la calle, buscaban esos libros y los abrían, los olían, husmeaban por sus páginas ¿Qué libros fueron esos, qué autores leía en clandestinidad mi abuelo? Cuando se le rindió homenaje a Marcelino Camacho, nombraron a mi abuelo como uno de los que iniciaron las revueltas en el campo de Sanlúcar y en la zona de Trebujena, Lebrija y Jerez. ¿Cuál sería el carácter de ese hombre que expuso su vida por los otros?
Igualmente trágico me resultan otros dos episodios narrados por señores ya ancianos que lo conocieron. El primero ocurrió en una redada a una asamblea en la que tiraron a mi abuelo por el balcón de un primero a la calle. Milagrosamente no le ocurrió nada, pero los que asistieron al hecho lo dieron por muerto. Lo segundo lo recuerda mi padre. Una tarde llegaron dos guardias civiles a su casa. Lo llamaron en voz alta y se lo llevaron, supuestamente a las cárceles de Cádiz capital. Su ausencia se prolongó durante varios meses. Se rumoreaba que lo habían llevado al Castillo de Santiago, en Sanlúcar, un lugar que sirvió para reclutar a los presos a los que se les daba el paseo por la madrugada. Los meses pasaban, él no volvía y los rumores terminaron por darle por muerto.
Al cabo de un año, un señor con barbas largas, encanadas, vestidos con unos harapos, con la voz atenuada por el frío y el miedo apareció en la casa de mi padre. En cuanto mi abuela le vio los ojos, sólo puedo decir ¡Juan! Los dos se echaron a llorar abrazados. Cuánto hubiera dado por atestiguar ese abrazo.

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Creo que me he acordado de este episodio porque Bernhard no deja de hacerlo en El sótano. Si bien su abuelo se convirtió en un personaje crucial en El origen, ahora es una presencia continua, que no se menciona explícitamente, pero que está influyendo sobre las decisiones del joven Thomas.

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En estos días he leído varios libros de poesía. Leí el libro de Antonio Lucas, Los mundos contrarios, ganador del último Premio Internacional de poesía Ciudad de Melilla y me agradó. Lo he leído con gozo, incluso anotando algunos versos dignos de la memoria. Lo leí porque escuché en la radio un poema en prosa recitado con música de Ella Fitzgerald de fondo y, lo cierto, es que el poema era magnífico. Un libro bien trenzado, pero demasiado entregado a la imaginería y el surrealismo.
Por otro lado, Cuatro noches romanas, de Guillermo Carnero. La paz, la gloria errante de Roma, los versos cincelados, la profundidad de la palabra poética, la cadencia, la mesura, los inolvidables diálogos.

jueves, 18 de febrero de 2010

Como una arritmia, desde ayer por la tarde dudo de la permanencia de este cuaderno, de este diario. No de su continua existencia, sino de su muestra en público.
Entiendo que la duda es la situación natural del escritor, la duda ante la palabra necesaria, la duda ante el fin último (si existe), la duda metódica, podríamos decir, la de la realidad nombrada.
Es cierto que Antonio Machado dijo que pensar el mundo es como hacerlo nuevo. Y es por eso por los que pienso después de dialogar con otros que encierran en sus palabras certeras indicaciones. Y en esa creencia tengo situada la literatura y la escritura, como esa duda que edifica constantemente. Sin embargo, desde ayer por la tarde, las convicciones abandonaron la duda y tuve la claridad necesaria para decidir abandonar este diario en este formato.
No cabe la confusión en este sentido, no puedo mantener por más tiempo el compromiso diario enmascarado en esta moda de Internet que hace del blog un lugar que no me interesa en absoluto.
Porque puede suceder que esto no sea un diario, sino un híbrido ejercicio literario, apenas una meditación hilvanada por un yo incandescente. Porque puede suceder que encuentre en el silencio inmediato del cuaderno que tengo sobre la mesa sus mejores virtudes, los perfiles necesarios que lo hagan merecedor de la lectura de otros. Que encuentre en el silencio de las tardes su verdadera esencia, sin la necesidad de ser leída por nadie, en ningún momento. Es cierto, esta rápida concesión al público no es beneficiosa, antes al contrario, veneno y sombra y adiós.

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La filosofía, a veces, usa las palabras más bellas sin decir ni llegar a la verdad.
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La poesía, a veces, ocupa la verdad y la dice sin utilizar las palabras más bellas.

martes, 16 de febrero de 2010

Gato, lluvia, París.

Esta mañana, parecía el campo el lago Ligustino, todo apresado por el agua, todo él acumulado. El verde que acompaña mi camino todas las mañanas resultó ahogado; el trigo, las siluetas de las insinuantes viñas que atraviesan el paisaje, habitadas por el agua. Mas los pájaros no dejan de volar nunca, nunca dejan los pájaros de volar.
Las nubes arropaban el nacimiento de la luz en la mañana, lo abrigaban con la caricia paterna de una ira nublada, nublada por la gracia del invierno. Aunque poco a poco se fue despojando del grisáceo cariz que la tomaba hasta dejar en claro su ausencia. Y no dejaron de brillar las palabras que la tomaron, y no dejaron de brillar mis ojos taquidérmicos.

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Me encuentro en mi moleskine con tres palabras: gato, lluvia, París. Inevitablemente, me acuerdo de “Gato bajo la lluvia”, de Hemingway, pero también de las palabras de Vila-Matas sobre ese cuento ambientado en París, un día de lluvia, cuyo centro narrativo es un gato.
Me doy cuenta de que esas tres palabras no tienen nada que ver con el cuento de Hemingway y que las palabras suelen ser pérfidas insinuadoras de realidades ajenas. Pérfidas insinuadoras. Insinuadoras.
Las mismas realidades que pasan a la memoria como verídicas y verosímiles. Observo la fecha en la que escribí las palabras. Desde luego no coinciden con la relectura de Hemingway, sus Cuentos completos (Lumen). Son de la época en que estuve en Italia. Eso me previene, aún más, de la realidad que persigo, de esa ajena mención de las palabras a otras cuestiones que ni siquiera podemos averiguar con certeza.
Esta reflexión me conduce, inevitablemente, a otras, a las que relacionan la realidad y la lengua. Creo que es en ese conflicto en el que me encuentro más cómodo, en el que se deposita la mejor posición para atender al pensamiento. En aquellas obras que suponen un cruzamiento entre verdad y ficción, un maridaje entre las palabras que aspiran a una verdad a través de la belleza.
Acabo de terminar unas páginas en las que Thomas Bernhard, en El sótano, nos azotando por la falta de conciencia que el hombre tiene de su libertad: “El hombre no ama la libertad, todo lo demás es mentira, no sabe qué hacer con la libertad”. Al fulgor de estas líneas, creo que caso contrario es el del escritor, ama tanto la escritura porque en ella siente la voluntad de libertad que no conoce en el mundo.

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No me olvido de las insinuaciones. El abuelo de Thomas, de Bernhard, en sus últimos días de vida, cuando preveía que la muerte estaba cercana, cuando presintió que su cuerpo iba a dejar de acompañar el tiempo de su mollera, dos años después de terminada la guerra, de la evaporación de toda esperanza, dormía y convivía con una pistola. Bernhard cuenta lo que presenció de joven: un pulso constante con la muerte. El abuelo, dice, se encerraba durante horas en una habitación en la que tenía sus libros, sus cuadernos. Lo hacía con la pistola. La abuela, por su parte, se mantenía, durante las mismas horas en las que estaba encerrado su marido, dice, esperando el sonido del disparo. El abuelo había amenazado, dice, con suicidarse, lo había hecho a toda la familia, había ido uno por uno anunciando sus intenciones. Las mismas intenciones que tienen estas palabras que nombran lo ajeno, pero que convierten el mundo nombrado en una amenaza.

lunes, 15 de febrero de 2010

levitaron las ansias.

Esta mañana me levanté animado por unas ganas enormes de escribir, ¿dónde han quedado, qué ha sucedido? Unas ganas que, incluso, me desconcentraban del trabajo y me hacían observarlo todo como esa realidad que sucede y transforma en literatura, como un mar renovado, listo para convertirse en materia de este diario; como un mar, quiero decir, que se renueva a pesar de su permanencia aparente, de su lucha que parece. Garabateé algunos versos, anoté ciertas ideas al hilo de la lectura de un poema de Coleridge. Soñé con las palabras que Borges le dedica al poeta inglés y no dejé de leer cómo su poesía se edificó tras amplios periodos de lecturas filosóficas. Para colmo, había tanto bullicio en la sala, que decidí trasladarme al cuarto de baño para leer con el silencio requerido los versos del poeta. Tras esta acción, me vi como un sujeto que se aísla en un habitáculo para leer poemas al margen de los días, de los hombres. Me vi desde fuera como lo hacía Perec en Vida instrucciones de uso, en una habitación reducida, destinada a los desechos humanos, para poder leer sin que nadie te increpe mientras lees algún poderoso verso. Unas palabras que cambien tu estancia en la mañana.
Pensaba todo esto mientras la realidad se resguardaba de mi observación. Ella mantenía sus hechuras a pesar de mi evasión. Su insistencia percutía con los sones de siempre. Las ganas de escribir iban poco a poco diluyéndose. Hasta que desaparecieron por completo. Hasta que la agrafía se apoderó de mí y de nuevo la rueda comenzó a rodar como lo hace la luz en la mañana, como lo hace la lluvia en los cristales.

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Esta actividad es secreta, por supuesto. Tengo amigos novelistas que, llegado el momento, lanzan al aire sus cualidades y su profesión. Tengo amigos poetas que, de vez en cuando, dicen sin reparos, soy poeta. Sin reparos, dicen. Sin embargo, esta cualidad de escritor que mantiene un diario es de distinto pelaje. El diarista parece concebir la literatura como un continuo que jamás cesa, tal cual la vida. Concibe escribir como la sucesión de sus días y en sus cuadernos vuelca las insatisfacciones, pero también los deseos, las fobias, acaso sus manías. El diarista es consciente de que una obra jamás dirá lo que tiene que decir y que, al igual que la vida, con la misma naturaleza que tienen los hombres, las palabras diezman la concepción de lo vivido. O acaso la concepción de lo vivido no sería nada sin escribirla.

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De un tiempo a esta parte, se ha apoderado de mí una tolerancia extrema a todo que no me satisface en absoluto. Cuando digo una tolerancia extrema, quiero decir una falta de compromiso sobre todo aquello que me importa un bledo, que no me importa nada. A decir verdad, casi todo me importa nada.
No sé a qué se debe. Lo cierto es que no hace poco, me entusiasmaba con algunos proyectos, me ilusionaba con cuestiones del trabajo, elogiaba a los que dedicaban su tiempo a que los otros mejoraran. Todo eso se ha ido perdiendo como una línea en el agua. Todo eso se ha ido desfigurando y, ante tales acontecimientos, sólo soy capaz de encoger los hombros, de sonreír desganado. En otros sitios está mi energía, mis ánimos. Allí donde nada se ha trazado aún y donde no acontece lo predecible. Creo que ése es el problema, me levanté con ánimos de escribir, con demasiados ánimos, y me di cuenta de la dificultad de escribir lo que no es siquiera predecible.

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El libro de poemas está entregado. Dudo de todo, mas no de los que levantaron el huerto.

domingo, 14 de febrero de 2010

L´inifinito viaggiare.

Después de varios días hipnotizado por la prosa de Bernhard, conviene alejarse de ella o, al menos, no escribir su lectura. Más que alejarse, lo que hay que llevar a cabo es un reposo tras la lectura de cualquiera de sus libros, porque su prosa y su estilo resuenan como pocos. Sucede con Cortázar, Proust, Faulkner o Javier Marías; con Juan Ramón Jiménez, César Vallejo, Quevedo o Miguel Hernández. Son autores de una propuesta literaria que, a poco que uno extraiga alguna virtud y la trasvase a sus obras, su influencia se deja notar con demasiada transparencia. Esa imantación irradiada conviertie lo que podía ser una virtud en una chabacana glosa, en una machacona reducción de giros, vocablos, oraciones subordinadas.
Escribo todo esto porque creo que el aprendizaje en literatura (en cualquier disciplina artística) ha dejado de tener la importancia y la supremacía que le son necesarias, que tenía no hace poco tiempo. Es decir, el aprendizaje de los mecanismos de la poesía, de la música o de la pintura ya no forman parte de los nuevos creadores. Se han alejado de él como si los recursos, la imitación o la incorporación de los logros de otros (los grandes, los virtuosos) no fueran necesarios desde el principio. Se han saltado, en su afán como innovadores, los primeros pasos, los principales pasos para discernir, al menos, las capacidades individuales.
En el aprendizaje es cuando uno debe comprender hasta dónde llegan sus palabras, hasta donde su discurso termina incapaz de seguir nombrando. Ante esa exploración, apoyado en los versos o la prosa de otros que han conseguido escribir sobre una realidad, el escritor debe reaccionar o abandonar. Si reacciona, es el momento de ir encontrando su palabra, que no su voz, la palabra dadora, personal, infranqueable. La misma que puede llegar a impregnarse de aquellos sones inimitables que, en la escritura de otro suenen a triquitraque. Si ha decidido abandonar, esto es, a tomar conciencia de su limitación como autor, deberá rendir la misma generosidad a esos escritores que le enseñaron a no garabetear en público sus miserias.


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Qué irremediable dejar de leer a Bernhard, sin embargo. No puedo abandonar El sótano y esta lectura en dirección opuesta, en la dirección opuesta a la sociedad. A pesar de mis propias advertencias, leo, leo, leo a Bernahrd, aunque trato de asimilar esa escritura que parece trazar un dédalo de ficción. Me conformo con leer. En ese verbo se guarda una de las grandes y universales costumbres del hombre: sentirse, por momentos, invisible al tiempo mientras avanza, linealmente, a un fin irrevocable. La muerte no es el final de la novela, sino una prolepsis de lo que fuimos.



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Vivere, viaggiare, scrivere. M.C. está leyendo a Claudio Magris en italiano, L´infinito viaggiare. Sus lecturas se han convertido en un acontecimiento para mí. De las páginas iniciales, de la Prefazione, me lee algunos fragmentos que saben serán de mi agrado: “Fin dall´Odissea, viaggio e letteratura appaiono strettamente legati; un´analoga esplorazione, decostruzione e ricognizione del mondo e dell´io”. Tiene estas palabras palabras subrayadas en el libro. Cuando termina leerlas le digo que Magris no ha advertido una cuestión. ¿Qué sucede cuando la exploración, la deconstrucción y el reconocimiento del mundo y del yo se realizan junto a una persona, la misma persona? ¿No puede hablarse, entonces, de la forma más armónica y tremenda del amor?


A continuación, comenzamos a recordar nuestros paseos por Trieste, aquellas caminatas que parecían estar ofreciendo un resto arqueológico que debiéramos explorar. También nuestros paseos por las calles de París, por los bulevares, por los cafés, mientras leíamos algunas páginas que servían de análoga realidad al momento. Cuando se va, M. C. me deja marcada una página, en ella puede leerse: "Il viaggio-scrittura è un´archelogia del paesaggio; il viaggiatore -lo scritore- secende come un archeologo nei vari strati della realtà, per leggere anche i segni nascosti sotto altri segni...". Y me quedo auscultando los símbolos y las señales que deviene de la realidad y que llevan a otros signos, a otra sucesión análoga e imperecedera, infinita, leer, viajar.

jueves, 11 de febrero de 2010

La música hueca.

Por la mañana, esta mañana, he sentido una náusea terrible, un atolondramiento que me ha dejado inservible y ágrafo. Una larva. Un vacío que nunca antes me ha había habitado, una vacuidad insostenible, que terminó por atravesarme como un látigo, que terminó por demediarme como una partícula invisible, que terminó por desangelar la luz de la mañana que, hasta entonces, brotaba serena y plácida.
Todo se vino a concentrar en un sótano dentro de mí, en un habitáculo que surgió de mí mismo, un espacio hasta ahora innombrado, que sigue innombrado. Un hastío quimérico. Quizás un síncope. Una muerte meditada y consciente.

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Por la tarde, esta tarde, ha vuelto a sucederme. El hastío. He considerado que, en realidad, es una tentativa fáustica ante tanto absurdo alrededor, ante tanta palabra sucedánea, huera, fugitiva.
He recordado algunos pasajes del Doktor Faustus, de Thomas Mann. En esa prodigiosa novela, Adrian Leverkühn asiste a una conferencia de Kretzschmar. En ella el especialista diserta sobre la música. Después de una larga argumentación, dice: “Quién sabe si el deseo profundo de la música es el de no ser oída, ni siquiera vista o tocada, sino percibida y contemplada, de ser ello posible, en un más allá de los sentidos y del alma misma”. Así me contemplé, en un más allá de los sentidos, como si la vida no quisiera que yo siguiera escuchándola, como si quisiera ser sólo contemplada, como de otro. Aacaso interpretada por otro.

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Por la noche, esta noche, las páginas iniciales de El sótano , de Thomas Bernhard,han conseguido explicármelo todo, con la claridad de Bernhard, con la recurrencia de Bernhard, con la irónica visión de Bernhard: “Tenía la sensación de haber escapado a uno de los amyores absurdos humanos, el instituto”. A todo esto suma el autor una reflexión sobre la utilidad del ser humano en la sociedad, la utilidad individual, quiero decir, la que justifica y argumenta los absurdos, como está claro. Así, después de todo este bucle melancólico, he decidido que debo ser útil, al menos por un tiempo, útil. Un tiempo. Al menos.
Por este motivo, mañana diré las palabras que todos desean escuchar, aquellas que no dicen nada porque nada esencian. Y me comportaré pensando en la utilidad, en esa conducta que desciende del más nefasto de los comportamiento. Sí, de la más soberbia de las mentiras e hipocresía.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Desde el origen, una indicación al comienzo del sótano.

Los días en el origen. No quiero adentrarme en el sótano sin antes escribir algunas notas sobre la lectura que terminé hace poco, pero que sigue resonando, con toda sus variantes, con todo el esfuerzo sintáctico, como un bucle poliédrico. Como un arché, que genera el todo desde el uno, la prosa de Bernhard ha empañado la lectura como empaña la lluvia, esta tarde, los cristales. Quiero decir que, al final de El origen, al final de una indicación sobre el recuerdo que se somete al pensamiento de su ahora, sucede la dispersión magistral de su origen. Quiero decir, el punto de fuga que retorna, el origen de todos los fines, el origen de toda su vida que brota ininterrumpidamente. Al fin y al cabo, el origen no es más, ni es menos, que ese recuerdo instalado en la memoria de una ciudad, un instituto, unos bombardeos, una educación a la sombra del nacionalsocialismo y del posterior catolicismo, las primeras notas que brotaron de un violín, la sombra alargada de su abuelo, de su maestro, de su Montaigne personal, del maestro antiguo, del trastorno provocado por la sociedad, por el malogrado compañero tullido que amaba la soledad, por Pittioni, aquel profesor de geografía cuya fealdad despertaba las punzantes y socarronas risas de la comunidad, por la tara de los días en que su violín mudo esperaba las manos que lo despertara. Su abuelo, a quien amaba y veneraba, con quien paseaba y conoció la Naturaleza, la mejor de las educaciones, su abuelo fue, sin duda, la figura capital de este origen. Su familia, lastrada por el tutor, que ni siquiera padrastro, decidió seguir siendo austríaca a alemana. Cuestión indiferente al propio Thomas, al joven Thomas, que decide abandonar el instituto que un día fue nacionalsocialista y otro católico, es decir, la misma necedad y antinaturalidad volcada sobre los jóvenes que son al fin antinaturales y necios, al joven Thomas que decide abandonar el instituto y comenzar a trabajar, durante tres años, justo cuando cumple los quince, en un comercio de comestible.
La literatura de ese comercio está en las páginas de El sótano (1976), escrita treinta años después de su vivencia. Allí me adentro. Sólo quería asegurarme de que dejaba por escrito estas notas, en el diario, en el único lugar en que puedo entender, sólo con una sintaxis ternaria, esta literatura aplastante, pero tan bella, tan bella…

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Hay, desde luego, una enfermedad del espíritu y esa enfermedad es la más incurable de las torturas a las que nos sometemos como humanos. Durante algunos pasajes de El Origen, me he acordado de algunas páginas de Robert Walser, de Jakob von Gunten, y su concepción de la escuela en la que somete sus días, en la que el tedio lo hilvana todo con la absoluta convicción de su ser. Y también, de cómo los dos autores tienen que ejercer la individualidad para deshacerse de los impuestos sociales, de la comunidad adocenada. Me estudio a mí mismo más que a ninguno otro ser, esa es mi metafísica, dice Montaigne; así lo repite Bernhard en su obra, para entender su infancia y su escritura como conocimiento.

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(No debo olvidarme de de escribir sobre Walser en el diario…. Mirar los subrayados. Libro junto Microgramas.) Escribió Walser: “Aquí se aprende muy poco, falta personal docente y nosotros, los muchachos del Instituto Benjamenta, jamás llegaremos a nada”. El instituto Benjamenta, al igual que la iniciática Andräschule y el instituo católico, el Johänneum, en que se estuvo estudiando el joven Bernhard.
Los dos autores escriben sobre la influencia como individuos de estas instituciones en sus vidas y los dos llegan a la misma conclusión y a la misma acción: deben liberarse a través de su propia autoafirmación. Los dos escriben sus primeras obras sobre estos cercos de la indolencia en la primera juventud y los dos dejan por escrito el ejercicio de superación que deben realizar.
Ahora que lo pienso, yo me encuentro un proceso de retorno, en una circularidad de la que no participo conscientemente. Fui alumno de una institución, cuando niño, cuando joven, recibí la enseñanza de algunos hombres de provecho, poco más. Ahora, todos los días, abro las puertas de un aula, en una institución idéntica, en unos pasillos idénticos, en los pasillos de Benjamenta, por ejemeplo, para que sea mi voz la que vierta sobre unos jóvenes toda la antinaturalidad de la enseñanza. Mañana, cuando llegue a las clases, me sentaré junto a un alumno. Y dejaré que se pregunten, ellos mismos, qué hago, qué falta, qué ha ocurrido para que yo me siente junto a ellos, entre ellos. Es así como me siento, con toda firmeza, así, un descubridor de mí mismo, del proceso y la metamorfosis que me atraviesa.

martes, 9 de febrero de 2010

Thomas &Tomás.

Notas de lectura. Hay obras que necesito escribirlas a medida que voy leyéndolas. Escribirlas para entenderlas y pensarlas. Escribir la lectura, sístole y diástole.
Es un ejercicio que me ha enseñado a leer y a escribir,-torpemente, todo sea dicho-, con una capacidad distinta. Nunca hubiera leído a Márai sin haberlo escrito, ni a Kertész, ni a Renard, ni a Pessoa, sin haberlos escrito, nunca.
Así ocurre, por ejemplo, con Bernhard, así ocurre cuando termina la primera parte de El origen, titulada Grünkranz. Hay unas frases demoledoras, tanto como las bombas que destruyen el internado y los edificios colindantes. Las palabras, envueltas en una cadencia sintáctica musical, terminan por adherirse a la realidad que está nombrando.
Existe en esta autobiografía del autor de marras una evocación a las relaciones que establecen las palabras y la realidad, el recuerdo y el pensamiento que está siendo.
Dice Bernhard: “De la suerte de Grünkranz y de su mujer no he podido saber nada más, y tampoco he oído hablar nada nunca de mis compañeros de colegio”. Estas palabras de Bernhrad me han conducido a los razonamientos de Platón acerca de la relación entre lenguaje y realidad. “Nada nunca de mis compañeros de colegio…”, quiere decir que toda la realidad referente a sus compañeros de colegio reside en la memoria y, es más, sólo es posible indicarla como sólo le es posible indicar al lenguaje la realidad que nombra. De ahí el subtítulo del volumen: Una indicación
Lo mismo sucede en un pasaje posterior que pertenece a la segunda parte, Tío Franz. En un momento en que el narrador recopila los recuerdos como un ramillete de sensaciones contrarias: zumbas, retumbos, llantos, detonaciones, bombas…, dice: “Y hasta hoy tengo esos sueños”. De nuevo, evidencia el trasiego que conduce por sus palabras a través del recuerdo actual. Todo se hace más evidente cuando Bernahrd escribe: “En este lugar tengo que decir otra vez que anoto o incluso sólo esbozo o indico sólo cómo sentía entonces, no como pienso hoy […] y la dificultad es, en estas notas e indicaciones, convertir el sentimiento de entonces y el pensamiento de ahora en notas e indicaciones que correspondan a los hechos de entonces”. Estas últimas palabras, estas sentencias, dejan en claro la aspiración literaria de este monumento autobiográfico. Esas cursivas no son nuestras, las utiliza el propio autor: sentía y pienso, así conjugados, el pasado, recuperado a través del sentimiento; el presente, sugerido a través del pensamiento, acción que ordena los sentimientos de entonces con las palabras de ahora. Porque, evidentemente, en aquel entonces Bernhard no contaba con las palabras y el uso de la sintaxis necesarios. Ha sido el artificio literario, la indagación lingüística la que ha hecho posible que hoy yo, Tomás, lea, con estas palabras y no otras, con esta sintaxis, y no otra, la autobiografía de Thomas.
Con estas indicaciones de segunda mano, con estas indicaciones de una indicación, me doy cuenta de la profundidad de la obra que tengo por delante. Eso me frena y me rehace. Me conmociona y, al mismo tiempo, me reduce a la incapacidad más absoluta, la de no poder seguir escribiendo.

lunes, 8 de febrero de 2010

18.30. p.m. Cuando algo adquiere una objetividad total, como las ciencias, deja de tener trascendencia definitiva. Quiero decir que, una obra literaria aspira a revolucionar el concepto de humanidad para todos aquellos que intenten aprehenderlo. Para ello, la obra literaria se nutre de los temas que trazan al hombre: los hacina, los desordena para darle nuevos bríos, quizás algunos nunca avisados. Una obra literaria es una lasca que salta, brota y afila la humanidad. Pero, ¿se mejora con ello el espíritu humano?
Cuando hace poco leía que algunos de los hombres que administraron Auswitz estaban preparados para interpretar a Shakespeare con profundidad y a Goethe y que no dejaron nunca de leerlos me quedé pensativo, con una atención alarmante. No es tampoco el único ejemplo de hombres cuya ética no está en consonancia con la formación o las lecturas que realizaba. También es cierto que se trata de excepciones. Ya sabemos de la influencia de las mismas. Entonces, ¿qué hay realmente en la interpretación que un hombre hace de una obra de arte; por qué dos personas con la misma formación viven de forma tan dispar el mismo fenómeno?
Ante estas disyuntivas lanzo una pregunta a la intimidad de este diario. Es la siguiente, ¿hasta qué punto la obra de arte, en este caso la literaria, posee en sí misma tales cualidades; hasta qué punto no es el lector el que embadurna de virtudes una obra literaria; hasta que punto no sucede un fenómeno extraño, de difícil concepción, en que la obra en sí y el lector que desvela participan del mismo fenómeno de conocimiento?

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18.31.p.m.Una vez que terminé de leer El Origen, de Bernhard, entiendo la presencia de la música en toda su obra. El autor no pudo salir jamás de aquella sala de los zapatos en que estudiaba violín bajo la supervisión del maestro que destruía sus esperanzas con la repetición de ejercicios. Si tuviera que escoger una imagen para este relato autobiográfico, sería la de una sombra tras una puerta de cristal interpretando, con un violín, las notas de la ininterrumpida secuencia de la muerte. Al fondo, los cristales rotos por el cimbreo de las bombas. A sus pies las cuerdas rotas, el arco cejado hasta la extenuación. Su cuerpo, silueta del suicidio, apocopada. Todo gris y tierra. Una indicación.

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18.32.p.m. Aún sin comenzar Bouvard y Pécuchet, sólo el primer párrafo, el fragmento en que los dos personajes llegan al bar y conocen sus nombres porque ambos lo llevan marcados en el sombrero. Me sorprende la fascinación que, de inmediato, se siente el uno por el otro. Pero yo también he sentido alguna vez esa fascinación.
Mañana haré que borden mi nombre en un sombrero. Lo dejaré encima de la mesa y alguien dirá mi nombre en voz alta, como si estuviera atestiguando una presencia. Entonces yo diré, tal vez sea una suerte para usted, pero a la larga, la soledad es muy triste.

domingo, 7 de febrero de 2010

Se hace necesaria la coexistencia en el límite, para la poesía, con la música, la luz y el silencio. Según George Steiner, en Lenguaje y silencio, estos tres son los límites con los que la poesía más se ha vinculado desde antiguo, desde que se otorgó a la palabra su carácter mágico, para desplegarse hasta los suyos propios. En donde termina su reino donde adquiere su mayor potencia.
Me quedo pensando sobre las inteligentes afirmaciones de Steiner y llego a la conclusión de que, en cualquier caso, lo que le sucede a la palabra es la disolución. Para ser más precisos, la palabra articulada se desarticula frente a la música, frente al silencio para diluirse en la luz: cegadora clarividencia inefable.
Con estas premisas, agarro los libros de san Juan, de fray Luis, de Novalis, de Rilke. Me detengo en los temas que todos ellos otorgan a la luz, el silencio y la música. Y hay una coincidencia universal que atraviesa todos los libros a pesar de sus estéticas y de la época en que fueron escritos.
Esa coicnidencia es lo más parecido al logos poético. Para mí lo guardo, como lector, como el fuego robado a los dioses.

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De la misma manera, me imagino a Bouvard y Pécuchet, obra que todavía no he comenzado a leer, investigando estos asuntos de la poesía. ¿A qué conclusión hubiera llegado Flaubert y qué hubiera escrito en su novela a través de estos dos personajes? ¿Qué anotación hubiera dejado en la segunda parte de la obra?

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En ocasiones no te sucede el cansancio de vivir, el mero cansancio físico que te somete machaconamente a unas actividades más o menos fructíferas, sino que, en ocasiones, repito, ocurre que aparece una profunda amargura, como una bilis negra, como un agriado recuerdo, como un latido podrido de otro hombre muerto, de otro ser inexistente, y es entonces, cuando sucede: ese latido, esa bilis, esa amargura te recorren y diluyen y dejan en claro que nada de lo que fuiste fue cierto, que nada de lo que quisieras haber sido sucedió más que en las pocas palabras que dejas escritas. Justo las palabras de otro hombre.
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Relee el Libro del desasosiego, de Pessoa. Es un libro de cabecera, que continuamente está anotando, subrayando y tomando como ejemplo. Esta tarde, después de la prosa acelerada y punzante de Bernhard, decide volver a Pessoa. Lo hace conmocionado por El Origen, el primer volumen de la autobiografía.
Abre el libro al azar y nada más comenzar a leer, se le curvan las cejas, dando a entender que acaba de extrañarse por un texto que no recordaba o que dio por inexistente. En ese texto, el doscientos, dice Pessoa (lo sé, le he visto el libro abierto y no he podido quedarme quieto. Me he levantado del asiento, he recorrido el vagón y así lo anoté) que de vez en cuando surge un cansancio de vivir que no ambiciona dejar de existir, ya que eso podría ser posible, sino que surge el deseo de siquiera haber existido, acontecimiento extraordinario que no tiene manera que no sea.
Ante estas palabras, se le ocurre, y así lo escribe en su diario, que hay, quizás otro acontecimiento más enigmático y conmovedor: leer lo que fuiste escrito por otro que pensaste ser.
Sin duda, la forma literaria que mejor admite este desequilibrio y que vincula la ficción y la realidad de manera más condensada es el diario, la autobiografía, la confesión o las memorias. Todos aquellos géneros que necesitan de un ejercicio supremo del pensamiento que no es otro que la objetivación del ser, de uno mismo. Cuando alguien es capaz de objetivar su propia vida, puede comenzar a escribir en un diario sobre ese mundo extrapolado. Y acontecer en otro mundo frente al silencio, la música y la luz.

viernes, 5 de febrero de 2010

De un texto en otro. Después de leer el artículo de Borges sobre Flaubert -texto que ensalza la maestría de Bouvard y Pécuchet- decide comenzar a leer algunas referencias filosóficas de la novela de marras ya que, en no pocos lugares, incluida la presentación de Jordi Llovet, comprueba que se hace referencia al gusto de Gustav por la novela filosófica del XVIII y por la obsesiva manía de documentarse para escribir sus ficciones (para este caso, hay testimonios de que Flaubert manejó alrededor de mil quinientas obras de referencia).
Lee páginas, artículos, referencias. Relee los elogios de Borges. Quiere convertirse, en poco tiempo, en un lector preparado para enfrentarse a la novela que ha decidido leer. Sin saber por qué, teme que la obra termine por aplicar sobre su entendimiento el efecto contrario: un mundo repelente, por incomprendido. Ante la temeridad de sus impulsos, arma de lecturas y sustentos los amarres con que va deleitarse.
¿Sería excepcional que comprendiera el libro de Flaubert?, se pregunta con el impulso de un nonato lector. Y añade, ¿sería excepcional llegar a comprender cualquier libro, en su totalidad, con la realidad objetiva que nombra y que conceptualiza, uno solo, en su totalidad?
Se pregunta, a todo esto, para qué necesita de esas referencias si la lectura es un acto libre. Y termina por darse cuenta de que todo acto de conocimiento necesita del adentramiento en unos conceptos, unos significantes que son únicos y propios, ajenos a la subjetividad más poderosa y más poderoso que cualquier subjetividad.

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Esta mañana. Esta mañana comencé a leer Origen. Una indicación, de Thomas Bernhrad. Lo hice mientras los alumnos respondían a las preguntas de un examen.
En cuanto avancé unos párrafos, sentí que estaba ante una de esas obras formidables, ante una de esas creaciones literarias que se presentan con las palabras más ajustadas, con la sintaxis más idónea para el pensamiento que la atraviesa. En cualquier caso, después de haber leído algunas obras de Bernhard, como Maestros antiguos, El malogrado, La calera o Trastorno, no me extraña que la sensación de maestría literaria que se aposenta en las obras de este autor apareciese por el primer tomo de su autobiografía.
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El suicidio. El suicidio. La ininterrumpida presencia del suicidio en el cuarto de los zapatos, en el cuarto de los zapatos en que ensayaba las lecciones de violín, mientras la ininterrumpida presencia, en ideas, en sueños, en amigos que se habían arrojado desde la colina, del suicidio aparecía detrás de cada acorde, en la colina, de los amigos. El suicidio.

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Gracias a Flaubert he descubierto las teorías de Popper sobre el conocimiento. Aún no he comenzado a leer las obras de Flaubert. Estoy leyendo a Popper, Conocimiento objetivo. Un enfoque evolucionista. Toda la tarde pintiparado por una frase de Popper: “La persona que lee un libro comprendiéndolo es una criatura excepcional”.

jueves, 4 de febrero de 2010

8.30.a.m. Hoy, en la carretera, había un buitre postrado ante el cuerpo de un animal muerto. Por el tamaño del despojo, puedo decir que parecía un perro. Un perro cuya carne se confundía con el fango que el asfalto mostraba después del azote de la lluvia por la noche.
El buitre era de un tamaño considerable. Y no tomé conciencia de su envergadura hasta que no abrió sus enormes alas para quitarse de en medio.
Hubo un movimiento, en el vuelo del buitre, enigmático. Tanto, que desapareció del horizonte, sin más ni más, sin quedarse a la espera para volver sobre su carroña. Carne a la que veneraba con religiosa parsimonia. Parecía que el buitre llevaba bastante tiempo sin ejercitar con su pico sus instintos.
He interpretado este pasaje tempranero como un símbolo. He querido ver que esa es la dimensión del diario, de la escritura; y esa es la presencia del escritor en sus escritos. La vida maltrecha, la que fue, el despojo, es la carroña sobre la que volvemos para inventar su conciencia, sus recuerdos, las palabras que trenzaron su mundo. El presente estatuario ante el que nos postramos.
El escritor debe desaparecer, a pesar de su envergadura y de sus torpes alas, para postrarse en la espera, en la espera en la que surgen las palabras que nombran la realidad con más tino. A pesar de que en su boca, apretada por los dientes, aún tiemble la carne seca de las palabras vivas.


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8.50. a.m. Escribir muy temprano me lleva a una conclusión que se enuncia en una pregunta, ¿podré hacerlo más tarde o los límites del diario restringe su aparición a una sola jornada?
Después de escribir esto, caigo en la cuenta de que no sólo vivimos una vida a lo largo del día. Somos uno en lo diverso y eso conlleva que podamos escribir siempre por primera vez del mismo sujeto. En cualquier momento se produce una epifanía del individuo. Siempre. Somos otros. Y esa condición es la indispensable para pensar en el inicio de una narración. Así que, aunque esté escribiendo en un momento en que no suelo hacerlo, en un lugar en que pocas veces lo he hecho, nada me impedirá escribir de nuevo esta tarde. Cuando la metamorfosis se haya proclamado y mis manos sean de otros.

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18.24. p.m. Llega a la tarde del jueves cansado, aunque debería decir que el cansancio es un estado del alma. Imagina que pudo escribir esta mañana, bien temprano, en el trabajo, donde nunca pudo decir más allá de las comas. Incluso se ve leyendo y retocando un texto que es de otro, de ese otro que fue. Magnánimo silencio, ¿qué has proclamado en la ausencia que se produjo?
Tiene delante de sí unos libros de Thomas Bernhard que compró ayer. Otros de Flaubert, Perec, Casanova y T.S.Elliot. Por unos instantes, se queda observando, con minucia artimaña, los lomos de los libros, esa compresión de la literatura en la horizontalidad. Mundos diversos que terminan confluyendo en un mismo espacio: él mismo. El lector, lugar en que confluyen los mundos literarios, las vidas contrarias, las palabras que nacen de la ausencia.
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22.12. p.m. Las pruebas del libro te dejan nervioso. Has vuelto sobre ellas, con la punzada del trabajo incumplido, con la sensación de que se desmayaron todas las virtudes. Te vuelves, de vez en cuando, sobre los folios en los que dejaste escrito, hace meses, algunas notas, versos, sentencias... Y de nuevo lees las pruebas, las lees, de nuevo. Cada vez, con más detenimiento, como si sobre el discurso, comenzara a brotar una susurro lejano. Una voz, una advertencia, que te conduce a la ilusión. Quizás a la certeza de viviste durante un tiempo creyendo en la poesía. En esta misma sobre la que escribes.
Ya es de noche, aunque la noche no haya llegado. En los sueños, pronunciarás los versos como si, enfangados, estuvieran en un camino perdido y tú tuvieras la forma de un buitre, de un buitre postrado que se retira con un vuelo torpe, aunque con un pedazo de carne en la boca. La carne del que fuiste.

martes, 2 de febrero de 2010

Como las manillas de un reloj (tic,tac) escribo para otro círculo que me incluye, para otra realidad habitada por otro, más amplia, infinita, intraducible. Como las manillas que percuten en el hueco de una mano que apenas percibe la vibración y su presencia, vibración del movimiento (tic). Escribo, como un minutero, sobre los mismos timbres de la conciencia (tac), sobre los mismos tramos que me subyugan. Así, en esa circularidad, la idea es la expresión máxima de la realidad.
Ser el mismo y otro, permanecer en el movimiento especular que nos enturbia el recuerdo, paraje donde todo termina y donde todo nace, esa es la conciencia de la ficción.


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El futuro penetra en nosotros y acontece en nosotros mucho antes de que tenga lugar. Con unas palabras parecidas, Rilke aleccionaba al destinatario de sus cartas.
He pensado durante algún tiempo en esas palabras. Y también en otras de Julien Gracq: “Escritor. Alguien que cree sentir que algo, por momentos, pide adquirir por mediación suya, la clase de existencia que da el lenguaje”.
El proceso es una mixtura: futuro percibido. Percepción a través del lenguaje, de la lengua, que se conduce a través del escritor. Desdes este punto de vista, el escritor es un médium que anticipa a los hombres una realidad, un conocimiento, una revelación verbal que tiene la medida posible de la lengua, pero que puede tornarse tan grande y tan imprevisible como cualquier espíritu que venga a convocarla a través de la lectura.

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¿Es tan grande un lector de Flaubert o de Cervantes como Flaubert o Cervantes o sólo puede el lector intuir la cifra del escritor? ¿Hasta qué punto un lector no participa de esa mediación? ¿No es, acaso, el que completa o el discurso literario es sin recepción?
Este es el grave problema del escritor. Enquistarse en esta bifurcación de la escritura es una incógnita sin respuesta. Porque escribir es el acto de soledad más humano, pero ¿no empieza justo cuando alguien comienza a leer lo escrito? ¿Es el escritor el primer lector de su obra?
El escritor se transforma en el viaje y en el viaje se transforma en otro.

lunes, 1 de febrero de 2010

Llevo unos días leyendo a Husserl. Me atrae el concepto de la espiritualidad europea. A pesar de que pueda sugerir todo lo contrario, es en esta época cuando lo considero más necesario. Todas estas explicaciones psicológicas, trascendenteales y espirituales... No he dejado de recordar cómo Platón explicaba la configuración de los hombres a través de intervalos musicales y cómo, las últimas líneas de República no son más que una concesión al poder órfico de la música como acción salvífica y dadora de conocimiento y verdad.
Obviamente, la acción de la música sobre los escuchantes, tan bien relatado en el mito de Er, es una demostración de Platón sobre los límites de la filosofía y, en sentido lato, del conocimiento. Sólo el dotado de la virtud sabrá discernir en las esferas la concesión armónica. Esto, llevado a otros planos de la vida, puede hacernos afirmar que sólo los que levantan el velo de lo cíclico, apuran los límites de su propia vida.
No en vano, todas estas disquisiciones de la música, el conocimiento y el hombre me han ido construyendo una idea, más o menos clara, de la poesía. Es a través de estos tres elementos cómo la leo y la escribo.
La dificultad que entraña estas actividades para la mente sobrepasa la capacidad del hombre, incluida su materia. Por eso la música, esta música que suena imparable, que a nada se ata y de nada deviene, contempla en su seno aquello a lo que aspiro, a pesar de no saber ni intuir qué es.
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He comenzado a leer Bouvard y Pécuchet, de Flaubert. Lo he hecho motivado por las palabras que le dedica Borges en “Vindicación de Bouvard et Pécuchet”. En esa disquisición, ofrece el escritor argentino una interpretación muy atractiva de la obra de Flaubert. Viene a decirnos que la obra está emparentada con la búsqueda misma de la verdad. Esa búsqueda bien puede ejemplificarse de la siguiente manera: el universo es incognoscible. Cuando explicamos un hecho nos referimos a otro más general. Así hasta el infinito. Por ejemplo, la ciencia, según Spencer, es una esfera finita que crece en un espacio infinito. Conoce y explica esa sección, pero lo infinito existe más allá de ella.
Algo parecido le suceden a estos personajes. Bouvard y Pécuchet se han trazado la tarea de explicar el mundo para conocerlo. Ante la imposibilidad, la manía de llegar a una conclusión es una tarea estéril.
Cuando Borges dice, además, que la mayor esfera es sólo un punto en el infinito, está convirtiendo las dos figuras, los dos copistas setentones, en cualesquiera de los filósofos más sesudos. ¿Qué si no un punto en el infinito es la obra de Shopenhauer, qué si no la de Platón?
Esa analogía que plantea Borges desde el texto de Flaubert la tengo para mí como una relación secreta con El Quijote. Flaubert fue un lector atento de la obra de Cervantes y no es de extrañar que las coincidencias surjan de aquí en adelante.

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No debería haber empezado estas notas con las reflexiones del mito de Er. Tendría que haber anotado, sin más ni más, cómo aconteció esta tarde o qué tal han ido las pruebas del libro. Tendría que haber dejado escrito que la literatura moderna tiene el grave problema de querer ser moderna. Y que, de esa ecuación categórica de la modernidad, devienen todas las faltas e inoportunas obras de ocasión.
Copiar, copiar, como hicieron Gouvard y Pécuchet, dejar al menos la lista de los fragmentos que uno ha leído o las tontunas y desmanes que acontecieron en sus días. Quizás alguien llegue, las lea y sea capaz de descifrar el mensaje que nosotros jamás supimos leer ni escribir.