martes, 30 de septiembre de 2014

VIDA y literatura en un mismo cauce, ¿qué si no? Meandros. Verso y prosa, expresión y reflexión, lengua y pensamiento, estado y deseo, materia y forma, idea y armonía. Contrarios siempre. 

Las contemplaciones 

Murmullo de la transparencia 

Rito de silencio 

Ser algo en nada

Canto de la semilla

Cuestión de desnudez 

sábado, 27 de septiembre de 2014

Encarnación de lo simbólico.

Música y belleza.


Descenso a los límites de lo mortal: conocimiento solo en la memoria, pues si hubiera podido reconocer sus pasos hubiera podido volver siempre convocando sus huellas. La memoria es siempre proyección parcial y subjetiva.  El poeta debe por terminar dejando de ser. 

El poeta no conoce de una vez para otra sus marcas, sus rastros, solo le cabe tañer, doloroso, su lira nueva.  Acaso un reconocimiento atisbado que, entonces, lo llevará al silencio; ya no necesita renovar su canto. En poesía, como en el arte, no existe la superación. Transformación y permanencia.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

TUMBADO, casi sin poder moverme, recelo de mi cuerpo. Lo encuentro tan débil y postergado. La fiebre siempre detona un estado de excitación: los ruidos me fragmentan, los olores me invaden, mis extremidades se vuelven ramas al viento. 

El propio Eliot había escrito: "The end is where we start from". Aserto que se ajusta al comienzo de sus Four quartets. No es de extrañar el sumo interés del poeta por la poesía de Dante; de ella no solo escribió sino que reelaboró, en no pocos versos, pasajes de su obra. Sin embargo, Eliot expresa una idea atractiva sobre las influencias literarias cuando se refiere al italiano. Señala a algunos poetas que, en momentos puntuales, le sirvieron para mejorar este o aquel aspecto, para poder incorporar en su voz tal o cual recurso. Con Dante esa influencia es total, permanente, inagotable.

Sigo leyendo a Citati. Sus libros no se limitan a la exégesis literaria pues su lectura es una lectura plural de las artes y de la condición humana. 


lunes, 22 de septiembre de 2014

LO HE llamado Cuaderno de París y he comenzado a escribir en él unas prosas encadenadas que parecieran tener a un solo sujeto por hilván. Puede que este cuaderno no sea más que una suma de cuadernos imaginarios, de estancias especulares por las calles, los bulevares, los jardines, los museos de París. El viaje, sin embargo, ha sido distinto a los demás, pues he viajado solo, -sin M.C., sin E.- , y las caminatas han ido adquiriendo una suerte de celebración de estar vivo, llanamente vivo. 
El viaje no termina con los aterrizajes y los despegues; existe una psique que moldea el tránsito del cuerpo y del espíritu. Una suerte de iter vitae eventual, que formula una consciencia aunque tan solo perdure unos meses. En ese tramo estoy, soy todavía en los pasos allí.  Sigo tan allí, tan presente por los bulevares, tan  enquistado en la magnificencia de la piedra encendida, que aún conservo el olor húmedo de su cielo en cada recuerdo.
Tengo las costumbre de ir guardando algunos tiques, boletos, trípticos de los viajes para luego pegarlos en los cuadernos. Me parecen la ilustración más obvia y plural, realmente metafórica,  de lo que fue todo a pesar de estas divagaciones tan cercanas a la ensoñación.  Vivir es actuar en vida. Las acciones permutan con las palabras para la literatura. Lo que fue y lo que pudo haber sido en una misma memoria. Sea cual sea la virtud de escribir existe aún un misterioso componente que lo jalona todo hasta darlo en armonía.

He tenido la suerte de estar muy bien acompañado. Jaime me ha brindado la oportunidad de residir en el Colegio de España; no solo de eso, sino de compartir sus ya gigánticos conocimientos sobre los textos, los manuscritos, las ediciones, sobre todo, de los siglos áureos.  En él la filología de pureza, la que ensalza el texto por encima de todo, la que predica, como tenía a bien Alfonso Reyes, que la filología es “el arte de leer despacio”. Cuanta falta hace leer con lentitud entre los escritores. Con la lentitud con que puede escucharse los ecos de la belleza antigua en los odres nuevos.

sábado, 20 de septiembre de 2014

EL otro cuaderno muestra un retrato de Castiglione realizado por Rafael en 1519. Siempre me fascinó ese retrato: las manos recogidas en una secuencia semiespiritual y carnal al tiempo, la vestimenta y la paleta de grises y blancos en la escena, la barba más modernista que cualquier modernismo, casi sugerida, la pose serena, sostenida del personaje y, sobre todo, la mirada de lapislázuli del individuo. Toda la figura resume un espíritu y, eso mismo, en la pintura, es una virtud innegable. 
Más allá de la admiración casi religiosa por Sanzio, al comprobar que el cuaderno quedaba ilustrado por ese retrato, no pude más que comprarlo. Estuve un tiempo considerable delante del cuadro, solo, injustamente solo, pues ningún turista prestaba atención ni a la importancia de Castiglione, ni a la pintura en sí. 
Destaca el blanco de su camisola en el entorno grisáceo que la rodea. Por sobre todo, la contenida y nítida mirada estoica: las pasiones quedan sumidas en una serenidad que el cuadro transmite. Esta pintura comunica el entendimiento de una idea de la realidad, la de la armonía y la contemplación.

Cuando me encontraba en el Louvre contemplando el cuadro me senté a escribir. Lo hice en el Cuaderno del caminante y en él dejé algunas anotaciones. Sin embargo, comencé a leer lo que de antiguo estaba entre las páginas del cuaderno. Hay en ellas unas palabras de Paul Valèry, a saber: "Nuestro propio espíritu, nuestra -conciencia, nuestra memoria, nuestra- vida no son más que una probabilidad, a cada instante". 

Quizás la pintura forma parte de esa galería de actos que conforman la consciencia. La entelequia de estar vivos, de ser vivos, resulta una especulación constante con lo vivido. En esos reflejos, las lecturas, la pintura, la música, las artes todas tienen un lugar de privilegio pues no solo ocupan ese espacio imaginario, sino que lo conforma y establece sus dimensiones y sus mecanismos. Vivir en el arte es entregarse a los actos del arte. 


jueves, 18 de septiembre de 2014


LA VIDA azota de esa forma, con esas encrespadas presencias que parecieran desmembrar lo que pensábamos unidad. Sin embargo, en esos golpes, zarandeos, virajes, la vida va figurándose tal y como es, con sus fauces y sus paradojas. 


Mi admirado Paul Valéry prefería ejercitar su mente, "hacer" su mente. No deseaba construir libros de ficción, sino explorar su propia condición humana en una permanente lucha entre lenguaje y pensamiento. Colosal tarea que, desde joven, Paul tomó como el único sentido de su vida. Fruto de ello son los Cahiers, quizás la ficción más humana de la literatura moderna tras los ensayos de Montaigne. Tan solo Zibaldone di pensieri de Leopardi comparte la naturaleza humanística de estos escritos, también Novalis y algunos escritos de Rilke se acercan a la magnitud de la prosa de Valèry.  En cualquiera de los casos, nos encontramos ante el fenómeno literario y artístico por antonomasia, upe son libros que elevan (convierten, metamorfosean, conjuran) el yo de un individuo al yo plural y universal.  
Esta misma respuesta tuve que haberle dictado a J. cuando paseábamos por París y cuando me puso por delante esta disyuntiva, a de hacer una obra narrativa de ficción, una novela, un cuento, un artefacto de cualquier pelaje. Debí decirle a las claras que no poseo la capacidad de crear ficción entendida como la edificación de un mundo como si uno fuera un demiurgo con todo previsto y con las técnicas necesarias para que la maquinaria funcione con sus engaños y sus retoricismos.  Aunque, como advertía Valèry, ¿qué son estas notas si no huellas de una sombra, ecos de un figurante en el teatro del mundo? Palabras con referentes escurridizos, acaso inexistentes, tan solo proyecciones en la caverna. ¿Qué es la literatura después de todo?


IRONIZAR es ausentarse.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

13 de septiembre de 2014, París

ANTES  de entrar en el Louvre decido comer. Hoy paseo solo por la ciudad, pues J. tiene asuntos pendientes de su trabajo que le impiden acompañarme. Por un lado me apena ese hecho, pues dejamos d¡conversaciones todavía muy crudas y faltas de profundidad, pero, por otro lado, decido actuar con la máxima alegría. Solo, en París, una mañana de septiembre. 

Es temprano, el mediodía casi está asomando por las calles aledañas al edificio. Aquí, me digo, almuerzan más temprano que en España. Esa apremiante necesidad de almorzar del resto de ciudadanos termina por contagiarme. Y decido comer yo también. Solo, en París, en una mañana que no se caba nunca.

El lugar se llama Chez Claude y posee una carta para los comensales que va precedida por una cita de Proust. Decido, al verla, entrar sin más miramientos. Mientras voy acomodándome recuerdo la visita al Museo de manuscritos y documentos sito en el bulevar Saint Germain. Los de Copérnico y Petrarca fueron los que más me sorprendieron, a pesar de la valiosa y diversa colección que contemplamos con minuciosa atención. Esta mañana estuvimos desayunando juntos y recordamos algunos pasajes del día anterior. 

mediodía
El tiempo es el enigma. El tiempo pasa, se escurre, sin embargo, seguimos siendo sin comprender. 

Tomo café en el Marly. Es mediodía y el sol azota los ritmos de la plaza del museo. Antes de entrar definitivamente decido dar otra vuelta que atraviese Isla de St.Louis, Notre Dame, St. Germain y la Rue de Rivoli. No se me olvida que ese mismo día debo pasear, quizás cuando termine en el museo, por el Jardín de Luxemburgo, Tuilliers, Quai du Seine, Rue Dauphine, quizás como esa mirada que advierte que pronto dejaré de estar aquí.  Anoto todo como si estuviera trazando una ruta secreta, que condujera a un tesoro escondido renacentista. Llega la noche. El aire fresco de madrugada acaricia cada sílaba prendida. 

martes, 16 de septiembre de 2014

HE TRAÍDO de París dos cuadernos. Uno de ellos es para M.C. y representa, con doble solapa, en colores grisáceos, un detalle del Plan de Turgot diseñado por Louis Bretez y grabado por Claude Lucas. La perspectiva muestra el coeur de Paris; las dimensiones son afinadas y preciosas. En cuanto lo vi supe que debía llevarle esta dádiva a quien tan feliz me ha hecho desde siempre. Cuando lo estuvo revisando sus manos comenzaron a acariciar el lomo, las páginas y su imaginación comenzó a irradiar una contenida sonrisa. Esa minúscula nota de complicidad me provocó un derrumbe del que aún tengo sus ecos en el recuerdo. 

He ido escribiendo en Cuaderno del caminante algunas notas mientras, de vez en cuando, cesábamos de pasear o decidíamos tomar algo, algún vívere que nos hiciera resurgir con nuevos bríos. Cierto es que J. ha sido un perfecto y exquisito anfitrión, a pesar de que se haya convertido marxista y defensor del materialismo histórico por momentos, quizás los menos, puede que nunca, qué sé yo, a lo mejor buscando el diálogo y la fructífera palabra contrapuesta. A él le debo la fabulosa estancia y los días en París de esta nueva llegada a la ciudad. Siempre atento, los dos fuimos con el escalpelo ante las cajas de libros, ante ediciones extrañas y arcaicas. Su zancada es la cdd un centauro y a uno le costaba esfuerzo seguir el ritmo alargado de sus pasos. Todo parecía congraciarse cuando, ante unas viandas, unas copas de vino, se sucedían las disquisiciones sobre esto y aquello. 

En París los tejados son de cobre fundido y de oros en la piedra. Altos, pertrechados de voluptuosos acabados, el caminante se siente envuelto  por una portentosa magnitud que lo sublima a la pura nada. 
Los pasos allí no encuentran sentido ante la inmensidad; pierden el centro tan vivamente como Cortázar supo entrever. París son concéntricas vueltas hacia una mismidad, a diferencia de otras ciudades, ninguna plaza es la plaza central, ninguna calle es más céntrica que otra. Es el caminante el que establece su propio centro, su propio meandro arrebolado y el que irradia, acaso, desde sí mismo, su fragancia de sombras, sus labios de nenúfar acabado. 

martes, 9 de septiembre de 2014

DUERMEN las dos en la habitación de arriba. Sigo leyendo mientras suena música de Corelli. Encima de la mesa están los libros de Julio Mariscal y de Ángel García López. No me he alejado de ellos ni un momento desde que llegaron a casa esta tarde. El primero, por esencia lírica y por haberlo leído casi al unísono con M.C; el segundo porque me hace feliz que Ángel y Javier lo estén y hayan quedado satisfechos. 
Poseo esta noche una extrañeza enorme pues me complace, como nunca, el atisbar en los otros una complacencia. Eso, que tan alejado está de la tarea solitaria del lector y del escritor, me ha conmocionado. Tras hablar con los dos por teléfono he roto en llanto y en una tremenda sensación de gratitud. 

El jueves comenzaré el regreso a París, que no se acaba nunca. Ya mis pasos allí, mi memoria tomada por los recuerdos. Qué viveza siento cada vez que imagino los paseos por la ribera y los encuentros con los bulevares; los atardeceres en los jardines, acaso aquel café solitario en Sain-Germain-des-Près que dejé al socaire de los susurros de Borges. Regresaré al restaurante Polidor para saborear un pollo y un vaso de vino al tiempo que silabee las páginas iniciales de Cortázar y los fragmentos de mi querido Ernest en aquellas barras ya antiguas y baqueteadas. Paseos eternos, cafés insondables con un cuaderno y un bolígrafo. Todavía añoro aquella pueril entonación de querer vivir como los escritores sin norte, como quien espera el alba de no se sabe qué belleza. Vivir acomodado a la lectura y la escritura en aquellas habitaciones minúsculas para poder pasear por el Jardín de Luxemburgo. Recuerdo que me deslumbraron los puentes y que el puente del que se arrojó Celan me provocaba unas náuseas momentáneas. Las aguas del Sena, la piedra encendida del amanecer, la lengua francesa, los jardines, cementerios, bibliotecas...el paisaje desde Montmartre. 

De todo ello pareciera alejarme lentamente, de todo incluidos la memoria. La certeza reside en seguir siendo, de continuo, un pasajero de sombras, un círculo irradiado que recorre lo ya vivido por la consciencia, una mera estación del ser fugitivo. 

   


domingo, 7 de septiembre de 2014

PONGAMOS por caso que existe un ciudadano llamado Ryszard, un ciudadano  que nació en Polonia en 1932 y que murió en 2007. Este señor consiguió, a pesar de todas las rémoras posibles, estudiar la carrera de Historia y formarse en distintas materias culturales que irían macerando lo que después, tras sus muerte, ha quedado de él. Poco a poco, Ryszard logró emparentar la cultura, la lengua, los viajes y su propia cosmovisión en una sola cosa: literatura. Hecho de índole especial, mágico, que pasa inadvertido por los muchos pseudoescritores que luego han querido apoderarse de su genio y visión y adherirse, sin consciencia, su singular maridaje entre vida y cultura.  
Al cabo de los años y de las experiencias que sus viajes y sus lecturas le iban procurando, logró escribir un puñado de libros valiosos. Uno de ellos, el que más adoro, se titula Viajes con Heródoto y, para colmo, posee una portada que utiliza una pintura de mi admirado Durero. La acuarela es un apunte al natural de una liebre que resulta perfilada con una minuciosa cadencia de todos sus trazos. Pelo a pelo, gesto a gesto, matiz a matiz, la acuarela resalta las grandes virtudes de la liebre a pesar de presentarse en quietud. Durero estuvo interesado en plasmar los animales exóticos que iban conociendo los expedicionarios de la época y nunca antes nadie los había retratado de esta forma. Durero y Kapucscinski conciliando los mundos conocidos.  

Los primeros tanteos de Kapuscinski con la historia antigua surgió de la mano de una profesora que dictaba unos apuntes y referencias que los alumnos iban anotando, cuidadosamente, en unos cuadernos que, a la postre, eran la única fuente de información para esos pupilos. Podría decirse que en la infancia de este escritor no existían las bibliotecas, no había llegado Internet; las bancas de la universidad eran largos tablones en que se sentaban estudiantes campesinos en su mayoría y maltrechos. El mundo que lo rodeaba estaba falto de ingenio, repleto de ilusiones desnortadas. Cuando la profesora enseñaba una lámina de una escultura antigua los alumnos proyectaban esa realidad como una ilusión fantástica que jamás hubiera existido. El trastoque que había sufrido la sociedad de 1951 en Varsovia provocaba que los estudiantes no pudieran entender plenamente aquella realidad antigua. Sin embargo, esa virginidad en la mentalidad de esos jóvenes estoy seguro que procuró al joven Ryszard la voladura de su imaginación, la proyección sin rémoras de todas las posibilidades. Cuando Heródoto apareció en la entendederas del joven estudiante comenzaron a detonarse todos los deseos de vida que estaban aletargados en él.  La liebre, el conejo están asociados en las tradiciones distintas con los astros de la noche. Duerme de día, despierta de noche, qué mágica entonación del hombre mismo. 

jueves, 4 de septiembre de 2014

AYER, por la noche, subí de nuevo a la azotea para tratar de encontrarme. Estaba solo, puramente respirando y resguardado en un trino de jazmín. La noche preparaba su aposento mientras la dimensión de las palabras alcanzaba un indefinido significado que todavía ulula en el recuerdo. No deseaba dormir a pesar del cansancio y de la extrema somnolencia; quería vivir, sentir el golpeo y la válvula en el pecho. Respirar, respirar profusamente sin nada más pues en ese ejercicio se alcanza, quizás, la más sublime de las estancias para un hombre. 

Después del expurgo y de la recolección de los libros vienen las dudas. Pienso que no tendría que haber eliminado aquel volumen de las baldas o aquellas ediciones de antaño. Sin embargo, un sosegado estoicismo va apoderándose de todo lo que hago y recuerdo a Sócrates deseando tocar la flauta la noche de su muerte segura. Lección poderosa e indolente del vivir. Los objetos, las acciones quedan, van adquiriendo una pátina de finitud. Siento muy cerca la epidermis de la muerte. 

Ahora estoy observando las fotos de Italia; la de aquella tarde en Arezzo y la de aquella otra tomando un spritz al socaire de la bora en Trieste. Habíamos paseado esa tarde por los alrededores del Castillo de Duino y gustado del color extasiado del Adriático. ¿Quiénes fuimos?, me pregunto, ¿para qué la vida? Reímos en esas imágenes y parecemos complacidos con los augurios de aquella tarde de hace ya varios años.  Supongo que lo vivido tendrá esa dimensión del olvido negro, del golpe fastuoso con que vamos dejando de ser. 

Leer o releer. Hace poco un compañero me describía la lista de libros y de autores que estaba leyendo. No conocía a ninguno; ninguna de esas obras me interesaba; antes al contrario, todo me parecía una nebulosa artificial. Le dije que me conformaba con aprender de memoria algunos pasajes de Virgilio, otros de Dante; algunos versos de Rilke y con tener, tras eso mismo, la consciencia encendida.  Ante mis palabras se quedó extrañado, más aún con sus preguntas, ¿Virgilio ahora?, me dijo. Al término de su disquisición sonreí gratamente.    

miércoles, 3 de septiembre de 2014

martes, 2 de septiembre de 2014

EN OCASIONES, todo se revuelve, incluidas las certezas. Y ello conlleva una turbación esporádica, tan eventual como nuestra existencia. Es una miniatura de lo que somos, destello contenido de la avidez de misterios a que estamos sometidos en cuanto levantamos los ojos más allá de nosotros mismos.