miércoles, 31 de diciembre de 2008

UNA INDAGACIÓN SOBRE LO QUE ESTÁS HACIENDO AHORA, LECTOR.

Del silencio, una vez que me despojo del ruido de la calle, proviene una voz, la voz de un libro. Sospechosa, atemorizada, acaso. Con un silabeo atenuado irrumpe en la biblioteca la voz de los libros. Acomodado en un sillón recuerdo efusivamente las teorías de Edmundo O´Gorman sobre el descubrimiento de América; todavía me resultan legítimas e incluso necesarias para imprimirle a la escritura que practico un velo de escepticismo y perversidad.
¿He descubierto la escritura? O´Gorman presenta una tesis sólida: el descubrimiento de América es una invención en tanto en cuanto es una interpretación a posteriori de un hecho bien distinto: Colón creyó que había llegado a una isla que pertenecía a un archipiélago adyacente al Japón.
No pretende O´Gorman poner en tela de juicio la empresa de Colón, sino de dilucidar en las entrañas del hecho en sí. Por ese motivo me pregunto si una vez que he llegado a la lectura y a la escritura puedo malinterpretarlas a la postre. A fin de cuentas, los escritores juzgan en cuanto pueden su propio trabajo y sus propias lecturas. “Sí, leí desde joven novelas de Salgari”, o bien, “mi padre me puso en las manos las novelas de Mann”. ¿Y qué si tu padre o tu hermano o un profesor te indicaron un libro, un autor; y ¿Qué, por qué interpretamos que la literatura se alimenta irrevocablemente de lecturas, ¿Estaremos ante una invención de la lectura?
No quiero caer en la tentación de saberme en un continente cuando estoy navegando entre las aguas de un pequeño archipiélago.

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La literatura como un continente inmenso, desbordante y aún por descubrir. La literatura como una reunión de archipiélagos que lleva implícita una búsqueda personal y necesaria. La escritura, entonces, es el mar por el que navegan los lectores intrépidos. ¿Se imaginan escribir un océano?

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Las categorías para la lectura siempre han levado a una clasificación de los lectores. Esa idea, obsesiva en los críticos y presente desde la antigüedad, me fascina. Movido por ello, esta tarde he ido merodeando por aquellas páginas en las que me esperaba alguna referencia a los lectores sin orden ni concierto. No debo callar que las sorpresas han sido fastuosas. He anotado algunas oraciones de distintos libros hasta conformar en un papel medio moribundo un puñado de frases arracimadas en torno a un tema. Son doce cápsulas que pienso marcar en la piel de los últimos segundos de este año.
1. “lector suave…”, Prólogo, Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes.
2. “El lector adicto, el que no puede dejar de lee, y el lector insomne, el que está siempre despierto, son representaciones extremas de los que significa leer un texto. Los llamaría lectores puros; para ellos la lectura no es sólo una práctica, sino una forma de vida”, El último lector, de Ricardo Piglia.
3. “El texto prevé al lector…un lector modelo”, Lector in fabula, de Umberto Eco.
4. “Lector de medio pelo…andan por los museos viendo no los cuadros sino los letreros de los cuadros”.
5. “El semiculto, el pedante con lecturas, el anfibio que se acuerda de autores, no de libros”.
6. “El mal bibliófilo, sólo aprecia ya en los libros el nombre del editor, la fecha de impresión, el colofón, los datos de la tirada, el formato…”.
7. "Los apresurados. Van sobre el libro en volandas y, sin embargo, no puede negarse que no lean a fondo, ¿Menéndez Pelayo?”, La experiencia literaria, de Alfonso Reyes.
8. “Conjunto de interpretaciones de un texto… El archilector”, de M. Riffaterre.
9. “Las mejores lecturas del arte son arte. La lectura es la obra misma”. Presencias reales, de George Steiner.
10. “El lector arqueólogo…”, La arqueología del saber, de Michel Foucault.
11. “No existe poesía mientras el lector no acepta el contenido anímico contemplado y propuesto para la comunicación por el poeta. El lector es coactor”. Teoría de la expresión poética, de Carlos Bousoño.
12.“El primer conocimiento poético es el del lector en quien el autor se perfecciona. Todo lector es un artista, término necesario de la creación poética”. Poesía española, de Dámaso Alonso.

martes, 23 de diciembre de 2008

AQUÍ, PARÍS.

Cuando estés leyendo estas líneas, yo estaré en París. Viajo por una cuestión de míticos encuentros y porque considero que los viajes no hacen más que ensanchar los espacios para la memoria. Esos míticos encuentros no son más que juegos de la fantasía que me ocurren con mucha frecuencia. Es bien sencillo, consiste en recordarme a mí mismo callejeando sin rumbo por la piedra lunar de la capital del Sena. Me imagino un viaje en que me encontraré con Tomás atravesando el Pont des Arts y leyendo junto a M. las primeras páginas de Rayuela, de Julio Cortázar. También me imagino a Tomás sentado plácidamente en las Place des Vosges agarrado a un mate argentino mientras corretean a su lado las catacumbas de su infancia. Igualmente, me encontraré con Tomás sentado en un cafetín de Saint-Germain-des- Près mientras sonríe junto a unos amigos al hablar de literatura, de la vida, de los deseos y de las realidades. Cómo no, iré en su busca a la Place de Saint Sulpice, justo en el llamado café Pérec. Allí me lo encontraré dialogando con Enrique Vila-Matas y con un libro de George Pérec abierto entre sus manos y subrayado hasta el exceso, mientras Vila-Matas agarra su Dietario Voluble, le arranca un puñado de páginas con mucho enfado y anota unas palabras secretas que jamás leeré en su libro. Para entonces, La vida instrucciones de uso se habrá convertido en una declaración de derechos universales para los escritores.
Por las mañanas me acercaré a la Place de Contrescarpe, en pleno Bario Latino, para asediarlo -a Tomás, digo-, mientras él cree que se encuentra con Hemingway y que escribe allí mismo, bajo los efectos de un cognac, las quinientas palabras con que el americano daba fin a su creación diaria. Ya lo veo con unas barbas de varios días, con un moleskine negro, pensativo y meditabundo, mientras vuelca su estilográfica sobre la cuadrícula de sus ensoñaciones.
Todos estos detalles los escribo desde una plaza, la Plaza del Cabildo. Para este artículo, que cierra el año, he querido traerme el ordenador portátil a este centro de las letras. He abierto el ordenador a pesar del frío, he pedido en la taberna un gorrión de manzanilla y he deslizado, tecla por tecla, las palabras que pretenden imitar una fantasía que he querido compartir con vosotros. Au revoir, me voy. París, una fiesta. Vuelvo a las filtraciones del pasado, me hago otro y convengo que los espacios para la memoria hay que recorrerlos. Allí os espero.

viernes, 19 de diciembre de 2008

SON DE MAR.

Esta semana escribo bajo el signo de una petición. Hay imágenes, sonidos, objetos o palabras que, por sí mismos, encierran la cifra de un mundo pasado, una evocación de un tiempo irrecuperable en que sólo opera el recuerdo, la memoria. Pero la memoria tiene inclinaciones y preferencias motivadas no sabemos por qué causa remota o inconsciente. Lo cierto es que un sonido puede despertar en uno los más inasibles deseos, las aspiraciones más infantiles, las aprensiones más satisfactorias y los más nefastos de los días.
Unas copas de manzanilla sobre la mesa, una familia enfervorizada por las virtudes del vino y unas acedías pendulares, curvilíneas, revolviendo la cola como un pequeño dragón, un uroboros, que desea estirarse hasta engullirse a sí misma. Ante este paisaje me imprecan a escribir un artículo -éste que lees- para reclamar el sonido de los barcos al entrar por el río, al acercarse a la costa manzanillera.
Al principio me muestro reticente y distraído ante la propuesta, pero los deseos del contertulio no cesan en un punto, es más, se avivan y extienden incluso hasta la representación sonora del hecho: “¡buu, buu!, el sonido de un barco, que recuerdo hace años, al entrar en un pueblo de la costa, no debería perderse..”, me dice.
Vuelvo a repetirle que en alguna ocasión he escuchado ese sonido vacilante ante las playas de este pueblo, pero cuando termina el día, las copas, el pescado, las revueltas dialécticas, esa propuesta se queda enredada en las mallas de mi propia memoria como un langostino de trasmallo que hay que desligar de las redes con las manos. Eso trato con estas palabras: establecer una relación entre ese sonido marítimo y sempiterno en los muelles con la pérdida de la memoria. Seguramente, la función de ese soniquete característico venía motivado por los intereses que creaba la llegada de un mercante o de un buque a cualquier costa. Pero en esta costa, pródiga en piraterías, los sonidos del mar son otros. Ese sonido ha dejado de pertenecerle y como un olvido hay que aceptarlo.
Y eso quiero decirle después de una semana: los sonidos del mar son otros, cada mar tiene una música, una melodía propia, un paisaje que lo acompaña como un lazarillo a su amo. Y en esa presencia actual hay que degustar las aguas como un sorbo de caldo, respirándolo por la boca hasta las fosas de nuestras vidas. * Ilustración, pintura de Turner, siglo XVIII.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

UNOS LIBROS SOBRE UNA MESA SON LA CIFRA DE UN MUNDO.

Sobre la mesa una pequeña pila de libros que reposan desde hace varios días. Los agarré con la intención de elaborar una entrada para esta bitácora que se está convirtiendo en un diario alimentado de los duelos y quebrantos con los que se sustentaba el personaje cervantino. Suena extraño, verdad, atribuirle a don Quijote un padrinazgo. Por sí solo se ha convertido en un personaje cuya vida ha traspasado y borrado la de su demiurgo. Algo parecido le ocurre a Hamlet.
Dámaso Alonso, Carlos Bousoño, Ricardo Piglia… Don Quijote de la Mancha, Una historia de la lectura, de Alberto Manguel, Lector in fábula, de Umberto Eco y La invención de América, de Edmundo O´Gorman. Todos los volúmenes están abiertos por las páginas en las que tengo aquellos subrayados electrizantes y que me movieron a responderle al autor, a esas letras sobre negro.
Leo de nuevo cada uno de esos subrayados con la intuición aminorada de que hay una secuencia secreta que se forma entre todas ellas, como si el subrayado estuviese motivado por la imantación secreta y forzada de la literatura. Les sigo el rastro, las vuelvo a anotar y a reescribir, como un detective que anota la trayectoria de una marca de sangre. Las leo al revés, les cambio el sujeto, el verbo. Incluso proyecto una pequeña lupa sobre ellas, de escaso aumento, para comprobar simplemente que la calidad del papel es paupérrima.
A continuación, escribo en una libreta las frases subrayadas seguidas unas tras otras, sin concierto alguno, sólo el que impera en la búsqueda de lo desconocido. Un párrafo de Cervantes da inicio al nuevo trabajo. Con ese material orgánico comienzo a introducir mi lápiz: cambio una coma, transmutación en nueva literatura.
Compruebo que la línea de sombra que separa la escritura de la lectura es mínima. Sólo un lector, el último lector de esa obra, es capaz de transfigurarle el rostro a las huellas geniales de los autores.

domingo, 14 de diciembre de 2008

IMPOSTURAS

Por estas fechas, ya se sabe, la tiranía del calendario nos arrima a los excesos. A los excesos, digo, en las tasas de pobreza en el mundo, a los excesos cojitrancos, de ricos llenos de mierda. A una numerología que estudia las muertes como una estadística disecada y maloliente, tan molesta para los capitales, como un lastre para una navegación. Y seguimos sin hacer nada serio en el mundo por los que mueren, al contrario de los socorros que arrojamos como puños a las inmobiliarias que han pertrechado nuestras vidas de hipotecas y ruinas morales. A los bancos, que lo pueden todo y lo consienten, a esos ladrones de zurrón deshilachado, Siguen saliendo al paso de los malhechores que desvencijaron los umbrales, a los que paseaban sus billetes como estampas de santos, santos del euro envirotados hasta la coronilla. ¡Para qué tanto dinero si las molleras están más huecas que una barrena seca!
En estos días he dado con un músico genial que me ha despertado algunos instintos adormilados. Eli “Paperboy” Reed, el músico, canta en su The True Loves como un ángel taimado caído de tiempos remotos, tiempos en que la música poseía la capacidad de trazar una línea sobre el agua y marcarla en tu espíritu. Un tamiz, la música que impregna las posturas ante la vida y ante los conciudadanos con una parsimoniosa y delicada estructura insobornable. Por eso escribo en crudo sobre los excesos, sobre estos días de mentiras enqistadas en las verdades de los niños; por eso me levanto y grito contra estos tiempos de eufemismos e insinceridades, en estos días en que las calles se llenarán de una felicidad infundada y mustia, como una flor de un día que jamás fue flor, como una caída del sol hasta la garganta ronca de los mares.
Un último tiempo para este trópico -lastimero acueducto de mis banalidades más remotas-, que no se acopla a los días de navidades y fiestas, villancicos y tremebundas pamplinas de la Navidad. Un grito con la garganta limpia, con la voz pura, colmada de tierra y luz, para estos días en que lo único que me apetece es no vivirlos de esta manera. Por eso corro, huyo, desespero. O escribo y te lo cuento.

jueves, 11 de diciembre de 2008

PASAJES CON EL PADRE BROWN.

Colijo un par de pasajes de Góngora y Quevedo y espero que las ideas cojitrancas salgan al encuentro de esta disposición. Recuerdo, en principio, Inquisiciones, de Borges: “Hay la aventura personal del hombre Quevedo: el tropel negro y desgarrado que eslabonaron con dureza sus días, el encono que hubo en sus ojos al traspasar con sus miradas el mundo…”. El hombre-Quevedo, así escrito, con una soga lanzada por la “e” hasta la “Q”; el hombre apoltronado en la cima de los versos, que hospedaba su mirada en la vulva religiosa y pacata, a un tiempo, del Imperio que contemplaba desmoronado. El mundo por de dentro, como un practicante que hacina la exudación de los hombres -ah, de la vida...- en un siempre fue jamás.
Leo los Sueños, de Quevedo: “Los sueños, Señor, dice Homero que son de Júpiter, y que él los envía…”. Le doy cierre a las páginas del libro de Quevedo y a continuación abro la edición de Góngora y el Polifemo, de Dámaso Alonso, concretamente el tercer tomo de esos tres libros rojos, de tamaño pequeño y que tanta placidez han dispuesto a mis días de estudiante y aspirante a filólogo. En ese libro, en la estrofa cincuenta y uno, lo siguiente: “Del Júpiter soy hijo,[…]”.
Góngora, un sueño unifocal, como un Polifemo; Quevedo, un Júpiter cristiano.

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Cada vez tengo más claro que el lector es un detective en busca de la verdad literaria. Un detective afilosofado, pertrechado con las retinas afiladas y con la sed de espacio y de infinito, como el verso de Darío. Un lector nunca prevee sus lecturas: siempre se atraviesa alguna disquisición que lo extravía y distrae, que lo conduce a otras bifurcaciones en la propia bifurcación. Algo así como un Holmes o un Dupin que llega a un piso sin ningún prejuicio, sin ninguna estrategia preconcebida a la espera de comprobar que, el cuerpo muerto que yace tendido, es el inicio de una trama que todavía está por nacer.
Evidentemente, el espacio de acción del lector es una biblioteca. En ella husmea, olfatea y vislumbra la caza mayor de un volumen que sólo puede ser catado en sus inicios.

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Ayer fui a una librería como un lector de esa ralea, sin concesiones de ningún tipo a suplementos, críticos y modas varias que, en buena medida, guían las lecturas del grueso de los lectores. Aparecí de incógnito. No quise llamar la atención en ningún momento. Sólo mantenía mi entusiasmo por poder desplegar todas mis pesquisas sobre los tomos seleccionados. Apliqué mis argucias sobre un libro de cuentos - no me atreví a rescatar mi viejo monóculo-, otro de crítica literaria escrito por un novelista; revisé las ediciones de los clásicos grecolatinos –nunca se debe dar nada por sabido y archiconocido, menos en las letras, siempre la lectura es nueva-, y, finalmente, salí de la librería acompañado por el padre Brown. Sí, el mismo padre Brown agarrado de mi brazo joven. Sus cataratas y achaques óseos lo tienen destrozado, maltrecho.
El padre Brown me obligó a tomar unos vinos con G.K. Chesterton en una recoleta plaza cercana al centro de la ciudad, en plena ebullición de fiestas y celebraciones.
Arrellanado en un sofá de un café, esperaba la mirada achinada y bigotuda de Chesterton. Lo acompañaba un ciego con un bastón y una corbata de color azul, tan azul como un aire bueno y primoroso. Estaban discutiendo y no me pareció oportuno interrumpir aquel diálogo de citas y referencias miles, de asesinatos y sucesos en la rue Morgue, -ah, de la rue Morgue- y lo que vino después.
Sólo recuerdo una respuesta del ciego como un sueño lanzado por Júpiter. Para entonces, el padre Brown había desaparecido. Comprendí que me estaba esperando en las páginas de Los relatos del padre Brown que llevaba en las manos. Aturdido, me presenté de inmediato y sólo pude articular dos palabras: "este libro", -como si estuviese enseñando un cuerpo sin vida, un pedazo de carne pútrida-.
El ciego me hizo leerle las primeras páginas de “El Candor del padre Brown”. Ahora sólo puedo recordarlo todo como un sueño atrofiado, como un grito descoyuntado de un Titán que clama las virtudes de la ironía, la inteligencia y los dones.

martes, 9 de diciembre de 2008

SI HAY CAMINO HAY FIN: UN RODEO AL YO.

¿Qué clase de palabra es la palabra poética? ¿Qué camino procura la poesía al habla? Dijo Martin Heidegger que el habla es “la casa del ser”, pero también dejó esbozada una teoría que me permito rescatar a pesar de mi torpeza interpretativa. Las palabras de Heidegger desprenden que si el habla de los mortales nombra, aproxima realidad o la crea, el poema es el habla puro, dador de desnudez, en cualquier caso, la pureza de invocar del ser humano. Pero a continuación dejó escrito: “Lo contrario a lo hablado puro, es decir, al poema, no es la prosa. La prosa pura no es jamás `prosaica´. Es tan poética y por ello tan escasa como la poesía".
En pocas ocasiones me he topado con unas palabras tan certeras para aproximarme al fenómeno literario. En mi búsqueda, en ese raudo devenir de la lectura, me doy cuenta de que la prosa y la poesía, un verso de Juan Ramón Jiménez o Rilke, un capítulo de una novela de Proust o Mann, un pasaje de Dickens o Kafka, una elocuente página de Ortega y Gasset o de Schopenhauer, pueden procurarme el hábitat necesario para adentrarme en esa casa verbaloide e inasible del ser.

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En cualquier caso, debemos suponer que el yo es una ficción. A pesar de lo que muchos autores
-entre ellos mis predilectos- hayan querido desvirtuar en las novelas. Disculpen el perogrullo, pero yo no lo tenía tan claro. Porque en poesía el atajo del yo es permutable, insustancial y felizmente reconocido, entre los lectores, identificado con el "sujeto poético". ¿Por qué no así en las novelas? ¿No procura la prosa la misma sustancia que la poesía? Abro un libro de Montaigne y lo primero que me encuentro es una ironía que presenta los volúmenes de sus Ensayos. El humor de Montaigne, no lo entiendo de otra forma, es paralelo al de Cervantes. Y escribo humor, y escribo ironía, el haz y el envés de la genialidad.
Montaigne: “Así, lector, yo mismo soy la materia de mi libro: no hay razón para que ocupes tu ocio en tema tan frívolo y vano”. Frívolo y vano el yo de Montaigne, a sabiendas de la profundidad de sus escritos en 1580.
Chateaubriand, en el "Prefacio" a sus Memorias de Ultratumba: “Como me es imposible prever el momento de mi fin, y a mis años los días concedidos a un hombre no son sino días de gracia, o más bien de rigor, voy a explicarme”. Esto lo escribió un señor a punto de cumplir setenta y ocho años. ¡Voy a explicarme!...y para ello escribe cuatro volúmenes de más de seiscientas páginas cada uno. La ironía de este vejete católico y perspicaz llegó al paroxismo cuando declaró a continuación en el mismo "Prefacio": “es hora ya de que abandone un mundo que me abandona a mí y que no echo de menos”. Así las cosas las memorias venían a contar l que nunca le sucedió al francés, lo que pudo conar el ángel caído del paraíso, el proscrito de la vida. Los escritores son demonios desobedientes de los colmillos celestiales de la vida eterna. No se la cren y por eso escribe desde el arco iris, allí donde la vida significa que ya no es.

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Estoy convencido de que a Cervantes -“yo sé quién soy”- le ocurrió algo parecido. La vida lo abandonó, terminó por expulsarlo de sus límites y fue entonces cuando adquirió esa propiedad inaudita de los mortales que los dota para escribir más allá de su tiempo. Montaigne quiso escribirse a sí mismo, desgranarse en letras; Chateubriand, “explicar” su vida a la manera de unas memorias póstumas, Cervantes, desgajar de su visión tremebunda y vitalicia la otredad de su ser.
Imre Kerstész escribió Yo, otro para proferir un exorcismo a su yo, a sus días, para evacuar de sus recuerdos la vida del otro que habitó en él. Y por eso mismo el camino al habla, como casa del ser, prefigura en estos escritores una teleológica fascinación.

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Escribir, dador de vida; escribir, escindir un abismo para habitarlo con la ficción. Esa escisión es la vida. ¿Tu tiempo? En un recuerdo acumulado. Sólo la palabra lo recupera, por eso es órfica y salvífica, recupera y sustrae de los adentros (de sí mismos) el tiempo perdido al ahora. Roba lo que fue y le otorga la sustancia del ahora, perenne, obviamente.

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Como escribió Gracián en su Oráculo manual y arte de prudencia:” No se nace hecho: vase de cada día perficionando en la persona, en el empleo, hasta llegar al punto del consumado ser, al complemento de prendas, de eminencias”. Describen estas palabras de Gracián la manera de estos letrados que se han apoderado de esa aspiración como forma del ser.
De la misma manera que, en otro pasaje de Gracián, he querido ver a Don Quijote leyendo a carcajadas lo que Baltasar disponía.
Esto supongo que leyó el bueno y benigno de la Mancha: “El varón consumado, sabio en dichos, cuerdo en hechos, es admitido…[…]Algunos nunca llegan a ser cabales, fáltales siempre un algo; tardan otros en hacerse”.

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También soñé con Don Quijote recitándome a los pies de la cama varios pasajes del Tractatus... de Wittgenstein. Como un rosario, no cesaba de repetirme: “El mundo es la totalidad de los hechos…”, una y otra vez, para terminar con la voz en grito: “fazañas, fazañas…”. Luego, sosegado, me decía: “Si una pregunta puede siquiera formularse también puede responderse”, y yo me escondía debajo de las sábanas como si quisiera encontrar entre ellas las migajas de mi entendimiento, el oráculo de mis fascinaciones, las memorias de ultratumba, las posesiones del yo, otro, el camino del ser...

sábado, 6 de diciembre de 2008

PATENTE EN BLANCO DE PÉREZ REVERTE QUE FUE VILA-MATAS.

Con patente de corso he leído en una entrevista a Arturo Pérez Reverte en El País, una afirmación vilamatiana, de esas que se clasifican inmediatamente como metaliterarias o metafictivas y que tanto irrita a los que buscan en el libro un meneo aventurero o un tobogán de espadas o malandrines. "El libro que no te lleva a otro es estéril, fallido", eso ha dicho Pérez Reverte, y por unos momentos, me he quedado cavilando sobre la posibilidad remota de que en literatura exista un territorio de encuentro, una especie de aleph, en que por un camino o por otro, la literatura sea un jardín de senderos que se bifurcan, pero que terminen enjugados por la misma sustancia.
En ese sistema de la literatura, cada libro viene a ser una delicada parte: una letra, un sonido, una sílaba de un lenguaje singular y propio. Hay libros que sólo alcanzan el nivel fonético y no pueden trascender más allá de las pretensiones epidérmicas del ser. Otros se instalan en el nivel semántico y producen nuevas significaciones a la vida humana, maneras insospechadas de dotar de significado a la vida. Sin embargo, hay libros que son la literatura misma, que de ellos emanan otros libros porque lo contienen todo, participan de todos los niveles y los reinauguran, se inoculan en el espíritu. Cervantes, Shakespeare, Montaigne, Platón, Aristóteles... son algunos autores que engendraron el seno de ese aleph.
Por todo esto, me alegro sobremanera de que, de vez en cuando, alguien que practica una literatura que no es de mi total agrado, confirme que ésta es simple y compleja, única y universal, un útero edificante que procrea a pesar de los bastardos que le salen alrededor.
Un libro que no te conduce a otros libros es un libro estéril, y hace poco hablé de la fecundidad del lector como el disparadero de las lecturas que se esconden, como marcas de agua, tras las líneas de un libro.




martes, 2 de diciembre de 2008

EN EL FESTÍN DE ESOPO.

En la mesa, un festín: la prosa y el pensamiento de Octavio Paz que emana tras la lectura de Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo. El tiempo, en esa lectura, se envuelve en la circularidad del mito; todo lo que toca con el verbo lo transmuta en primogénito, incestuoso, laberíntico, espíritu; algo que es nada y es todo.
Explica Octavio Paz que este libro surge tras la lectura de Lévi-Strauss y que el polígrafo francés sobrevive al devenir de la evolución etnolingüística porque nunca optó por una posición unívoca hacia el estructuralismo.
En la mesa, mientras dialogan Paz y Lévi-Strauss, dejo que las palabras vayan tejiendo esa solidaridad con la finitud humana. Me levanto de la mesa, pidiendo disculpas, y agarro un libro del francés que se titula Mito y Significado. Leo lo siguiente en el apartado referido a la Música y el Mito: “La música destaca los aspectos referidos al sonido ya presentes en el lenguaje, en tanto la mitología subraya el aspecto del sentido […]”. Luego viene a explicarnos que la relación entre la música y el lenguaje es espinosa porque, si bien comparten la existencia de sonidos, que por sí mismos no poseen significado, en el lenguaje existe la palabra para solventar el problema. En la música no hay palabras, hay frases, oraciones.
Esta visión eminentemente estructuralista de la música, me ha servido en buena medida para entender que la escritura de Octavio Paz es un discurso musical apoyado en los sonidos de la lengua pero cuyas palabras se establecen para conseguir eso que, en definitiva, llamamos arte. La opinión de Octavio Paz en este ensayo es una respuesta artística que procede a continuación de la lectura a levantar los límites del significado. Por este motivo, fui raudo a leer a Strauss, quería escuchar la melodía primera, para entender a continuación las variaciones sobre el tema del mejicano. De esta manera la lectura se convierte en un proceso bifocal, bifurcado, ambidiestro que plantea una encrucijada: el arte es transmutable en ensayo, en poesía. La crítica y la lectura no son más que posibilidades de esa transmutación. La poesía en sí es una lectura de la tradición, digo. Y a continuación afirmo que la literatura es la lectura del espíritu. El lenguaje son los sonidos, las novelas son las palabras, la poesía el significado. El arte procura la mixtura de estas tres sustancias bajo el dominio enigmático de un creador.


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Quiero destacar el apéndice de la obra. Este apéndice está dividido en seis apartados. El primero es una defensa del concepto de formalismo más allá de las restricciones lingüísticas. El segundo está centrado en las aportaciones de Chomsky. El tercero aboga por un análisis de la mitología en Méjico. El cuarto procura una interpretación de los mitos desde la perspectiva lingüística, en que los mitos son frases o partes de un discurso que comprenden a todos los mitos de una civilización. Parada y fonda. En este sentido Paz propone la lectura de Góngora no como una poesía que está después de Garcilaso y antes que Rubén Darío sino un texto en relación dinámica con otros textos, no un texto aislado sino participante de un sistema de textos.
Así, al considerar la poesía como un sistema más que como una historia, la significación no depende de la cronología ni de nuestro punto de vista, más bien se alza dentro de las relaciones que mantiene con otros textos y del resultado de ese movimiento. Puede que la obra de Quevedo refulga en los versos de Vallejo o de Borges y es ahí, en ese estar ahí, el movimiento que debemos interpretar. En definitiva, explica Paz, “ La idea de de Lévi-Stauss nos invita a ver la literatura española no como un conjunto de obras sino como una sola obra. Esa obra es sistema, un lenguaje en movimiento y en relación con otros sistemas: las otras literaturas europeas y su descendencia americana”.
Al recibir esta invitación no puedo más que aceptarla con gratitud, con la benevolencia del que escribie leyendo, del que desgarra de su lectura las posibilidades de la ficción.


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La poesía trasciende el lenguaje…dice Paz: “toda frase dice algo que puede ser dicho por otra frase, todo significado es un querer decir que puede ser dicho de otra manera. La frase poética no es un querer decir: es un decir irrevocable y final, en el que sentido y sonido se funden”. No puedo dejar de adquirir estas palabras para volverlas a escribir yo mismo. La inteligencia se hace presente, estructuralismo y poesía, pero escrito por un poeta. Lenguaje y pensamiento, pero trazada la virtud desde la posición artística. Así pues hay un antagonismo entre la matemática y la poesía que reside entre los significados múltiples y variables de la palabra poética y el significado unívoco de la matemática. Pienso ahora en los versos de fray Luis o San Juan de la Cruz, aspiraciones místicas que surgen de la inmovilidad finita del hombre hasta la hondura múltiple y desparramada del significado, de la aspiración a la armonía de las esferas.


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Un círculo finito con aspiraciones rectilíneas, es la poesía mística.