miércoles, 30 de septiembre de 2009

La posibilidad de no haber sido.

No seré yo quien se baste a sí mismo. No seré yo quien reduzca esta persona que escribe a una colección de cotidianas estampas. Seré, más bien, una confesión, el trasiego que ocupa un lugar, el lugar, entre la vida y la escritura. Tú eres alguien que, dentro de ti, traza el silencio y el infinito. El hombre es la síntesis de la posibilidad de no haber sido, aun siendo.

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Quizás para entendernos tendríamos que advertir que sólo somos nuestro límite. Un límite colinda entre la espesura de la sustancia y la nadería del abismo. El límite es zona fronteriza, cuajo de sinrazones, adelantada contradicción. ¿Y qué, en tal caso, somos? Cioran: “ser es ser tu propio límite”, y en él nos conjugamos con la vida. Aunque esta ilusa sentencia no se achica y contrae ante tamaña afirmación: “¿Qué soy sino una ocasión en medio de las infinitas probabilidades de no haber sido?".
En esa liminaridad, la música es dadora de realidades incandescentes que brillan y acaloran, pero que despojan del alma.

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Esta tarde he podido ver de nuevo el vídeo en que Glen Gould interpreta las Variaciones Goldberg. La actuación hay que verla porque Gould aspiraba a convertirse en la música misma y pensaba que había que eliminar el piano, la barrera material, entre la partitura y su interpretación. Algo parecido a la prosa de Thomas Bernhard, una sucesión, un bucle de insinuadas cadencias que penetran hasta esa zona desprovista de asideros, pero que desprende placer, el placer de leer conmovido por la palabra en su más limitado lugar.
En esa grabación ocurre que Gould parece tararear las notas al tiempo que las acomete. Ese tarareo, unido a su encorvada posición sobre una silla con porte casero, hacen de la interpretación una peculiar manera de arrastrar la inmensidad de la música. Esta tarde, al escuchar las Variaciones en manos de Gould, he sentido cómo esos versos de Rilke que exaltan a la música han tomado cuerpo. Dice Rilke: “Si yo supiese, ay, para quién sueno/ podría murmurar siempre como lo hace el arroyo”. Gould murmuraba como el arroyo ante esa partitura y por eso no dejó de interpretarla nunca; sus manos eran manantiales claros, líquidos, sucesión de fábula de fuentes.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Dejo que el fraseo de Rimsky-Korsakov establezca las pautas de esta tarde. Quiero decir, que disponga la sintaxis de estos minutos. En cualquier caso, que deshaga este día. Es más, me importa poco este día y esta tarde y su fraseo. Por pocos minutos, me he sentido capaz de dejar de escribir. Terror absoluto.
Junto a Cioran observo el claroscuro de Rembrandt como una disposicón del hombre. Esa es nuestra perspectiva en la vida, un claroscuro, una contradicción, la escasez de lo luminoso. Dice Cioran: "Rembrandt me ha enseñado qué poca luz existe en el hombre". En pocos días, leo referencias a Rembrandt en dos autores distintos, Sebald y Cioran. Ambos destacan esa condición sinuosa del pintor: extraer de la oscuridad el aliento de infinito.


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Llevo unos meses pensando que Vila-Matas decidió escribir una página para colocarla en cada uno de sus libros. De este modo, esa página se ha convertido en el talismán que atraviesa su narrativa. Una página que cifra su literatura, la clave de bóveda que, al ser descubierta, provoca que su literatura se rebele transparente. En esa transparencia está disuelto Vila-Matas desde Bartleby y compañía. Bartleby, Montano, Pasavento, la materia voluble de su Diario o las exploraciones en el abismo son variaciones de la misma idea, de la misma página. Hoy, por ejemplo, alguien me ha preguntado por qué me atrae la literatura de Vila-Matas. Le he contestado que su potencia ficcional reside en la sensación de escribir como si fuera la última. Pienso que el autor se sienta cada tarde con Montaigne, que se aísla en su castillo para observarlo detenidamente. De la misma forma que, cuando pasea por París, Vila-Matas hace de Pérec y entonces deja que la vida le dé instrucciones de uso, que la vida se deletree ella misma.
No sé si esa página existe o no, si la he leído y ya forma parte del olvido, pero tengo la certeza de que existe. Es, en cualquier caso, un juego que acabo de establecer y que, en resumidas cuentas, es como darle cuerda a un reloj, como fijar las horas en un reloj según Cortázar.
He leído los libros de Vila-Matas en París, en Roma, en Cuba, en Marraquech, en Portugal, en Dublín, en Parma, al aire libre, junto al mar, en cualquier lugar en que he sido lector. Esa página persistirá allí, en ese territorio de la evanescencia.
En Dublinesca aparecerá de nuevo esa página, con las mismas oraciones, con el mismo e idéntico suceder de sus palabras. Una a una irán remozando en mi memoria el eco de la prístina escritura. Y recobraré la lucidez y querré escribir para entonces y leer lo que es imposible leer como humano. Cuando eso ocurra seré incapaz de marcarla, de dejarle marca alguna con un lápiz, acaso de realizarle un tatuaje. Será voluble su materia, correrá con el viento ligero en Parma, como un mal en el abismo, como una abreviatura, portátil, que concede la felicidad que la literatura pueda ofrecer.

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Es imposible decir del silencio sus hechuras.

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Un contrapunto, como un contrapunto me veo entre la gente, sucediéndome sin orden, en concierto con nada, en desacuerdo con todo. Con todo excepto con la escritura. La literatura no salva la vida, el arte no salva vida. Jamás una persona que ha entregado sus horas y sus días a una disciplina artística ha logrado salvarse. Sin embargo, la muerte en esas vidas es un punto y aparte, no un punto final. No acaba el tiempo con la muerte de un escritor, antes al contrario, ha vencido la literatura el desafío de saberse finita. Para esa empresa, el hombre ha de olvidarse de todo lo demás, de las peregrinaciones a la fama, de las sinuosas ofertas de los que no conocen el trasunto de las letras. Como dice Claudio Magris: “La literatura no salva la vida, pero puede darle sentido”. Y el sentido se ofrece y jamás se interpreta. Efectivamente, la literatura carga de sentido a la vida. Aunque ese sentido sea un contrapunto a la vida, un silencio anclado en el bullicio del tiempo.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Fragmentos.

El hombre es un fragmento de un libro futuro. Mi imagen dejó de reflejarse en aquella parte del canal. Se había disuelto en el vaivén del pequeño oleaje que golpea sobre la piedra. Sobre la piedra de los siglos, sobre la anatomía de una ciudad. En ese momento comprendí que mi rostro formaría parte de un futuro reflejo, que mi rostro sería fragmento de un libro futuro.
Pienso todo esto después de unas décadas. He vuelto al mismo puente en que arrojé mi rictus al pausado movimiento de la laguna. Contemplé mi rostro. Tal vez la literatura no sea más que ese reencuentro.

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Con Cioran he aprendido a no escribir un hombre, a no decir este sentimiento que atrapa, a escribir con la indeterminación que es connatural al ser humano. Cioran escribe sobre la desolación, también sobre las quimeras. Jamás encontrará nadie en Cioran su desolación, jamás su absurdo. Por ejemplo, escribe: “Cuanto más se conoce a un hombre, más cerca se está de una fatal separación de él”.
El estado más humano en que puede entenderse un hombre es escuchando música. Tal y como se muestra Cioran en todo el libro, en cualesquiera de sus páginas. Cioran es un fragmento de un libro futuro, es materia de un libro futuro que suena y sentencia, que enciende y resucita las intrínsecas sentencias del olvido.

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Fue el primer libro que compré del poeta José Ángel Valente, Fragmentos de un libro futuro. Ahora lo leo como una biografía. Hay un lector nuevo en cada momento, hay un lector que se impone tácitamente sobre cualquier otro que nos habite. Un lector es, en realidad, el perímetro del ser que se concede.
Cuando Valente escribe: “Estás/ en tu luz no visible, no engendrado,/único, el único”, me vuelvo a mi luz no visible en busca de el único, que allí me espera. Por eso vuelvo a Venecia, a aquel rincón que suspende a cualquier olvido, al mismo rincón en que las aguas dejan ver la luz no engendrada, la única que hace estar.
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Fijo mi atención en un cuadro de Magritte. me veo allí reflejado, entre otros cristales que vidrian la realidadd, entre otros fragmentos, algunos paisajes. Por cierto, suena una música. Allí se encuentra el que soy.

jueves, 24 de septiembre de 2009

A pesar de uno mismo.

Puedo decir, a pesar de mí mismo, que no es el mío, este tiempo. Con el verso de Gil de Biedma, con esa seriedad recoleta, surtida de cotidiana veracidad, escribo hoy a pesar de mí mismo. Uno debe hacer la vida a escondidas, debe ser una vertiente secreta y silenciosa de aquel que nos acompaña y nutre de cotidianas sublevaciones o míseros trabajos o innecesarias reuniones. A veces, pienso que, si no tuviera que atender al cabo del día tantas y tantas cuestiones efímeras e insignificantes, podría verter todo el tiempo en leer y escribir. Entonces no sé si alcanzaría la felicidad, pero estaría dejando mi vida a un lado. Ese es el comienzo del arte.
Para un escritor, el sufrimiento es la propia vida, porque concentra la lucha y la disputa con el tiempo recobrado. Se dice que, en cada página, va un pedazo de la vida del escritor, al menos, una sustancia del tiempo invertido en perfilarla. Yo creo, más bien, que lo que se concentra es un olvido.
Desde no hace mucho, me trato como si no quisiera vivir en mí mismo, antes al contrario, toda mi vida es una práctica de aquel vivir sin estar viviendo de la época áurea. En Sanlúcar, he soñado demasiadas veces con el manuscrito de san Juan de la Cruz. Y he visto en esos sueños la proclive necesidad de concertar una huida. Un pacto entre uno mismo. Adiós, esto fue todo, diría a mi rostro quedo y mudo.
San Juan provoca en su poesía una huida continua de sí mismo, un cántico a la fuga, un necesidad de montes claros, de silbos, de valles sonorosos, es decir, de una consagración con la primavera. Y así me proyecto mañana, así me recojo ayer. Como un arpegio desubicado que busca la desconcertante nota de su armonía. Porque, a decir verdad, la vida efectiva, la que se desdibuja en compromisos sociales, es un rotundo lastre para el arte, por lo tanto para la verdadera vida, quiero decir, para el arte.

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Movido por estas aspiraciones a la desunión, me apetece recorrer algunas tumbas. Un diálogo con un muerto es una doble conversación. Por un lado, le hablamos a nadie, a un fue. Por otro, tenemos por delante su obra, corriente infinita.
De la mano de Nooteboom, me acerco a la lápida de Valéry. En ella, el blanco resplandece sobresaliente por entre las tumbas de sus familiares y de su esposa. No puedo dejar de preguntar por el trabajo hercúleo de sus Cahiers, esa magna obra de lectura imposible. A falta de estos Cuadernos en su tumba, me pregunto cuántas vidas harían falta para leerlas en profundidad, para al menos, saber recordar la obra de un escritor de este calibre. Nooteboom me mira cabizbajo, con los ojos puestos en la lápida sita en el Cimetière Marin. Vámonos, me dijo. Debo empezar a escribir. Para colmo, me deja en el aire: "Escribir es otorgar resplandor a nuestra lápida".

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No es este tiempo para mí, más bien para el otro que me habita y escribe, para el otro que lee y que reflexiona, en cada minuto, por los artificios de la sintaxis, por la prolija creatividad de la mente humana. A pesar de la ficción, el hombre es un ser inexplorado, un ser que necesita desersirse para comprobar hasta dónde las artes. La convicción de que el arte es un método de dilatación de la vida, la convicción de que escribir no alarga mis días, sino que los proyecta a otro momento que jamás percibiré, se aposenta, como un reinado inamovible, en cada sílaba, en cada silabeo. A pesar de mí mismo.


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Con todo, leo a Cioran. Es la cima de la desolación y la negación del ser. Pero ese allanamiento totalizador del ser me emociona y brinco como un loco con sus sentencias y río como un loco con sus quimeras librescas y me tiro al suelo, como un loco, para mirar al mundo desde abajo y arranco las páginas del libro y las repito en voz alta para que las escuchen los vecinos, el mundo, como un loco. Cioran hablando de la música mientras suena un concierto de Vivaldi para dos violines -músico de estaciones- y me pienso uno de esos violines violando el espacio y me pienso como uno de esos arpegios que tensionan la vida y la desalman. Así desalmado concluyo con la música, y vivo sin vivir en mí, sin estar viviendo.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Significar lo invisible.

Hoy he mencionado a Mario Praz y todo sucedió desde entonces como una reminiscencia. Mauricio Wiesenthal dedica unas páginas a la figura del profesor romano y al halo de misterio y malditismo que lo acompañaba. Praz ha dejado un par de libros de visita inexcusable y que han sido felizmente reeditados, La carne, la muerte y el diablo en la Literatura romántica (Acantilado) y Mnemosyne (Taurus). El paralelismo entre la literatura y las artes visuales. Sobre este último he hablado en otras ocasiones en este trópico, pero no es motivo para dejarlo en el olvido. Su relectura es grata y nos depara caudalosas sorpresas, sobre todo cuando el profesor indaga, con signos irracionales y lógicas ambiguas, sobre la significación de la palabra. Tal es así que, cuando se refiere a Rilke dice lo siguiente: “En el arte abstracto de Paul Klee encontró Rilke la solución del problema que requería toda su atención: el de la relación entre los sentidos y el espíritu, entre lo externo y lo interno. En resumidas cuentas, Praz viene a decirnos que el paralelismo existente entre la pintura de Klee y la poesía de Rilke, especialmente Las elegías del Duino, estriba en que el simbolismo no se desarrolla a partir de elementos de la realidad, sino que constituyen un lenguaje cifrado.
A continuación, como si todo esto no fuera motivo suficiente para enarbolarse en profundas meditaciones o en una perpleja admiración poético-pictórica, recuerda unas palabras que escribió Rilke a Sophy Giauque en la que se refería a la poesía japonesa:
“Se toma lo visible con mano firme, se lo coge como un fruto maduro, pero su peso es nulo, porque apenas colocado se lo obliga a significar lo invisible”.
Aún recuerdo el silencio de los muros en Duino, la invisible escansión de la realidad desde aquel balcón que divisa las aguas del Adriático. Incluso la minúscula caligrafía del poeta parecía que rer concetrar en ella una realida misteriosa, reservada al encuentro de una verdad que espera ser recorrida como un sendero. Nunca lo dije, pero tuve un encuentro con Rilke en su sendero. Desde entonces escuho en la noche sus semblanzas. Jamás un ser humano vovlerá a repetirlas.

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La poesía es el significado de la invisible. Acaso la pintura, la mención colora de la invisibilidad. La música es la materia, la transparencia. Con todo, la poesía de Rilke está asentada en esa zona limítrofe en que nada se aposenta en ningún lado, en que nada es susceptible de enjuiciamiento. Así entendida, la poesía es la expresión magnánima de la realidad a la que aspiramos pero no sabemos nombrarla ni habitarla.

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Con Cioran hay una anulación total del ser. En esa anulación, Cioran prescribe los males del hombre, las viciadas costumbres que nos han conducido a un derrumbe moral.
Cada vez, con más ahínco, creo en la desaparición de la cultura europea y, por tanto, en la existencia de un espíritu europeo. Sístole y diástole. En esa cultura europea, como aboga Curtius, puede uno levantar los velos de la creación literaria de un acervo cultural que nos prefiguró. En estos tiempo, las cualidades de la cultura grecolatina han ido desapareciendo a favor de una globalización demasiado hinchada de vacío. A veces, cuando visito una ciudad como Roma o París, algo se despabila en mis adentros: una proclama interna e indecible. Lo único de lo que estoy seguro es de que en esas calles, en los trayectos que recorro por los bulevares o las plazas, hay algo que concierta con mi sensibilidad. No sé si una reminiscencia de un espíritu perdido que, a pesar de todo, vaga y deambula por donde alguien lo sueña.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Reminiscencia y transformación.

La realidad es reminiscencia y transformación. De ella debieran aprender los escritores su intermitente consenso con la razón. De ella, de sus desvíos e intrincados recorridos, los escritores debieran extraer esa sustancia indisoluble y manifiesta, la palabra. Hay que robarle las palabras a la realidad, aunque para esa tarea, el escritor tenga que pensarlas y hacinarlas con la transmutación del estilo.
Otorgar a la sintaxis existente un brío nuevo, un ritmo incandescente, pero silencioso; una disposición analfabeta y desbordante, digo, en ese camino, me sitúo como si anduviera por una ciudad en ruinas, una Pompeya tácita, en que verter las secuelas de la vida equivale a pasear por sus piedras lancinantes. El tiempo es un Vesubio iracundo que atemoriza con su magma.

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La realidad es reminiscencia y transformación. Cuando W.G. Sebald procura una disección de sus recuerdos proyectados en un cuadro de Rembrandt, ocurre la reminiscencia. Justo cuando incorpora su ficción, esto es, las palabras que forman su texto, Los anillos de Saturno, sucede la transformación. Ambos actos, el de Rembrandt y el de Sebald, se acoplan en una misma dirección. Como un anillo, las dos propuestas parten de un recuerdo, de una reminiscencia cada cual independiente.
Con esta propuesta Sebald integra en la literatura las cualidades pictóricas a través de la palabra. Todo ello, además, lanzando, inexorable, el látigo de la ficción: Thomas Browne fue uno de los espectadores de esa disección.

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La primera frase de una novela es reminiscencia y transformación. En ese momento de la lectura, comenzamos a adentrarnos en los mecanismos de la ficción. El uso de los mismos depende del escritor, nunca son idénticos. Con la lectura, nos alejamos, al tiempo, de la realidad circundante a favor de una realidad basada en el sonio hueco de las palabras en la mente. García Márquez sabe de la importancia del arranque de las narraciones y por ello considera, en El olor de la guayaba, que en el inicio de una novela puede uno calibrara la longitud, el tono, el estilo y hasta la estructura de un libro.


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Así entendida, una quimera es una reminiscencia transformada. Dice Cioran: “No basemos nuestra vida en certezas. Que la vida sea un impulso irracional”. Una certeza es una disposición racional de lo que no ha venido. Tengo la certeza, estoy en lo cierto son expresiones que denotan la falta de perspectiva y suspicacia. Tajantes agarraderas de la realidad, las páginas de un libro sopesan los momentos de la lectura como frutos maduros e irrepetibles. Nunca dejamos de leer como nunca la tierra dejará de brotar. Leer es un acto mineral.


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Las certezas son utópicas sentencias del amanecer

domingo, 20 de septiembre de 2009

Lágrimas de celulosa.

Con la poesía no decimos nada, lo sugerimos todo.


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El escritor convierte un ejercicio, una cotidiana acción, en una necesidad. Un día sin escribir es una paramera sensación de vacío. Cuando eso ocurre, cuando otras empresas merman el tiempo y lo reducen a nada, el escritor se siente saqueado. Entonces el hastío puede ser tan mortal como un veneno, más fuerte aún, porque no escribir un día es una traición a uno mismo. No escribir un día es dejar de ser por una vida. Eso supone anularnos, disolvernos en el magma pútrido de las aspiracione sociales.
Algo parecdio ocurre cuando las preocupaciones están más allá de la palabra, del compromiso diario. Las publicaciones se han asentado al norte de las brújulas con que los nuevos poetas o narradores, dramaturgos o ensayistas ensamblan sus obras. Más aún, las publicaciones con reconocimiento social, es decir, la publicación en una editorial que le augure presentaciones, recitales o cualesquiera de esas comparsas festivas en que se mencionan palabras tan prostituidas como “genialidad”, “prematuro”, “voz personal”, “estilo único” o “imprescindible”.
Luego de este carrusel de memeces, la obra queda arrinconada, como es su sino, arrinconada de la algarabía y la felicidad impostada. De nuevo, pasados los festejos, el escritor prosigue con su trabajo, como esa curva praxiteliana que se desliza inevitable. El escritor, en ese estado natural de soledad, en ese estado en que sólo se vive y no se convive, no tiene mas remedio que escribir para seguir viviendo. Y ahí algunos se ahogan y se mueren.



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Cuando hablo de poesía con algunos amigos, pocos, es cierto, muy pocos, a decir verdad, sostengo que la poesía es aleatoria y que uno no es poeta para siempre, como puede ser otra cosa. La poesía es una suerte de aparición sintética, de aglomeración de intuiciones que tenemos que convertir con las proteicas técnicas poéticas. La música, el ritmo, el silencio, la palabra ajustada a una forma. Cuando eso sucede, no tenemos más remedio que advertir la aparición de una sostenida sensación poética. En ella no cabe la dilatació extrema en el tiempo.
Paul Valéry, en sus Cuadernos (1894-1945): “El comienzo verdadero de un poema debe venirle al autor como una fórmula mágica de la que ignora todavía todo lo que se abrirá”. La poesía es una fisura en la realidad por la que colamos la palabra como un canto mineral. Con ella no sabemos a dónde nos dirigimos, ni siquiera la forma que contendrá nuestro pensamiento. En todo esto hay una cosa obvia, el poeta piensa y disecciona con la virtualidad de los pensamientos. Que ellos le sean cognoscibles es otro cantar del que no sabemos nada.


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Hace unos días, salí de la librería cargado de libros, de muchos libros, libros de todas las disciplinas, descatalogados, manuales, novelas, poesía, antropología. Los llevaba como un fuego robado, abrigándolos con demasiada fuerza, casi sin poder transportarlos hasta la casa. Cuando el librero me cobró, se quedó meditabundo por unos momentos, pero no me dijo nada. Al día siguiente volví a realizar la misma operación, llevándome los otros títulos con que no pude cargar el día anterior. Compré, incluso, diccionarios bilingües de todos los idiomas. El librero sonreía, creo que pensaba que compraba unos regalos o que me iba a dar la vuelta al mundo o que, simplemente, me había vuelto loco. No me dijo nada, sólo entregó una sonrisa.Una sonrisa agridulce.
Sin embargo, al entrar esta mañana, el librero me llamó desde uno de los extremos del local. Me dijo que quería hablar conmigo, -“pase por aquí, señor”-. Lo seguí con cierta fruición. “Mire, sé lo que le ocurre. Usted quiere tener los libros en papel, ¿verdad?, no quiere leer en pantallas digitales”. Le contesté al librero que quería comprar todos los libros para tener la cultura embalsamada, para demostrarme a mí mismo que, cuando pase unos años, viví en una época en que leer era oler, tocar, escribir. Al poco, los dos nos echamos a llorar.

sábado, 19 de septiembre de 2009

Que nada es.

Cuanto fuera posible
en un instante cabe,
como cabe la vida
en el verbo decir.


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Como bien dice Fernando Valls en su el prólogo a Todos los cuentos (Tusquets, 2009), de Cristina Fernández Cubas, la autora continúa el cuento de Poe “sin subvertir ni el estilo ni las propuestas estéticas del escritor norteamericano, transformándola y enriqueciéndola, hasta sacarle el máximo partido posible”. El cuento se titula “El faro” y fue dejado por Poe sin concluir. Su estructura obedece a las pautas del diario y, con esa misma estructura, lo continúa Fernández Cubas. El resultado es un ejercicio magistral de aquello que me gusta nombrar como Escribir la lectura y que tan pocos resultados a dado en nuestras letras recientes. Escribo esta nota sorprendido por la calidad del relato y por la inconfundible potencia de este tipo de escritura que deja las costuras de la ficción al aire libre, a la luz clara de la concienca del lector.
Fernández Cubas demuestra que al trasluz de una obra literaria de fuste, como la de Poe, el escritor puede encontrar oxígeno a través de una mimetización que, en definitiva, jamás lleva a consumirse. Quiero decir que el relato de Fernández Cubas, por mucho que haya sido escrito a la manera de Poe, es de Fernández Cubas. Y el aspecto loable está, precisamente, en esa virtud: haber hecho de la escritura una metamorfosis impecable de un autor ya muerto, que solo dejó su obra literaria.
Me interesa especialmente la profunda discordia interna que sufre el farero. En su soledad aparecen la razón y los sueños, la reducción del mundo al de un solo hombre. Y me ha recordado, como no, al poema de Cernuda, “Soliloquio del farero”: “Como llenarte, soledad,/sino contigo misma”. Por unos momentos he conjurado el farero de la escritora con el Cernuda y los he hecho vivir juntos, como si su soledad fuera la de un hombre solo, en definitiva, la de todos los hombres.


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Quisiera probar de ese vino que Jayyam pregona en sus versos, extasiarme súbito con las prendas dejadas al azar de las uvas melancólicas, alborotar la serena paciencia de la naturaleza, como un olvido desbocado, asistir al nacimiento del mundo. Todo lo que se puede decir en el mundo fue dicho en un día, todo, todo, fue dicho, en el mundo. Solitario, distraídamente humano, quisiera que mi rostro se tornara tulipán y dejara de serme, que mi voz se entregara a la tierra como los frutos prohibidos, que mi sangre brotara de la piedra y del viento hasta esparcirse como el canto de un sueño en la noche.
Quisiera trazar en el dolor un infinito laberinto de versos inaudibles, de senderos que se precipitan al abismo de la razón. Quisiera despojarme en un momento de todo y entregarme a la nada o decirme en la nada para evocar el todo. Reflejo, insinuación, polvo esparcido como ceniza húmeda, el hombre es un magma perenne que no encuentra estación para sus días. Un continuo verbo pronuncia nuestra sombras, sombras, en ellas asistimos al difunto espanto de la vida.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Llevaba toda la tarde retomando en los labios aquel verso de fray Luis. El agustino plantea en esa Oda a Francisco de Salinas una controversia que va más allá de las teorías filosóficas y teológicas: los sentidos, el conocimiento a través de los sentidos. Adelantándose a su tiempo y valiéndose de su profundo conocimiento del neoplatonismo, fray Luis desperdiga por la obra un par de versos demoledores que, en sí mismos, plantean una teoría de la realidad y, por ende, del conocimiento: “que todo lo visible es triste lloro”.
En este verso, pensaba mientras tanto, se concentran varios conceptos demasiado complejos e inabarcables para una tarde abrigando el otoño y ajustando las cuentas con los grisáceos amaneramientos de estos meses del año.
Anoté en un papel, que ahora tengo por delante, estos cuatro términos: “Todo”, “visible”, “es” y ”lloro”. En ellos se concentra la concepción poética de fray Luis. La realidad, como un todo, es captada a través de los sentidos y predica, retomando a Aristóteles, el sufrimiento, el lloro. La música, como disposición de un todo paralelo, sin vínculos, podemos imbricarla con la clasificación que hacen, por ejemplo, Platón o Shopenhauer.
Irremediablemente, el Libro de las quimeras, de Cioran, se apareció por mi memoria como un eco nítido. Por unos momentos, tuve la sensación de entender qué es la literatura, qué trama la literatura para un escritor. No hay definiciones en la literatura. Las palabras segregan la plácida manía de la música y ella anula al resto de sentidos, en ella la palabra anida en la conciencia. Y luego viene el talento, el trabajo, el conocimiento. Las mejores obras críticas de la literatura son literatura misma, los mejores juicios sobre la realidad pertenecen a la literatura. Poliédrica visión, aglutinadora de sapienciales ángulos, ella otorga perennidad y altura.

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He abandonado la manía de leer a los autores modernos. Esa actividad pertenecen a los críticos, los profesores, los escribidores de suplementos de periódicos. He llegado tarde a esa conclusión, ya que la tomé hace unos años. De un tiempo a esta parte, sólo leo literatura, sin más adjetivaciones vacuas. Y, realmente, son pocas las obras actuales que ofrecen literatura.
Uno tiene la sensación, cuando lee a Thomas Mann o a Rilke, de que todo lo demás no son más que balbuceos. Inventos del mercado.
Sin embargo, después de leer a Javier Gomá Lanzón, Aquiles en el gineceo (Pre-textos), debo decir que el ensayo goza de buena salud, aunque la salud se resuma en la vida de este joven pensador. Este es un ensayo moderno, escrito en el siglo XXI, pero con los minbres de un conocimiento duradero y anclado en la mejor tradición.


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Fray Luis y Cioran escribiendo la misma realidad: poesía y prosa en un acorde continuo. Escribe Cioran: "En el éxtasis musical estás lleno más allá de los límites del ser; en la angustia absoluta estás lleno de nada". La voluptuosa presencia de la música en la literatura de estos dos escritores es un concierto con trazos de infinito. La realidad en ellos se transmuta y las palabras dejan de ser palabras para aspirar, transparentes y aleladas, al magma órfico de la armonía. Escalar a él es tarea del lector.

jueves, 17 de septiembre de 2009

A sorbos con la realidad.

El lector viajero, visitante asiduo de los cafés emblemáticos y con tradición literaria; el lector que peregrina sin desmayo hasta los últimos cafés de los boulevares parisinos o los encomiables vieneses o los pútridos de Madrid o los más adecentados de Roma o los de Venecia -para morir de belleza-, se adentra en Poética del café como quien ha transitado por esos suelos de las tertulias. Este libro de Antoni Martí Monterde es una obra de fondo para lectores, igualmente para escritores que gustan de seguir los pasos desandados de sus escritores favoritos. El libro es una delicia y está escrito con solvencia. Se lee sorbo a sorbo, con el relajado sentir de una obra meditada y ajena a las acuciantes publicaciones.
Debo decir, a todo esto, que soy un entusiasta de este tipo de estudio a la francesa, de indagaciones que resulten una poética, del sueño, del agua, de las costumbres. Yo me quedé enredado en la poesía gracias a las poéticas de Huidobro, no a su poesía, sino a las poéticas.
En París no cenamos en un café, pero comimos en Polidor. En ese local, todavía aislado de la invasión turística, pude contemplar a Cortázar observando al personaje de 62, modelo para armar. Una novela armada en la cabeza de Morelli, con la poética de Morelli, pero escrita por Cortázar. Decía que esta historia, que a lo mejor no debe ser contada de esta forma y sí concediendo espacio a la ficción, no lo sé, tampoco es tiempo para ello, fue vivida en aquel local. Mientras degustábamos un pollo en salsa y accedíamos a los vinos franceses, pude notar que Morelli, Cortázar y el personaje estaban allí: "Je voudrais un un château saignant". Fue inconfundible.
Yo creo que un café es una reconcentración del allí. En un café no hay espacios sucesivos: todos los momentos son el mismo. Y esa paradoja ha sido aprovechada por los escritores europeos. No me extraña que Magris, un autor de actualidad, haya sentado la génesis y las bases de su comportamiento en un café, el San Marcos. Y que su libro Microcosmos comience elogiando las virtudes de los verdaderos cafés, como el San Marcos. Ciertamente, un café es un microcosmos.
Pienso en “Las babas del diablo” y en los cafés. Desde luego, una conversación puede tomarse como ese relato de Cortázar que abre la escritura para que se refleje en un espejo en que todos los planos son el mismo o pudieran ser el mismo. Cortázar, escribí ayer sentado en un café, rompía el cristal, igual que Magritte, y comenzaba a escribir cada uno de esos recuadros: el mismo, siempre la realidad desnaturalizada.
El mejor café, desde luego, que he probado, fue en Portugal, en el A Brasileira. Allí acudía Pessoa a aliviar su indumentaria de hombre social y de animal mitológico. Podríamos decir que Pessoa se dejaba allí. Por eso hago tanto hincapié en ese adverbio, un café es un espacio, un deíctico espacial que hace de sinécdoque para el escritor, sinécdoque de la palabra en la tribu.
En Barranquilla García Márquez se reunía para hablar, guiados por Ramón Vinyes, de los escritores que le sorprendía. Con ese grupo de escritores, entre los que destaca Álvaro Cepeda, Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas y el propio Gabo, una vez tomado el café, la Cueva venía a convertirse en una carnavalización reducida de los contornos sociales. Ahora pienso que la realidad de aquellas borracheras dialécticas estaban acuciadas por la impactante versión de la realidad que ofreció Faulkner.
No sé escribir en un café o más bien no sé darle a la sintaxis un orden unívoco. Las conversaciones me distraen, hacen que levante demasidas veces la cabeza de las páginas del moleskine. Aquí parece que la realidad se deshace en cada carcajada, que fuera de derrumbarse y a emanciparse definitivamente de uno mismo. Atender a ese derrumbe es tarea del recuerdo. Por eso Cortázar y el personaje gordo de su novel se pelean por descuartizar aquel castillo sangrante. Un castillo sangrante, sangrante de la piedra, es la literatura.

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Vuelve uno a las quimeras, a las tierras yermas de lo cotidiano. La literatura vincula exaltadamente este estado ulterior de ánimo que deshace, por de dentro, las humilladas garras de la ficción. Escribir es dejarse escribir, leer es arrumbarse al siniestro sin fin de lo festivo. La lectura es un festín de Esopo, como diría Octavio Paz; la escritura, el desgarrón inmoral de dejar la vida apartada, desasida. ¿Qué destino mejor para esta carne de tatuajes indescifrables? Cioran comprendió y evidenció en su libro que desvincularse del sufrimiento era una tarea inmortal. Una franja queda por habitar, la literatura. En ella la realidad es todavía decible.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Cante de ida y vuelta.

En una conversación, en Cádiz, me dicen que los palos del flamenco no pueden definirse sin los cantaores. Está la soleá de un fulano y las alegrías de un cetano. Esa afirmación, que tiene hechura de perogrullada, desplaza mi atención hacia los contertulios. Vienen a decirme, pronuncio para mis adentros, que una bulería existe como tal gracias a las voces que han ido configurándola.
Esta tarde, antes de coger el tren para Sevilla, como un trance prístino, he escuchado una bulería en Jerez. Espontánea, salida de una faringe anónima. Esa voz arrancó de cuajo el concepto que anidaba en mi cabeza de ese palo. Asistí a una ejecución que se ha instalado ya como otro concepto inamovible; como el que tengo de los viajes, de la poesía, de la música.
Con estas letras me acuerdo de Borges. No de su fervor por las milongas, sino de su avispado ingenio. El argentino promulgaba que la idea, el recuerdo que mantenemos de la realidad o de algún aspecto de la misma es, siempre, el último. Por tanto, según Borges, el primer recuerdo es como la primera palabra: trigo segado, realidad a la deriva de la inexistencia.
Unas líneas sobre un papel son una lucha contra ese recuerdo fugitivo. Una terapia lingüísica, una afonía del alma que procura mantener en claro, íntmamente, la fisonomía de una realidad. Cuando ésta no es posible, es inventada. Ocurre la ficción.
Y la ficción es un artificio necesario, porque ahondar en el pasado es un trabajo hercúleo, quizás el único trabajo. Nunca el hombre tendrá palabras para decirlo todo ni para adjetivar a la nada.
Mucho menos para decirse a sí mismo.

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Julio Cortázar escribía cogiendo de improviso a la realidad. Pienso que Cortázar estudiaba, meditaba y contolaba la realidad que pretendía escribir. Luego la invadía. ¡Su táctica ha sido única, vaya ejecución! La invadía en la montura de la ficción y la desmontaba, la saqueaba y la reducía a un absurdo concierto de armónicas palabras. La armonía en Cortázar es la teoría de la escritura. Nunca el verbo hizo presencia en la ficción tan desaforadamente.

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Comento con un compañero las demoledoras tendencias de Cioran. Cuando llego a casa, leo las páginas de su Libro de las Quimeras intentando rasgar alguna lasca de ironía, alguna templada condescendencia o, siquiera, algún atisbo de gratitud hacia la vida. Antes al contrario, leo siguiente: “El hombre es una nada que se vuelve ser. Entonces habría que preguntarle si el mundo fue creado o si todavía no lo ha sido”. Imagino que Cioran considera que el mundo aún no ha sido creado, que pretende enviarnos una condensada visión de la trasparencia de lo fugitivo. Yo le digo a Cioran que el mundo nunca se hizo, nunca se terminó de hacer y que todvía podemos decir y escribir todavía. Es el axioma de la literatura.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Poemas a la noche, vértigos del verbo.

Entre los años de 1911 y 1912 se fecha la escritura de este poema de Rilke que tengo sobre la mesa. Está escrito en Duino. Ese nombre dispara toda una panoplia de recuerdos protéicos. El poema está recogido en esa excelente edición de Poemas a la noche y otra poesía postuma y dispersa de la editorial DVD con la traducción de Juan Andrés García Román.
Después de escribir este párrafo iniciático, detengo la escritura. Quisiera hacer algo parecido a aquel capítulo en que Cervantes dejó el relato cuando don Quijote y el Vizcaíno se daban unos palos ante el atónito mirar de los acompañantes.
Para poder ejecutar una distorisón de ese calibre hace falta más talento y más inteligencia. Me conformo con dilatar estas letras a medida que mascullo un verso que equivale al universo poético de Duino. Cada vez pienso con más ahínco que, en Duino, Rilke creó un reino, un reino de lo bello, en el que la poesía tiene ya instalada una zona vedada. Acercarse a ella, a su territorio, es como haber visitado a Hölderlin en la cada de Tubinga o haber mantenido una charla con Beethoven a espensas de su carácter. No basta recordarlo para convertirlo en literatura, ni siquiera escribirlo, como hago yo ahora. Hay que hacerlo literatura.
El poema sigue ahí, transparente, indecible. Cada vez que vuelvo a leerlo, sé de sus dimensiones inabarcables, pero aun así me atrevo a escudriñar entre sus posibles significados. Un poema, un solo poema, detiene el curso del día de un hombre que se encuentra con unas palabras ordenadas y las relee como quien repite un salmo o recuerda una melodía, sin asideros, sin soportes que aten o atenacen.
Pero ahora no basta recordar, todo debe alzarse desde cada existencia. Y leer se ha convertido en un ejercicio de la rareza. Ayer escribí que la extraña manía de leer es una generalidad del hombre, no una anécdota. Hoy, después de Rilke, escribir es la extrañeza, escribir es la rareza y la difícil tarea de narrar o describir o acaso seleccionar las palabras que nos dirán más allá de nosotros mismos.
Este poema es más que Rilke, indudablemente. Como más que Juan Ramón Jiménez (el único comparable al talento genial de los europeos) son sus versos. Más y en otro ser podríamos añadir. Y, pensñandolo bien, ¿no es la poesía la palabra del ser total y, por lo tanto, la que dice de nosotros una mísera parte, acaso nada?

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Escribió Pavese, el 12 de septiembre de 1940: “La vida práctica se desarrolla en el presente, la contemplativa, en el pasado. Acción y memoria”. Esta afirmación me parece una adecuada manifestación de qué es la literatura y qué es la vida. La vida se pierde en la acción inmediata sin contemplaciones; la literatura, al contemplar la vida se hace presente, acción.

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En el prólogo de un libro de poesía, de un poeta tomado por antiguo o según los posmodernos por poeta ortodoxo, leo unas palabras liminares escritas al alimón entre Alberto Blecua y Francisco Rico. Las palabras que me trastocan, a pesar de parecer una perugrollada, dicen lo siguiente: “quien desconoce la tradición desconoce la originalidad”.
Tomando esta perspectiva me atrevo a decir que este diagnóstico, a pesar de ser general y difuso, puede aplicarse al estado actual de la literatura. Octavio Paz lo expresó en otros términos, abogaba el mejicano por la tradición de la ruptura. Y esa tendencia cíclica y constante es un observatorio, el único balcón al mundo literario, que permite apreciar la fisonomía de las obras originales. Una obra original no es una obra ininteligible para el lector de su época, más bien es una obra incognoscible para el lector de su tiempo. Faltan escritores que hayan leído para poder propalar, por el magma de la escritura, el candor de la escritura cuyos fines broten de la literatura misma.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Viento sur.

A veces la tarde ofrece unos cambios que terminan por invadirlo todo. Este olor a tierra mojada que proviene de la repentina transformación del carácter de una calurosa jornada; el viento fresco indagando entre mis sienes la superficie del aire; el color grisáceo de las oculares extensiones de las nubes. Con estos cambios tan drásticos me da por pensar en cosas que no someto, en ningún momento, al juicio del parnaso. Debilidades de lo cotidiano, baja tensión del espíritu.
Voy a la biblioteca y agarro un volumen que abandoné hace años. Ahora, como si yo fuera ese viento fresco, ese olor húmedo del pubis de la tierra, me impregno entre sus páginas y las leo, grisáceamente. La lectura es una forma de la extrañeza, de la extraña forma de vida del hombre.

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A lo que no puedo resistirme es a leer a Cioran. Decido que abriré la última página para observar, como si fuera un cabo suelto, alguna conclusión o alguna sentencia sobre la que poder apoyar estas letras. Camino bajo las sombras de los pensadores, con la ilusa manía de reescribirlos con la tinta del olvido. Porque citar, aunque parezca lo contrario, es someter a un libro, a la mayoría de oraciones que componen un libro, al olvido.
Percibo que Cioran ha ido enmudeciendo su palabra a medida que avanzaba en la escritura del mismo. Sus largos párrafos se han convertido en sentencias. Cuasi aforismos. Una búsqueda de la brevedad y de la condensación parece que guía esta escritura.
Escucho música, como es costumbre. Escribo escuchar porque nunca entendí esa música de fondo que proclama las virtudes aun sin ser reconocidas. Entre los compases de la obra de cámara, leo a Cioran: “Ojalá Dios hubiese hecho nuestro mundotan perfecto como Bach lo hizo divino!”.
El aire se serena y viste de hermosura y de luz no usada la caída al oscuro de la tarde. En ocasiones, he pensado que la música surgió para confundirnos a los hombres con los habitantes de la Tierra.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Tiempo en Verona. Asilo de la razón.

En la Porta Borsari, en Verona,
primer siglo después de Cristo,
en un dédalo quieto por el asma
de los siglos, dictando la sentencia
del tiempo,
escribo con la tinta pétrea:
el ser total es el que carece de memoria.

Incipientes sus pasos
por la ciudad, procura este paseo
hasta la Arena.
Comenzará la música
que anule,
-estación del estarse fugitivo-,
el resto de sus sombras.
Modeladas secuencias del olvido.



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Termino de leer un puñado de páginas de Cioran y, mientras estaba subrayando un par de líneas absolutamente geniales, me acordaba de la novela de Javier Marías, Tu rostro mañana. Hay un párrafo de Cioran que condensa el tema de la novela de Marías: “Como individuos tenemos fatalmente conciencia de nuestra limitación, de nuestra insuficiencia individual; ¿Por qué sólo podemos conocer a los hombres en los grandes acontecimientos de la vida? Porque aquí la decisión y el cálculo racional no tienen valor alguno; todo lo que deriva de los valores y criterios exteriores desaparece, para dejar lugar a determinantes más profundos”. A pesar de esta larga cita, no he podido dejar de pensar en la magnífica descripción que suponen estas palabras a muchos de los tramos de la novela de Marías, de Kertész o de Márai. Recuerdo escenas en que los personajes no hacen más que llevar a la vida ficcional esta encrucijada en que la duda racional desaparece en favor de lo irracional.
Predica Cioran que lo irracional es el elemento profundo que nos subleva ante la razón en momentos en que hay que tomar decisiones importantes. Entonces, hay que dejar de hablar de decisiones y emparentar las actuaciones del hombre con lo irracional. Adormilado Apolo, esperemos a Baco. ¿No ha sido la filosofía el axioma de esta disputa, no está en nuestra especie la carga irracional?

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No todo lo pensado es producto de la realidad.

viernes, 11 de septiembre de 2009

En el paseo, las alas se desprenden.

En esa foto en que aparece Robert Walser tirado, con los brazos abiertos, sobre la nieve, se cifra su literatura. Un blanco profundo la envuelve, una ilimitada y acuífera sentencia lo desprende de sus largos paseos. Walser hizo de los paseos una ciencia literaria, los convirtió en un carrusel del desprendimiento de la personalidad. En cada paso, Walser efectuaba una operación lingüística: palabras, palabras, ritmos, aperturas a la nada.
Sus Microgramas no son más que paseos por la escritura, largos, exaltados, a veces, íntimamente desnudos. En una de esas caminatas puede leer uno cosas de este tipo: “Contemplar el paisaje me permite observar que lo que avanza puede ser más delicado, bello, noble que lo que persevera en la inmovilidad”.
Walser con los ojos cerrados, escribiendo estos paseos, inhalando en la escritura la cadencia de una caída en la nieve, siempre blanda, dulce, bella. Abiertos los brazos, persiguen la contemplación. Luego, en el descanso, con el desasosiego de los días, la escritura en miniatura de estos microgramas, desdicen al mundo y al lector. Entonces la genialidad se hace presente. Surge una sonrisa cuando leo: “es puñeteramente difícil escribir cuando uno está loco”; y me lo imagino diciéndole estas palabras a Hölderlin mientras Rilke toca el piano que descansa impertérrito.

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Con veinticinco años escribió Cioran este Libro de las Quimeras. Por entonces, era profesor de filosofía en Brasov. Corría el año de 1936. La obra no fue editada hasta que se tradujo al alemán y al francés hacia los años noventa. Más de cincuenta años estuvo guardado este discurso de las quimeras, esta negación existencial de los ideales más inmediatos de aquella Europa que salía de una tremenda guerra y se preparaba para entrar en otra aún peor. Hago referencia a estas reminiscencias bélicas porque el libro, por momentos, parece oracular: “cuando uno tiene en la memoria tantos sufrimientos pasados y el presentimiento de tantos dolores futuros”.
Parece que las páginas del inicio aúnan la anestesia de la música sobre el espíritu y la protuberante secuencia del dolor y el sufrimiento como anexos insoslayables de la vida. Reflexiona sobre las religiones, sobre la figura de Jesús como el paradigma del sufrimiento humano, devolviéndole ese sesgo hombruno del sufrimiento: un hombre, Jesús, sufrió como hombre. Por eso, el dolor persiste más allá de él y de sus palabras, sólo fue una demostración de los límites a los que podemos someternos. Nada más.
A tenor de lo que reflexiona, me vuelvo hacia mi memoria. En ella se guardan mis sufrimientos. De existir con plenitud, en la estación total, deberé deshacerme de ellos, vivir no como otro hombre, pues en ese otro hombre habita el sufrimiento, sino como un ser total.

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Ser total, territorio en que volcamos las virtudes del ser desasido de lo humano.

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Decía Valéry que quien escribe en versos baila sobre la cuerda. Esa definición, esa extrema sensación de saberse en el abismo, es la que desprende la escritura poética. No sucede lo mismo con la prosa, con la que parece que escribimos con una red o a pocos metros del abismo o a sabiendas de que poco sucede si aflojamos el estilo o desistimos en uan idea que necesita más cuerda sintáctica. Entonces, me pregunto, por qué los prosistas no eliminan la red, la cercanía y lo reducen todo a esa cuerda en que se nutren los versos de las ideas y las ideas encuentran acomodo en los versos. Alguien dirá que, como los amantes, no todos devuelven lo mismo. Y pienso que la lengua sabe de las virtudes de la poesía y nos maneja y nos deriva, a los torpes de la cuerda, hacia la amplia secuencia de la prosa, aunque la prosa sea un susurro débil o una triste insinuación.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Hoy alguien puede dejar de ser humano.

Puedo decir que hoy anhelo el espíritu y lamento la vida. Cioran escribe unas deliciosas palabras sobre la imposibilidad que se le presenta al hombre para encontrar un punto de estabilidad, de un centro que lo determine, de una relación que lo mantenga en el equilibro de la semejanza. Nada en el hombre fue hecho a su medida, a pesar de Protágoras, porque el hombre no encuentra medida en ninguna cosa. Desea vivir, pero sabe de la muerte; en la muerte se ahoga, más la vida lo vapulea.
En esta situación de existencia en la nada, como sustantiva esencia del hombre, el escritor sobrevive a la doble vertiente: su espíritu, su vida; la palabra, la realidad que la expele. Ese doble latir de la existencia en el escritor lo convierte en un incesante diezmador de la realidad: nada que se ponga por delante pasa desapercibido. Por todo esto, cuando uno lee cómo Cioran describe ese territorio: “En el mundo, el hombre es una paradoja”, la ambigúedad de la existencia es una ironía que late cada segundo. Como tal paradoja, debemos consentirnos, asimilarnos e, incluso, rechazarnos. Como hombres jamás tendremos otro pensamiento que el que no quepa en un hombre. Y me acuerdo, entonces, de Machado, quien venía a decirnos que por mucho que valga un hombre jamás valdrá más que hombre.

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¿Cualquier condición debe ser asumida? No. Hay gente que no puede ser más que miserable y actuar de manera que sus acciones provoquen la irascible mirada del otro. Luego, los que, además, arrojan sus miserias sobre los demás porque se sienten incómodos, sobrepasados, violentamente perturbados por las actuaciones ajenas. Por lo tanto, el ser humano no puede entenderse a priori, hay que descansar los atributos de la meditación y juzgar sobre aquellos que hacen de tu vida un canto ahogado.

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¿La poesía? Es una compleja urdimbre que pone silencio sobre lo que nombra.

martes, 8 de septiembre de 2009

Piedra y memoria.

La memoria es un silbo sin espinas,
un templo sin la piedra que la habita,
hoja caída en el estanque
de los verbos prohibidos.

Como dice Cioran:
“el hombre es el camino
más corto
entre la vida y la muerte”.

Imagino al poeta
como un caudal que se fragmenta
y recompone
el discurso cristal de la mañana.
Con su rito de fuentes,
pertenecen al mundo sus sonoras
sentencias de la nada, al mundo
sin provocar desvelos, sin demorar la muerte,
sus pisadas marcadas en la piedra.
Un verso es una piedra en la mirada:
perenne, gris, tocado por el viento.
Acaso una rueda del deseo.

Como la rama tierna, el manantial sereno,
el trigo meditando entre las lomas,
un confuso susurro se levanta,
es el ciego cantar que se traga la tierra,
es el verde difunto que traen las palabras.

lunes, 7 de septiembre de 2009

MÚSICA

Son tus formas vestigios en la arena
húmeda de la noche.
Sólo en la música el amor existe.
Sólo en la música
la luz proviene de un inmenso
ángulo
en que nada se ha dicho todavía.
Y el mundo quedará innombrado.
Más allá de los signos,
antes de todo lenguaje
está la vida intacta.
Éxtasis, vibrar absoluto.



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De todas las quimeras que Cioran nombra, la vida misma es un axioma demasiado constante en los hombres. de ahí que reivindique un absoluto alejamiento de los tentáculos de la vida. En ese trabajo mortecino de dejarse a uno mismo, la soledad es un bálsamo. Dice Cioran: "la soledad cesa de ser un atributo del ser sólo cuando este ser deja ya de existir". En otras palabras, la soledad es un aributo de la existencia, un cobijo necesario para la convivenca con los otros. Esos otros, vistos desde la lejanía de la soledad, contienen y muestran, justamente, el mismo ser que nos recoje.

sábado, 5 de septiembre de 2009

Una música calma,
la materia que todo lo respira.
Ingravidez armónica del hombre,
se impone una irrealidad
que transmuta la piel y la deshace
del reflejo constante de su cuerpo.

De ahí arrancan todas las revelaciones:
las palabras que crecen minerales
y libres, estos párpados que lamen
los espacios
en que habitan los planos de la nada.
Porque morir es darse al infinito
trasiego en la memoria.

En ese trance, en esa vibración,
se traducen los sueños.
Una quimera diluida
en el espeso tramo donde todo
abandona la límpida existencia,
hasta dejarse pronta en la partícula
de los pasos perdidos que conducen
irrefrenablemente
al estado en que se proclama en grito
originariamente nuevo.

¿De qué cosa eres rostro?
Para que la oscuridad de las cosas
nos sea concedida,
¿qué decir debe convocarnos
y desasirnos
de lo que somos?

No importa que seáis innombrables.
No puedo concebir que un día
la música que suena transparente,
la talla indefinida de los hombres,
me sea extraña para siempre.

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Cioran es testigo del oído de la vida. Esa tendencia del hombre a ahuecarse en la música para deshacerse de sí mismo. La música es la faringe que nos dice para siempre. Estas impresiones me ha causado el comienzo de El libro de las quimeras, el desarrollo de un éxtasis provocado por la música. Cioran proclama, al incio de las páginas, la poderosa virtud del sonido para trasladarnos a los limítrofes recursos de nuestra materia. Endebles, torpemente limitados.
Añade que la voluntad suprema y persistente es la que nos vacía de nosotros mismos, porque decir yo es poner una línea en el agua. Para entonces, he agarrado un par de cedés y he puesto una música de Bach. Esta irrealidad que me invade es indolora, a pesar de que me esté despellejando vivo. Dice Cioran: “Quien no haya tenido la sensación de la desaparición de este mundo, como realidad limitativa, objetiva y separada, quien no haya tenido la sensación de absorber el mundo durante sus éxtasis musicales, nunca entenderá el significado de esa vivencia en la que todo se reduce a una universalidad sonora, continua, ascensional que evoluciona hacia lo alto en un placentero caos”.
El caos es el preludio del placer. Es un lenguaje en potencia, presto a ser ordenado por la voluntad de quien lo percibe. Luego, la vida no es más que la sintaxis de esa voluntad: nunca ordenar un caos costó tanto. En ese éxtasis, se funden la voluntad y la humanidad. Tomar conciencia de la mortalidad es la mayor virtud de un hombre. Entonces el caos habitará en sus adentros.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Lecciones.

Al otro lado del canal, desde San Polo y entre unos árboles que crecen desafiando a la humedad que todo lo impregna, veníamos recordando la novela de Hemingway. Ante de comenzar el viaje, quisimos comprar la novela para llegar a Venecia con una nueva predisposición, es decir, con la esperada sensación de poder encontrarnos a la joven aristócrata de diecinueve años, Renata, en los brazos y a las barbas canas del coronel Cantwell, alter ego de Hemingway.
El libro estaba tan agotado como el cúmulo de lecturas que habíamos pensado para darle al viaje ese sesgo literario que tan necesariamente nos acompaña siempre. Wiesenthal, Magris, García Martín se habían convertido en pasajeros del viaje, compinches de este asalto veraniego a las suelas de la bota de Europa. Por este motivo, no nos preocupó que el libro de Hemingway estuviera descatalogado.
En el primer recorrido que hicimos hasta la Plaza de San Marcos, en la Librería Mondadori, nos hicimos con una edición de bolsillo, inglesa, del susodicho libro. Esta compra no iba, ni mucho menos, a detener las ganas de buscar la edición española de Seix Barral.
Ayer por la mañana, sin más esfuerzos que los del orden alfabético, cacé una presa mansa, dejada caer en unas baldas en que las ediciones reposan hasta el vuelo de una mano. Allí, impoluto, agarré el volumen, Al otro lado del río y entre los árboles, (Seix Barral, 2001), con un prólogo de Gonzalo Suárez.
Este libro de Hemingway cuenta, en realidad, sus aventuras con la baronesa Adriana Ivancich. Esa circunstancia y la cantidad de detalles que ofrece, provocó, a la hora de la publicación, un revuelo enorme. Mas la advertencia que colocó al principio de las páginas acrecentó, en los lectores, las suspicacias más candentes. La ficción, cuando es pura, no necesita de afeites ni aclaraciones. Sobre la mesa, el libro de Hemingway, las copas en el Harry´s Bar y las noches de cama en el Gritti, siempre, claro está, al servicio de la ciudad en que la mañana se desviste entre el fulgor de los canales.

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Mi admirado y querido Fernando Iwasaki acaba de publicar otro libro en la editorial Páginas de espuma. En esta editorial, puede el lector hacerse con otros volúmenes de Iwasaki como Helarte de amar, Inquisiciones peruanas y el exitoso Ajuar funerario. Este último, colmado de microrelatos, creo que va por la quinta edición.
Iwasaki se presenta ahora con un libro que llevaba unos años rondando por su mollera, España, aparta de mí estos premios. Solo al abordar las solapas del libro se me vienen a la cabeza dos autores que, estoy seguro, son la fórmula mágica de este taurino volumen, a saber: Vallejo y Roberto Bolaño. Ál igual que la concepción extraterritorial que ofrece Iwasaki desde que escribió aquella miscelánea deliciosa intitulada El descubrimiento de España.
Destaco estos dos autores no solo por el título, en clara referencia al autor de Poemas Humanos, ni a la cita de Bolaño colocada al inicio, sino por la concepción de la vida de ambos autores. El chileno y el peruano se encuentran en Monsieur Pain, de Bolaño, en esa tragicómica sentencia que otorgan los libros sobre la vida. Esa aspiración, claro está, es la predilecta de Iwasaki.
De ahí este variado ramillete de premios que, al mismo tiempo, es una estupenda crítica sociológica de la literatura.
Por último, acompaña al volumen de cuentos un "Decálogo del concursante consuetudinario (y probablemente ultramarino)" que desarrolla los consejos pertinentes, siempre con la ironía de forma exponencial, para todo el que quiera adentrarse en esa selvática enunciación de los premios. Lista esta faena, suenan ya los clarines que anuncian su lectura.

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A estos dos libros, se suma uno que poco o nada tiene que ver con ellos. G.W.F. Hegel dictó en Filosofía del arte o Estética, posiblemente, una de las obras más citadas y de las que más veces hace uno referencia en la historia de la crítica literaria y de la Teoría de la Literatura. Por eso, como me ocurrió con la Poética, de Aristóteles, no pude más que comprarla en una edición magnífica, bilingüe y puesta al día de la Unam.
Leer sus páginas es un apasionante deslizamiento por uno de los monumentos de la concepción y racionalización del arte. Es evidente que, con el paso del tiempo, muchas de sus propuestas se hayan visto rectificadas, remodeladas o reducidas al absurdo. Lo mismo da, los logros son demasiados. La filosofía del espíritu, tendencia que sigo de cerca y con la que, en fin, me parece hallar más afinidades en relación a mi escritura. El mismo racionalismo que se contrapone, con Kant a la cabeza, persiguen, en definitiva, la verdad en la obra artística.
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La literatura -y lo extiendo al arte, como sinécdoque- es un conducto de la verdad que jamás desemboca en ella. Sólo encamina, ofrece, aturde y desmiembra los cauces estipulados para llegar al conocimiento. La literatura es conocimiento y dispersión en el orden finito del arte. A pesar de las potenciales abstracciones que desprende una obra pictórica, la existencia de un concepto ya delimita el objeto artístico y ahí la palabra, el sonido, el dibujo o el color detonan la humana dimensión del arte. Eso es lo primero, el arte es humano y los límites del arte son los del hombre, aún descomocidos.
Quiero decir que, esta Estética hegeliana es un divertimento más, un aparato que resulta de la imposibilidad del hombre por analizar su creación. Eso es la literatura, criatura del hombre que lo traspasa, materia infinita que surge de lo dado, de lo caduco.

martes, 1 de septiembre de 2009

Oficio de Pavese.

Si dejamos que nos lleve el viento, como decía Onetti, la vida, antes que narrada, se vuelve tosca e insípida. Aunque, después de pensarlo demasiado, creo que la vida es insípida en sí, infructuosa. La vida no contiene ninguna virtud y cuando los moralistas o escritores que se han preocupado por el comportamiento humano, hablan de las virtudes, siempre encuentro una voluntad o una fuerza teleológica que los empuja. No quiero hacerme aristotélico esta tarde, defendiendo la potencia que posee la vida y las predicaciones que devienen de ella. Quizás la vida es una predicación artificial y se acumula en ella aunque depende de los usurpadores de la misma para llevarla a un estado u otro.
Todo pierde sentido cuando me dedico a nada; el problema mayor es que cada vez considero que la nada lo invade todo, desde el trabajo hasta la amistad más próxima. Una nada que levanta las miserias de los que no somos conscientes más que cuando nos ejercemos en alguna disciplina artística. En ese trance, el hombre vislumbra la cortedad de sus actos y la intrascendencia de los mismos. Y es entonces cuando busca el absoluto y el reposo de su acción, de su deseo, de su voluntad en forma artística, en el atril de las artes.

***
He ignorado la palabra pensada.
Después del sueño el olvido:
la secuencia de un útero narrado,
el degüello de un verso compartido.
Si uno lanza su voz a las esquinas
de este círculo efímero y acuoso, decidme,
¿cuándo fue esta vida nuestra,
acaso permanece en esta voz
que proclama el ocaso de la carne?


***

Esta tarde, al leer a Cesare Pavese, El oficio de vivir, me ha dejado la juventud por unos momentos. Al leer un fragmento de su obra, la vida se ha tornado evanescente, pero ¿no es esa su condición? La juventud, un estado de la conciencia nueva que jamás deja de habitarnos nada más que para el fin. Dice Pavese: “Se deja de ser joven cuando comprende que expresar un dolor deja el tiempo que encuentra”. El dolor es un término que puede incorporarse a cualquier concepción de la vida, el dolor. Siempre hay, por naturaleza, una placentera y dolorosa contemplación de los días. El dolor es un sucedáneo de los deseos reales y esos terminan por descontar hasta al más oficioso de los humanos. Por otra parte, el dolor es un remiendo, el eco de un tiempo que descubre, tiempo danzante.