miércoles, 31 de marzo de 2010

Dublinesca VI. El escritor. La cinta blanca.

Cuando Riba piensa, simplemente se dedica a comentar el mundo, algo que hace siempre situado mentalmente fuera de casa y en busca de su centro. Cuando leo estas palabras del narrador, me acuerdo del libro de Perec, Un hombre que duerme. Ese hombre que duerme se levanta un día y hace de ese día el confín de los días. Los detiene y los vuelve a convocar. Los deshace y los vuelve a construir desde su cuarto, con el magma de la memoria y los deseos. Tras desafiar los amarres sociales (exámenes, cafés, lectura de prensa, paseos por los jardines) convoca en su habitación, en su pequeña buhardilla, la voluntad como individuo. A partir de ahí comienza a sancionar al mundo, como si este fuera un campo de pruebas que alguien dirige y contra el que hay que levantarse.
A Riba le sucede algo parecido. Su estado de salud pasado, de hace dos años, lo condujo a una cercanía a la muerte de la que todavía sigue recuperándose. Porque la muerte le enseñó el rostro de la vida. De la literatura. Del mar. De casi todo lo terreno. Quizás también que en la vida debe estar cayendo continuamente del otro lado o, con Juan Ramón Jiménez, en el otro costado.; que nada es tan importante como para olvidar el resto. Y, en todo caso, que en el mar puede uno encontrar las maravillas visuales de la vida.
Ahora entiendo porque llueve en Dublinesca. Son las lágrimas del propio Riba sonriendo a carcajadas.

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Hay situaciones que le molestan al personaje, a Riba, por literarias, por novelescas. Así ocurre cuando Celia llega a casa: “Pero la situación que acaba de vivir al llegar a casa le ha molestado, porque le ha parecido salida de una novela, y si hay algo que hoy en día pueda incomodarle de verdad es que a su vida le sucedan cosas que puedan resultarle apropiadas a un novelista para contarlas en una novela”. El personaje se muestra rabioso ante los trazos de la realidad porque son muy literarios y por mostrarse demasiado dóciles ante la ficción.
Una de las cuestiones sobre la que tendría que escribir es sobre la forma elegida por Vila-Matas para escribir. Una elección que mezcla los giros coloquiales, la forma sintáctica cercana a la frase hecha y manida al tiempo que escribe profundos pensamientos: “algo”, “hoy en día”, frecuentes oraciones de relativo como “la situación que acaba…”, “cosas”, “contarlas”…términos vagos, cercanos al mundo de la administración, de registros coloquiales. Sin embargos, potentes palabras cargadas de inteligencia. Llevo unos días pensando en esta relación. ¿Radica ahí la virtud de esta obra?


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Junto a M.C. estoy realizando un ciclo de cine. Hemos decidido ver todas esas películas que todavía están en las carteleras y que no habíamos visto por diversos motivos. Entre esas películas se encontraban El escritor, de Roman Polanski y La cinta Blanca, de Michael Haneker.
La película de Polanski hace aguas por muchas vertientes, incluido el guión y la dirección. Algunos personajes fueron elegidos más por sus nombres que por sus virtudes. A pesar de que la crítica la considere como una de las mejores obras de este director, no queda más allá que de ese horizonte, una película digna de un director irregular. De ella pocos elementos podemos destacar; no queda en la memoria más que una buena trama dispuesta para que el espectador se mantenga atento e impaciente.
Sin embargo, la dimensión cinematográfica de La cinta blanca es colosal. Mientras la veíamos, en versión original, rápidamente nos dimos cuenta de que estábamos ante una película a la que no podíamos someter el juicio momentáneo. Así es, todavía sus fotogramas siguen apareciéndose incesantes, misteriosos, oscuros, con el blanco y negor de la pantalla.
Quedamos colapsados: era la dimensión más ruín y miserable la que se mostraba ante nosotros. Una dimensión sobre la que no teníamos nada que decir, porque la película progresaba con una fotografía que, junto al narrador, iban hilando una secuencia horrible pero verdadera. La película hace que vayas inoculando la semilla del mundo de un campesinado víctima de la brutalidad, de la desazón ante la vida. Personajes, guión, dirección, montaje...la fotografía. Qué maravilla asistir al cine y dejar allí a alguien que fuimos. Porque esta película transforma e hiere y nos reconcentra allí donde no nos habíamos visto nunca antes.

lunes, 29 de marzo de 2010

Dublinesca -V-.

He decidido inaugurar una página en la que iré copiando las citas o las líneas de aquellas obras que me lleven a escribir. No es otra cosa que un diario de citas, sin más hilación ni lógica que la que ofrezcan los turnos de lectura. Es lo que hace el protagonista de Dublinesca, un documento world en que vierte las palabras que cree pueden serle de ayuda para la creación y la supervivencia. Un telar de palabras que se superponen y que ejercen un magnetismo ficcional sobre los aspectos más nimios y cotidianos de su vida.
Exactamente eso. Exactamente lo que dejó para la posteridad Flaubert en Bouvard y Pécuchet. Una lista del conocimiento, pero sin la invasión del individuo, la confirmación de que el mundo es inasible para el entendimiento.
Por ejemplo, leo en Dublinesca lo siguiente: “Cuando el espíritu se eleva, el cuerpo se arrodilla”. Tras leerlo, lo anoto en mi nuevo documento. Es una cita de Lichtenberg que utiliza el personaje de Vila-Matas y por lo tanto el propio autor. Al anotarla en mi documento, la cita se abre y se expande. Y ya no le pertenece más que a aquel que la mencione cuando su vida esté totalmente de hinojos ante la literatura. Como es el caso.

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Creo que terminaré la lectura de Dublinesca solo, sin la compañía de Rafael y Salvador. Será lo mejor para mi aprendizaje; será lo mejor para que obtenga el resultado que mis cualidades de lector me posibilitan. Aunque, de vez en cuando, estos personajes me visitan al anochecer, sin avisar, y se sientan en mi sofá, con mis libros, y me hagan preguntas sobre los subrayados y sobre algunos autores que no merecen su consideración. Esa es la lucha del escritor sin cualidades.
Hay épocas que parecen ensanchar el mundo. Como dice el narrador de Dublinesca: “El mundo es siempre más amplio en primavera”. No lo creo así. Más bien, el mundo es más amplio en la grisura del invierno, porque se confunde el mar y el cielo, porque se confunden los versos de Rilke con la prosa de Joyce. Quizás porque todo el libro de Vila-Matas sucede casi siempre bajo la lluvia. ¿Por qué? De la lluvia en Barcelona al mar de Irlanda.

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El colmo de la genialidad es esta frase de Blanchot: “¿Y si escribir es, en el libro, hacerse legible para todos, e indescifrable para sí mismo?”. Escribo para hacerme legible para los demás. Escribo para que, algún día, pueda reconocerme en la escritura. Ese día dejaré de hacerlo.

domingo, 28 de marzo de 2010

Dublinesca -IV-.

JUNIO

Después de varias horas leyendo en grupo, decidimos que llegaba el momento de aislarse en la lectura. Observé cómo Rafael y Salvador se iban de casa aunque aún quedaran en mi cabeza sus sabias palabras, sus consejos, sus comentarios. Para mí son como dos cazadores expertos que avisan y aconsejan de las artimañas de las aves que saben que van a ser cazadas. Pero quedan sus avisos, sus guiños, sus gestos en silencio, la complicidad. Estos lectores tan finos, ya en extinción, lectores omnívoros y omnímodos, se han hecho indispensables para que mis lecturas logren convertirse en ejercicios de estilo literario. A veces pienso que son fantasmagorías de la memeoria y el deseo que me visitan y que la tomo por reales, tan reales.
Pienso que hay un estilo en la lectura y que el lector debe ir procurando, como un buen escritor, elevar el estilo hasta hacerlo personal. Cuando eso sucede, cuando se acoplan el estilo de la escritura con el de la lectura, se produce el milagro de la armonía verbal, aquella en la que se confunden, entre las letras, la presencia humana.
Estos dos individuos, decía, tienden a desaparecer cuando están leyendo, lo hacen por el arte del estilo en la lectura. Nada de ellos se dice, ni se vanaglorian de haber hallado tal o cual referencia, esta o aquella palabra que deja ver qué obra ha influido. Estos descubrimientos velados en la lectura los ven como un trabajo necesario, como un deber inexcusable. Nada de eso se produce con estos lectores. Nada de eso. Sólo la fundición del lector en la palabra. Y el baile de la lectura, el baile armónico de los estilos.
Cuando pienso en todas estas disquisiciones, recuerdo unas palabras de Dublinesca:
“¿Cuál es la lógica entre las cosas? Realmente ninguna. Somos nosotros los que buscamos una entre un segmento y otro de vida.”

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En Italia, atravesar un puente es una travesía del horizonte. Porque se adhiere uno a la piedra que nos aguarda al otro lado en forma de palacio o de plaza renacentista. En Italia, los puentes no nos hacen reflexionar, ni sentir las ciudades al completo, aunque sí soñar con el tiempo agolpado en sus calles. Son arterias que nos conducen a los órganos vitales de las ciudades, pero no a su contemplación exterior.
En París los puentes son el rumor del agua, y ayudan a que la ciudad se pueda atravesar de un barrio a otro y se pueda leer, con Cortázar, y se pueda demediar, justo en la medianera postura del río. En un café de París puede uno proyectar un puente, un puente metálico enorme que haga posible escuchar a Camus o Sartre susurrando no se sabe qué idea.
Por el contrario, el puente de Brooklyn permite contemplar la ciudad y sentirla. Y eso le sucede a Riba, Samuel Riba. Y su paseo fue nuestro durante la lectura. Y por eso lo escribo, para unirme a sus pasos.
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La aspiración del lector debe ser siempre desaparecer.

jueves, 25 de marzo de 2010

Te observo rellenando unos papeles con la mísera caligrafía del absurdo. Escribes con la rapidez de los volcanes y lleno de rabia, de insatisfacción. Esta penitencia tamiza la realidad. Y la hace obsoleta, desgraciada. Aceptas, además, que lo más grave del asunto no es que tu conciencia se rebele contra esta actividad mezquina, sino que la mayoría de los implicados justifiquen sus vidas al son triste de esta tarea de óxido y vómito.

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Llegará el momento en que aceptes tu tentativa imposible de vivir en la plenitud. Porque para ello tienes que clarificar en el pensamiento cuál es el camino a la plenitud y si es necesario que alguien te acompañe.
Las palabras conducen a una emboscada en la que los hombres terminan siendo objetos demenciales. Palabras, palabras, huecos exiliados de la verdad.

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Quisiera hoy ser una hoja de acanto tallada en la piedra para poder contemplar la cadencia de los siglos. Quisiera ser hoy la rama desnuda de un árbol, y sentir el viento, el agua, la tierra húmeda. Quisiera convertirme en ave para volar sobre las marismas y beber en sus charcos y contener la tarde en el plumaje de mi pico mudo. Ser una ola para confundirme en el mar con la gracia de los astros; ser llama, ser canto, ser luz desprendida de la boca de un álamo. O ser sombra y ceniza, como lo soy ahora.

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El diario va creciendo con un ritmo incierto. Sus tentáculos se han extendido hasta no sé qué dirección. Tampoco conozco a las claras qué ando escribiendo, porque la escritura es la exploración del ser. Y eso es una tentativa inválida y una tarea cuyo resultado no se obtiene nunca en esta vida.
La sabiduría se extiende más allá del conocimiento. Observar un árbol es un ejercicio de conocimiento. Oler una planta o sentir el viento azotando la piel…cuestiones al natrual que no deben ser ajenas al hombre.

martes, 23 de marzo de 2010

Dublinesca III. Recuerdo nocturno.

Spider, un personaje de una película de Cronenberg, citado en Dublinesca, se convierte en un alter ego de Samuel Riba, claro, el cine se ha convertido en otro paradigma de referencias en este libro de Vila-Matas, -medito, pienso en silencio.
Hemos decidido que habrá pasajes que serán leídos en silencio. Cada cual elegirá el tiempo, el ritmo, las anotaciones idóneas para el comentario en alto.
Le digo a Rafael, -que me escucha atento-, en algunas páginas, el narrador recuerda un comentario de otra película, Il deserto rosso, de Antonioni, y comienza una reflexión que no tiene desperdicio: “Spider, que anda tan perdido por la vida, no sabe que podría imitarle y reconstruir su personalidad adaptando los recuerdos de otras personas, podría convertirse en John Vincent Moon, un héroe de Borges, por ejemplo, o en un conglomerado de citas literarias; podría pasar a ser un enclave mental donde pudieran cobijarse y convivir varias personalidades, y lograr así, quizá sin tan siquiera demasiado esfuerzo, configurar una voz estrictamente individual, soporte ambiguo de un perfil heterónimo y nómada…”. Eso es, -dice Rafael-, alguien que nos esté escuchando pensará que estamos perpetrando una película o una novela o incluso un asesinato.
¡Sí! -exclamé-, ¡el asesinato de la vida en manos de la ficción!

Cuando termino de leer me encuentro con el absurdo. ¿Todo esto para qué? ¿Qué buscamos con esta lectura, con estas glosas orales? Justo cuando termino de entonar estas palabras, Salvador comienza con su lectura de Ulysses, de Joyce. Lo hace salmódicamente. Nos lee un pasaje del capítulo seis del libro. Lo vuelve a leer ante nuestra reacción. ¿No os dáis cuenta, amigos?, -dice Salvador. No se puede leer Dublinesca sin haber leído a Joyce, como no se puede leer París no se acaba nunca, sin antes haber pasado por Hemingway, ni se puede haber leído a El Doctor Pasavento sin haber leído a Walser o a Kafka…

Sí, -me explico en voz alta-, ya lo sabíamos. Por eso nos fascina esta literatura, porque si hay algo que no acaba con Vila-Matas es la literatura misma y el acto de leer.

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M.C. lleva varios días en Roma. Al comienzo de su viaje, comencé a escribir una serie de melancólicas notas. Las abandoné de inmediato cuando me di cuenta que la literatura no puede ser en todo, no podemos consentir que lo habite todo. Así que busqué el silencio y guardé los rescoldos de la ausencia.
Hoy escribo motivado por una reflexión aledaña. Ella tendrá el recuerdo de Roma con mi ausencia y creo que esa circunstancia es aún más humana. Porque el hombre en el recuerdo es mera fantasmagoría, mera insinuación a pesar de las fotos que sustraigan algún atisbo del recuerdo. Las fotos son trampantojos, a fin de cuentas, que sólo muestran unos colores y unas formas que quieren representarnos.
Al hablar con ella, me ha contado sus paseos por las plazas, los recorridos por los que ha transitado y, de inmediato, la he recordado como si estuviese oculta en aquella ciudad en que la luz se baña en piedra de siglos. La he traído a la memoria sola, observando, como suele hacer, con toda la inquietud posible. Al final de la escalera, en la plaza de España, hay un sueño. Tiene la forma de unas manos que escriben. Cuando ella se acerca, me vuelvo. Allí estamos, contemplando el capitel de la noche.

lunes, 22 de marzo de 2010

Dublinesca -II-

Seguímos leyendo en voz alta el libro de Vila-Matas. Lo hacíamos por turnos, para que cada cual tuviera la oportunidad de ofrecer su tono, su modulación, el aspecto oblícuo de su voz. Salvador, sin duda, era el que mejor leía aquella prosa que había ganado en estilo inglés, con logros en el contraste, en la intensidad.
Salvador subrayó el pasaje en que el narrador se refiere a la opinión de Claudio Magris, en El Infinito viajar y que vertió en una entrevista que le realizaron en la prensa. Al calor de las declaraciones, Riba piensa: “ese viaje circular de un pletórico Ulises que regresa a casa –el viaje tradicional, clásico, edípico y conservador de Joyce- ha sido sustituido a mediados del XX por el viaje rectilíneo: una especie de peregrinaje, de viaje que procede siempre adelante, hacia un punto imposible del infinito, como una recta que avanza titubeando en la nada”.

Salvador quiso apostillar el pasaje y dijo que un viaje es rectilíneo cuando es realizado por una sola persona. ¿Qué ocurre, por ejemplo, ahora que estamos tres individuos leyendo a compás un libro e interpretándolo según nuestros criterios? ¿Qué hay del viaje compartido? ¿No es cierto que uno es la suma de todos los individuos que son cambiantes dentro de uno? Ese viaje nunca puede ser rectilíneo, solo el viaje vertical, hacia uno mismo, hacia sus adentros, lo puede lograr,- sentenció mientras se levantaba hacia los estantes en que tengo ordenada la literatura en lengua extranjera.
Rafael, con el ceño fruncido, parecía que estaba meditando una respuesta para desmontar las argumentaciones de Salvador, que todavía resonaban en el salón sin ser matizadas. rafael tenía entonces la figura de un buda pensante, con los brazos cruzados como aspas y agarrados a las altura del antebrazo, el uno en el otro. Es posible, comenzó Rafael, que el viaje compartido, como éste, sea rectilíneo y circular a la vez; puede que las líneas verticales terminen desembocando en el mismo ángulo y que ese cruce las devuelva a su origen. Por lo tanto, al inicio del círculo,- terminó Rafael con la voz agarrotada.

Estaba observando a los dos y el silencio que se produjo invitaba a que fuera yo quien interviniese de continuo. Realmente, no sabía qué decir ante aquellos lectores tan agudos y finos. ¿El tiempo, el círculo y la línea? ¿Debía nombrar a Leonardo da Vinci, para que todo terminara en un lector que extendiera los brazos al modo del hombre de Vitruvio? Quizás era esa la solución, pero no estaba en absoluto seguro de ello. No sabía si continuar por ese camino o si hacer como hace Riba, el protagonista de Dublinesca, es decir, guardarme la información más importante y dejar al viento sólo lo anecdótico. Abrí el libro y leí de nuevo la afirmación de San Agustín: “Si no me lo preguntan, lo sé, pero si me lo preguntan, no sé explicarlo”. Lo repetí de nuevo, con cierta solemnidad. Y concluí con las siguientes palabras: “lo mejor será que caigamos del otro lado. Además, como dice Riba, nada nos dice dónde nos encontramos y cada momento es un lugar donde nunca hemos estado,- concluí. Así que, sólo os diré que los tres somos viajeros sentimentales, viajeros de sillón que comprendemos la rectilínea sentencia del tiempo que dibuja el círculo de la ficción.
De repente, ante estas palabras, Salvador saltó recitando en voz alta un pasaje del Ulysses, de Joyce, que había agarrado desde hace un rato como un chamán que sostiene un talismán o una piedra mágica.

domingo, 21 de marzo de 2010

Dublinesca en grupo y en mayo.

Había terminado de leer "Mayo", la primera parte de Dublinesca, de Enrique Vila-Matas. Se me ocurrió que, aparte de escribir la lectura de aquellos pasajes más significativos y que había subrayado con esmero, podía imitar al personaje de ficción, Riba. Llamé, para ello, a dos compañeros con la intención de que vinieran a mi casa para leer en voz alta la novela y para comentar aquellos pasajes que nos despertaran alguna inquietud. En definitiva, para que mi viaje, es decir, mi lectura fuera como el viaje de Riba a Dublín: un encerrona, una huida, una necesidad, un acercamiento a Nueva York.
El editor, Riba, había requerido a Ricardo y a Javier para que lo acompañaran a un viaje a Dublín para celebrar el Bloomsday. Así que agarré el teléfono y llamé a Rafael y a Salvador. Sabía que no iban a desestimar mi invitación, ya que ellos eran dos lectores empedernidos de Vila-Matas y además de Joyce. Conspiradores de la lectura.
Quise preparar la visita para que hubiera una especie de guión y las conversaciones estuviesen sometidas a unas pautas determinadas. Unas directrices engañosas, en puridad.
Me interesaban algunos de los temas que habían ido apareciendo en el libro. Sin duda, el primero fue la teoría de la novela que piensa Riba en Lyon. Me parecía una exploración adecuada la de plantear una reflexión sobre una teoría de la novela al leer una novela en la que un personaje, un editor, muestra su teoría.
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En cuanto llegaron a casa, a las cinco de la tarde, les informé de mis propósitos. Quería experimentar con la lectura colectiva de una obra literaria.
Les dejé claro que no me interesaba tanto la vertiente filológica que siempre desarrollamos en referencia a las obras que leemos y que nos apasiona a los tres, sino la conceptual, es decir, la propuesta teórica que sustenta el libro. Situarnos como escritores, situarnos como si nosotros fuésemos los escritores de la obra. Suplantar a Riba; a Vila-Matas. Dublinescos totales.
Después de invitarlos a un té –ya les expliqué por qué debíamos ser ingleses, caer en el otro lado-, les leí el pasaje en que Riba, durante su estancia en Lyon, había pensado una teoría de la novela: “Esos elementos que consideraba esenciales eran: intertextualidad; conexiones con la alta poesía; conciencia de un paisaje moral en ruinas; ligera superioridad del estilo sobre la trama; la escritura vista como un reloj que avanza”.
Todos llevábamos un cuaderno de notas y propuse que cada cual apuntara los puntos de esa teoría y que escribiese la primera sugerencia que les pasara por la cabeza. Yo anoté en mi moleskine:
1. Intertextualidad.
2. Conexiones con la (alta) poesía).
3. Conciencia de un paisaje moral en ruinas.
4. Ligera superioridad del estilo sobre la trama.
5. La escritura, un reloj que avanza”. Esa escritura nos llevó unos minutos.
Al cabo de un tiempo, nos miramos y nos hicimos cómplices de la ficción dublinesca. ¿Qué habrán escrito? -me pregunté al mirarlos de reojo.

sábado, 20 de marzo de 2010

La noche vibra como un solo de trompeta desde que M.C. se fue a Roma. Lleva allí dos días, los justos para que el desequilibrio comience a demostrar hasta dónde la ausencia establece la geometría del yo. Porque he comprobado que uno se hace en los demás, incluidos los plurales de los que formamos parte. Somos yo en el nosotros, gracias a la pluralidad podemos entendernos y obtener una idea del yo más completa.
El silencio en la casa es como un pentagrama que espera una melodía. No he podido empezar a leer plácidamente a Vila-Matas y a Julian Barnes, Nada que temer, no he podido, aquí las tengo, una sobre la obra. La foto de la portada del libro de Barnes tiene como elemento central un reloj en color cobre. La imagen del reloj está atravesada por una mariposa. Pienso, por unos momentos, que soy ese reloj congelado, repetido en cada volumen, sustentando el mismo color. La mariposa que lo atraviesa, que le otorga el colorido y el contraste y que hace que su presencia sea realmente importante es M.C. Ella es hoy, para mí, la mariposa que despierta la redondez difuminada de estos días quietos.
Por el contrario, la portada del libro de Vila-Matas está compuesta por un señor que corre, por un puente, con el brazo izquierdo extendido y queriendo atrapar su sombra. El abrigo que lleva puesto, dada la velocidad, está levantado por la espalda. Toda la ilustración es un claroscuro en que la sombra y el brazo extendido hacen de puntos de atención. Estas últimas semanas me siento como ese señor que corre enfurecido y raudo tras su sombra, que siente cómo él mismo es imposible de cautivarse en el silencio o la lectura. No sé hasta cuándo durará estas aspas del tiempo que lo revolotean todo y lo enturbian todo. No sé, más bien quiero empezar a leer esta noche, Dublinesca, a lo mejor al terminar la lectura ese señor es la sombra y la sombra es el señor o yo dejo de ser el hombre que se busca en el reflejo y encuentra a M.C sosegada y sonriente. Sería entonces todo como una de esas fuentes que brotan por Roma incesantes desde hace siglos.

viernes, 19 de marzo de 2010

Después de una semana ajetreada, pero repleta de tardes muy emotivas, me recojo a los sueños susurrando un verso del poeta José Moreno Villa:
“A veces oigo los pétalos
de la rosa dando en tierra […]”.

Con esa intuición auditiva del sonido de la naturaleza desembocando en el oído humano, enmudezco yo mismo hasta instalarme en el crujir de la noche.

jueves, 18 de marzo de 2010

Ya en Dublín.

El miércoles fue un día cargado de emociones. Por un lado, comprobé, como un personaje de ficción, que el huerto circula por las librerías en las que he comprado miles de libros. Al verlo, sufrí un proceso kafkiano, de extrañeza, de conmoción, pero al mismo tiempo de excedencia de mí mismo. De repente, una interinidad me habitó. No me identifiqué ni en ese nombre que me dieron, ni en esas páginas que he escrito. Nada de lo que hay en ellas me pertenece; ya son independientes y así permanecerán más allá de mis días. Sólo al releerlas, puedo identificar el principio o el impulso con que fue escrito el poema. Sólo eso, nada más.
Por otra parte, tuve un encuentro con Enrique Vila-Matas, ya que se presentó, en Sevilla, su novela Dublinesca. Al cobijo de Fernando Iwasaki, pude mantener con el autor shandy unas palabras de mutuo reconocimiento, ya que, dada su agudeza, me identificó. Cosa que me asustó en demasía y que me condujo a una timidez inusitada que paralizó un buen puñado de preguntas y de sugerencias sobre su obra que tenía preparadas. Me sentí como ese personaje escondido detrás de una capa que dibuja en sus dedicatorias, como ese ser sin rostro del que sólo se intuye su figura. De cualquier forma, sus palabras fueron balsámicas. Aunque al escuchar mi nombre en su boca, con su acento, me ocurrió el mismo proceso que al contemplar el libro. Estaba allí, pero en ausencia de mí. Estaba o más bien deseaba ser allí, con toda la plenitud de la conciencia. Y sólo fui consciente de la ficción. No tendré más remedio que escribir la lectura de este libro. Comenzaré la nueva lectura de la escritura. Sístole y diástole. Ya he comprado los billetes de avión para Dublín. Allí leeré el libro.


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Compruebo que llevo unas semanas de escasa lectura y que eso me deriva a escribir sobre otros asuntos que no son estrictamente literarios. Eso, aquí, en este diario, es una novedad, pero también una confirmación. Porque a pesar de que la presencia de obras, autores o citas hayan disminuido, el resto de escritura se mantiene muy apegado a los tentáculos de la ficción. Creo que es un proceso irreversible, un mal de montano. Sólo quería registrar esas sensaciones como si fueran síntomas claros y evidentes de la lectodependencia.



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Sobre la mesa, Huxley, Barnes, Magris, Leopoldo Panero, Bernhard y Vila-Matas. En las baldas, el resto del mundo. Yo, aquí postrado y evidenciando la finitud.

martes, 16 de marzo de 2010

La espiralidad del diario

La espiralidad del diario. El escritor de diarios suele escribir en demasía sobre los mecanismos de la escritura de diarios. Es una de las formas que ha desarrollado en prosa la mayor capacidad de espiralidad, de uroboros, de autoreferencia que poseen estos escritos de perifewria, de género incierto. No hay diario en que el diarista no declare que tal o cual situación, que estas o aquellas palabras, las está escribiendo por algún motivo en su cuaderno; y que además no mencione, casi cada día, que hoy tiene poco que decir en su conducto literario con la soledad.
Están, igualmente, los diarios impostados. Aquellos escritos que se enfundan en la necedad de un hecho sin repercusión y que se escriben de fijo sin mayor entendimiento que el de la moda o el compromiso. De la misma forma que existen diarios secretos, que nadie nunca supo que existieron y que se publican una vez muerto el escritor. En esto, la variedad es lo común. Y es lo propio, diría yo, ya que si la vida misma carece de regularidad y de constantes, cómo la escritura quiere reflejar la vida de un hombre sin altibajos, sin contradicciones, sin paradojas. Ese es el mayor realismo en la literatura.

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Creo que se debe a que el diario permite siempre poseer la sensación de estar en un ensayo, de no estar escribiendo algo definitivo, de que nada queda inamovible en él. Ese carácter proteico hace que la escritura sea más limpia y clara, porque jamás creí en la libertad de la escritura. La escritura no es libre, es libre el pensamiento que la empuja.
Así, para que una realidad aspire a la libertad, debe haberse desposeído de ella, haber perdido la condición. Pero solo en la lengua la libertad es posible y sólo desde el individuo, desde el sujeto único.
Decía que el que mantiene un diario se sienta a escribir sin planes previos, sólo movido por un pulso que lo lleva a ejecutar una sintaxis o simplemente, como me ocurre la mayoría de las veces, porque aprende de las virtudes del trabajo diario y del método.
En esa escritura desligada de croquis ficcionales, opera la espontaneidad y la frescura con bastante más potencia. Un diario en que el autor quiera ir tejiendo un hilván, termina siendo una impostura, porque todos sabemos que la vida, los días que nos habitan, son distintos y son el mismo. Esa es la única idea que me hace escribir diariamente, el pensamiento que dicta ese día que el mismo y que es otro, porque nunca antes entendí que el hombre, a pesar del tiempo que parece perseguirlo, necesita de la palabra tanto como el agua.

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Llevo varios días sin leer y eso me fastidia incluso a la hora de escribir. No sé escribir sin haber leído, oh, caro diario..., sin haber leído no sé dejar el tatuaje en tu celulosa. Cuando digo leer me estoy refiriendo a leer a conciencia, una lectura total como suelo llamar a esos días en que el libro lo abarca todo, incluidos los mal llamados ratos libres. Ay, de aquel que declare que tiene un hueco o un rato libre. Tendré que dejar a un lado varios asuntos y ponerme a leer de inmediato. Aunuqe sea un capítulo de un diario en que se declare que en muchas vidas la ficción no está al servicio del hombre, sino que es el hombre el que está al servicio de la ficción.

lunes, 15 de marzo de 2010

Cuando la tarde abre las alas.

Cuando la tarde comienza a abrir sus alas, debe uno decidir a qué va entregar las valiosas horas que le quedan por delante. Ahí están, como salpullidos, los exámenes para que sean corregidos. Ahí los trabajos de bricolaje que siempre se posponen para un día más adecuado. La limpieza de la casa, ay, la incesante limpieza de la mugre que camufla el diógenes de libros, papeles y de lápices (esa es una manía, la acumulación de lápices) y las tareas de última hora.
Entre todas estas obligaciones y otras, que no se mencionan por pudor, está la lectura de un libro escogido por la propia voluntad. No me gustaría verme en una situación en que las lecturas estuvieran escogidas por motivos ajenos a mi propia elección. Ese es uno de los motivos por los que me aparté en su momento del mundo académico de la Filología. No me interesa la especialización y cada vez que lee uno más libros y autores más disímiles, más géneros y literaturas de otros países, se da cuenta de que la especialización es el embudo del conocimiento y, además, uno de los males que ha empolillado la cultura europea. Ya no hace falta haber leído nada para poder enseñar o para poder construir un juicio crítico y personal. La gente utiliza los que escucha en la televisión o en la radio o en la prensa o en un bar. Y los dan al aire como si fueran sistemas cerrados de pensamientos, como si acabaran de salir de la boca de Montaigne.
Alguien, por la mañana, que ha ido escuchando una emisora durante el trayecto en cohe al trabajo, te suelta un exordio, completísimo, sobre la situación más peregrina que no te puedas imaginar. El compañero, ante tu sorpresa, se siente poseedor de una información y un conocimiento superior. Y, alegremente, lo olvida, sin asimilarlo ni enjuiciarlo.
Decía al comienzo que debe escoger o, al menos, terciar uno los tiempos que va a dedicar sobre tal o cual tarea. Indudablemente, tengo por preferentes la lectura y la escritura. Y debo decir que la escritura le ha ido ganado tiempo a la lectura hasta el punto de eclipsarla las más de las veces.
Es lo que sucede con un diario, el compromiso se hace latido de la tarde. Tan contrario al impulso poético, que sólo asoma de vez en cuando y no siempre cargado de claridad.

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Si he aprendido algo desde que tengo conciencia de mis lecturas y desde que opté por dedicarme a la enseñanza de la lengua y la literatura, es que si no leo no escribo. Y cada vez con más empuje, me siento extraño en mi profesión. Los que se dedican a articular las leyes y a establecer lo que hay que enseñar de literatura, no conocen la literatura. Y así trasiega hasta que los profesores comienzan a creerse la historieta. Sucede entonces el extrañamiento y las confusiones con los compañeros y la mezcla de churras y merinas. Porque la literatura, en la enseñanza, ha quedado lo que en la sociedad. Me decía un profesor de música que él nunca imagina enseñando música con una canción de uno de los zotes que aparecen en los medios. Algo parecido nos sucede con los libros.
Escribo todo esto porque nunca se me olvidaron aquellas prodigiosas páginas de Curtius en las que habla del tópico del mundo al revés. Creo que estamos justamente en ese tópico social. Porque, la literatura es una realidad a la que se quiere llegar por atajos que, más que acortar el camino, lo que hacen es extraviar a la postre.

domingo, 14 de marzo de 2010

Poéticas, poetas del bullicio.

Al poeta siempre se le exige una poética como si un escritor fuera capaz de mantener, durante su vida, las mismas convicnciones sobre la literatura. Y las poéticas no siempre están en concierto con la poesía que termina el poeta escribiendo. Me sucedió con Alberti, con Machado, con Mallarmé e, incluso, con Huidobro, por poner algunos ejemplos.
Al tiempo o de inmediato, los críticos interpretan al poeta de una determinada forma y así queda en el imaginario de los estudiantes a lo largo de varias décadas, hasta que, un hecho de gran importancia (la aparición de un documento inédito o un manuscrito, etc.) desbarata las posturas que se pretenden más idóneas, aunque las manidas características se perpetúen en los manuales. Los que tiene asegurada su vanagloria por afinidades ideológicas o económicas terminan apareciendo en los medios de comunicación más importantes y se convierten en escritores de referencia que, en cualquier caso, siempre serán solicitados para escribir ya sea de la muerte de un escritor ya sea para analizar el estado actual de la novela o ya sea para ponerse de ejemplo de escritor comprometido.
El algunas ocasiones, las editoriales quieren buscarse a su pequeño Mozart, al nuevo prodigio de la literatura que, con sus dieciocho años, escriba el libro que trae nuevos aires a la literatura ya putrefacta y de hechuras antiguas ya desgajada de la modernidad. ¡Incluso algunos escritores de fuste caen en estos cantos e sirena...! Y ese prodigio escribe en todos los rincones del grupo de poder que lo ha cazado y lo ha descubierto y lo ha creado, ya sea como columnista, como crítico literario o como degustador de la nueva cocina bulliciense.
O hay, incluso, quien gana premios de ensayo dejando en unas notas los cafés que se ha tomado con tal o cual escritor o las putadas que un novelista le hizo a otro por una tontería supina o las míseras aspiraciones de escritor frustado e incapaz. Todas estas, y más, son manías de la literatura actual, en mejor decir, de los mercantilistas que se valen de la literatura para ganar dinero. Ay, dios, …siempre son los mismos.
El primer sustantivo que escribí al comenzar este texto fue poeta. ¿Se dan cuenta?, ¡qué alejado, incluso en la sintaxis, queda el poeta de toda la cháchara y la palabrería que devienen de los poemas!

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Decía que al poeta se le exige siempre una poética. Eso sucede porque los lectores creen que un escritor, cuando comienza a escribir, sabe qué va a obtener como resultado y dónde va a llevar esa idea incipiente que sólo es intuición e hipótesis. Digámosle a un pintor, antes de que ejecute su primer brochado, "dime qué vas a hacer y qué significará lo que pintes".
Ni el mismo escritor conoce cómo va a concluir el poema que comienza. En muchos casos, pretende que su poesía sea clara, rítmica, apegada a ciertos temas y afincada a unas formas más o menos exploradas. Antes al contrario, comienza la erupción de los conceptos y son estos como animales desbocados difíciles de agarrar, como recuas intolerantemente numerosas que no se dejan echar la rienda. Ante esa circunstancia, al poeta sólo le queda escribir. Y cuando termina de escribir el libro y lo cree concluido, seguir escribiendo, aunque los caballos, las recuas y los látigos sean otros y distintos.

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Así que quizás se le puede exigir a un poeta una poética cuando su obra sea lo bastante amplía y rica como para poder trazar con ella ciertas tendencias, temas y conceptos que se han perpetuado en su universo verbal. Todo ejercicio anterior es pantomima, acaso intención, voluntad, sugerencia, que no es poco, es cierto. Sucede lo mismo con el amor. El amor de una vida no es aquel que se descubre y que se pienda para siempre, sino el que se confirma con el paso de los años y con la llegada de la muerte.

viernes, 12 de marzo de 2010

Escritos dispersos y peregrinos, sin patria; notas al vuelo de una percepción, de una turbia certeza; palabras que edifican la conciencia y que instalan en el sujeto la imperiosa necesidad de escribir. Ser en el mundo.
La exigencia con la lengua es la exigencia con el mundo; su reflexión, es pensamiento de la realidad; su escritura, acto creativo y, por tanto, social, ya que suma, a las posibilidades del hombre, un perfil único.
Esa conciencia sobre la creación, que permanecerá más allá de su creador, es la única forma de ser en el mundo, con el mundo y por siempre.

jueves, 11 de marzo de 2010

Sin Renacimiento, la cultura arde en esta noche.

Cuando la crisis comienza a minar los estamentos culturales es cuando comienzo a temblar. Hace unas semanas, Fernando Iwasaki me comunicó que la revista Renacimiento, en la que colaboré en los dos últimos números, no volverá a editarse. La noticia ha sido recogida en El País y en ABC. No tengo más que hacerlo público y denunciar este derribo cultural.

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Aldous Huxley escribió un artículo en noviembre de 1947 titulado "Si mi biblioteca ardiera esta noche". En él señala aquellos libros que reemplazaría de inmediato. Lo primero que compraría Huxley sería toda la poesía escrita en aquella lengua que el escritor dominaba. Una vez que enumera los grandes poetas, Homero, Dante, Milton, Donne, Shakespeare o Baudelaire se centra en los novelistas. Toda vez que señala a Joyce y a Proust, se lanza a subrayar a algunos novelistas franceses como Balzac. De repente, se pregunta, ¿Y qué hacemos con Flaubert? Cuando llego a esa pregunta me quedo pintiparado y a la expectativa, ya que quiero saber si el autor coincide conmigo en que Bouvard y Pécuchet es la mejor obra del autor francés, la que ha resistido mejor al paso de los siglos. Dice Huxley: “estaría entre los primeros libros que volvería a adquirir…es verdaderamente miltoniano en su fuerza y amplitud”.
El resto de ensayos de Huxley, dedicados a la literatura, el pensamiento o la música, son excelentes. Piezas breves, pero cargadas de sabiduría y de tino en las interpretaciones. Un libro oracular, ya que, unos diez años más tarde, en su casa de Los Ángeles se quemó su biblioteca, sus papeles y escritos inéditos. Una visión que concluyó como una tragedia griega. Qué rostro adoptó Huxley cuando apareció por la ciudad americana y verificó que la literatura, en ocasiones, es un acertijo repleto de verdades es una alegoría que la ficción produce en la vida del escritor. No se puede jugar con fuego.

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Es cierto que la hostilidad conduce inevitablemente a la soledad, al retiro de toda conducta social. Pero, por la misma razón, no comprendo otra actitud que no sea la coherencia con la ética que cada cual haya elegido.
Estos días, por ejemplo, vengo pensando en esas personas que necesitan vociferar sus logros (sus miserias al fin y al cabo, como las de todos), que necesitan hablar en alto delante de los demás, que necesitan decir sus opiniones para que prevalezcan sobre los que, cada vez, somos más silenciosos; que han perdido el sentido común, el sentido que nos hace conocedores de los posibles comportamientos de los otros aun sin confirmarlo. Ese tipo de individuo que prolifera al calor de los poderes mediocres y que aspiran, algún día, a ejercer ellos mismos de tiranuelos sabiondos, de basilios empequeñecidos por su conducta, pero engrandecidos por sus afectos.
Con este tipo de compañeros, me siento incómodo, cada vez más. Hoy he llegado a la cólera contenida. Y no tengo más remedio que aislarme, y no tengo más remedio que declarar en esta intimidad que el espectáculo de las vanidades es un acontecimiento que aborrezco, que detesto, que humilla la condición del hombre, porque la vende por simple, la entrega al canto raquítico de la recompensa vacua.
Triste cantar el de estos individuos. Triste. Creo que sus vidas no están ancladas en ningún hábito personal, que sus pensamientos como individuos han quedado vituperados. Sus conciencias, víctimas de la estrangulación social del premio al que baile al son de un violín sin cuerdas.
Aquí sigo, atado al mástil, dejando a un lado los cantos de sirena. Qué plenitud, sin embargo, en esta oscuridad luminosa de la soledad sonora.

miércoles, 10 de marzo de 2010

La conversación con un poeta siempre es un ejercicio de clarividencia. Autores, versos, citas, lecturas que se ofrecen como heroicidades cotidianas que jamás fueron relatadas y que sabes que no formarán parte de un diálogo a no ser que encuentres al interlocutor idóneo. Palbras, todas que quedarán en el aullido del silencio, cuando todos hayan abandonado el lugar en que estuvimos hablando, plácidamente, y las palabras no queden más que como sonidos de cualquier sinrazón. Apreciaciones sobre conceptos hasta el momento inefables, por que el poeta guarda para sí sus más íntimas minucias.
Esta tarde, por ejemplo, he tenido un encuentro muy agradable y fructífero con el poeta J.M., aquí, en Jerez. Hemos hablado de poesía y creo que hemos mantenido una charla decente, porque los dos consideramos esta tarea con la solemnidad que se merece, ni pompas ni oropeles, ni chácharas vacuas ni compromiso de paso, sólo el templado ejercicio de la dialéctica sobre la poesía como un método de conocimiento de la realidad, como un cauce con sus propios mecanismos de exploración, como un responso para las palabras manidas.
Hemos hablado del equilibrio, tan complicado, que el poema debe sostener. Y del prodigio de la poesía de J.R.J. Y de Ramón Gaya y de tantos otros.
Amparado en mis sospechas como lector, le he preguntado por un puñado de autores con los que mantiene amistad. El poeta, comedido, pero sincero como un almendro en flor, ha dejado entrever alguna curiosidad de autores admirados por mí. Aunque, si algo debe extraerse de estas citas, son las horas en las que, pasado el encuentro, se somete uno a los perjuicios de las palabras dichas sin conciencia.
Estas son esas horas de relamido desencuentro con uno mismo: me observo en el bar, tomando una tónica con la figura de un indecente lector que cree que pertenece a la casta de los poetas. Sin escuchar lo debido, sin atender a las palabras del otro como hubiera sido necesario.


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Llega a decir uno afirmaciones o sentencias en ciertos momentos en los que no cree oportuno hablar con lentitud y con la pausa necesaria o se las dice a alguien inoportuno, que no era el mejor destinatario de esos asertos. Incluso, en ocasiones, las palabras llegan a invadir la concentración en el discurso mantenido y se desvían solas, se extravían por otros derroteros sobre los que nunca quisiste pronunciarte. En esos casos, ocurre, horas después, un proceso kafkiano de repliegue, es decir, siento la necesidad de replegar el tiempo para poder sacar esas palabras de los momentos en que fueron dichas, por inapropiadas, por ignorantes y torpes. Todos esos marros, evidenciados a posteriori, forman parte de las ruinas con las que construimos el diario: ruinosas piedras de arcilla que se deshacen al calor de la maleza del tiempo.

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Me detengo en un par de pinturas de Rafael Sanzio y en otras tantas de Rubens. Son pintores distintos, bien desiguales. Pero sucede en ellos como en las conversaciones verdaderas, se percibe un elemento, una composición general que las hace admirables y que provoca, por supuesto, que todos (o casi) estén de acuerdos en sus aciertos, en sus genialidades. Llevo horas admirando la fuerza conceptual de El Parnaso. No creo que el ritmo en la pintura sea una cuestión del color, del dibujo, de los ángulos, sino del concepto. Así lo creo para la poesía, igualmente. Y así lo digo, a pesar de que no tenga por delante a ningún interlocutor y de que estas palabras vayan a terminar arrinconadas en estas páginas, carne de diario.

martes, 9 de marzo de 2010

Pensaba estar toda la tarde sometido a una tortura laboral, pero decidí, a última hora, volver a casa. Necesitaba estar junto a M.C. De la luz de la mañana, de la incipiente luz que me sorprendió en mitad de las lomas y las aguas en el campo, de la claridad que reptaba por los trigales, entendí que el amor tiene otras aritméticas.
Además, poco he leído esta tarde, ya que a veces, el lector siente la iracundia del absurdo, la inestable certeza de que tantas horas y páginas quedan en nada. He repasado algunos poemas que voy escribiendo con la humedad de las tardes. Algunas notas que terminan en este diario, garabateos de distinto pelaje. Minucias, a decir verdad, las miserias de siempre. En todo caso, la sensación que me invade es la de estar viviendo la vida de un desconocido y de que es otra la voluntad que va guiando este compromiso diario. Incluido el trabajo en la mañana, qué revuelta de conciencia más enorme.
No sé hasta cuándo durará esta cháchara inventada, este soliloquio de canela en remojo.
No sé. Tampoco sé a dónde conducen estas palabras, tantas; estas ideas sueltas, demasiadas; tampoco, si no ha llegado el momento de cerrar este monólogo o si debo comenzar, como Tiepolo, a crear un teatro del mundo en que nada parezca lo que es, a cifrar los rostros, la sílabas, y todo evidencia de su encarnadura. A escondidas, en secreto, pero a la luz de todos.

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Estas lecturas, este tipo de libros en que el autor lo vuelca todo sin sostenes ni amarres de ningún tipo… me fascinan. Es más, desearía escribirlos, desearía escribir uno de estos capítulo de El rosa Tiepolo o de El infinito viajar, de Magris, o de los Diarios, de Kafka. De cualquiera de ellos, de cualquier página. Me conformaría con tener, por unos momentos sólo, por unos minutos insoslayables, el modo de ver de estos escritores, la realidad entendida desde sus vidas. Ese sería el prodigio como humano, contemplar desde la conciencia de otro, porque la lectura no es más que un ejercicio de segunda mano.

lunes, 8 de marzo de 2010

En otra luz.

Pintar el mundo como si fuera un teatro. Un teatro en que los personajes que realizan las acciones no son los más importantes: los guardados, las sombras las eclipsan. Un teatro con telones interrumpidos. El prodigio inherente a las pinturas de Tiepolo, como recuerda Calasso, está en su accidentalidad, es decir, en la puesta en escena: “Todo parece como puesto en escena, liberado de su existencia accidental u ocasional y transportado a otro lugar, donde los mismos acontecimientos o movimientos seguirán su curso sin modificación alguna, pero bajo otra luz”. Para ello Calasso utilizaba la palabra maya que, en los textos védicos, viene a decir textura del mundo.
No encuentro una forma mejor para definir la pintura como esa textura de la realidad, como esa inmanente sustancia que, a su lado, se confunde, mejora, convierte en ilusorio el mundo.
Quería Gil de Biedma convertirse en palabra, en poema y dejarse al viento y desaparecerse. Con esta misma intención, las metamorfosis de Ovidio giran en torno a la transformación en un solo elemento de la naturaleza. Así Dafne, así Narciso. Dice Calasso: “Para un pintor, quizás el destino más agradable sea y el más justo sea convertirse en un color”. Tras estas palabras, el autor traza las relaciones entre la obra de Marcel Proust y la del pintor. Y yo enmudezco, arropado por un batín color rosa Tiepolo, imaginaria capa, de texturas imposibles, tanto como las palabras que no encuentro para pronunciar esta emoción.

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A la desenvoltura con el pincel de Tiepolo, añade Calasso la misma versatilidad en la concepción de la pintura. A vueltas con el concepto.
En muchas ocasiones no he tenido más remedio que escribir en este diario acerca de la importancia axial del concepto en las artes.
Pensé, durante unos años, que en la palabra, en el color, estaban condensadas las expresiones, que sólo era necesario llegar a manejar el verbo o el color, dependiendo de las artes. Es innegable que la técnica, la forma artística en que se desarrolla la obra es el resultado que se analiza y del que se parte en los análisis. No podemos interpretar una obra que sólo está pensada en la cabeza del escritor. Es, pues, la obra literaria o pictórica un resultado formal y como tal la forma es determinante.
Sin embargo, hay un elemento que de un tiempo a esta parte me ha enseñado a que la estética está jalonada por una ética artística. Juan Ramón Jiménez es el mejor ejemplo de esto que escribo. Sólo los que han atendido al trasiego del concepto y las formas artísticas, los que han conciliado y hermanado los dos afluentes que producen la obra, han sabido evadirse del tiempo, han elaborado un poema, un libro o un cuadro fuera de todo anclaje temporal. Conseguir eso es un trabajo del que jamás tendremos conciencia mientras vivamos, aunque nos quede, con Emerson, la fe en uno mismo.


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Ya puede leerse el primer número de Isla de Siltolá -Revista de Poesía-. En ella, aparecen poemas de Luis Alberto de Cuenca, Juan Bonilla, Felipe Benítez Reyes, Miguel D´ors o Juan Antonio González Romano, entre otros. A su vez, un puñado de textos en relación a la poesía complementan el número. Así, de la mano de Aquilino Duque, José Mateos o Enrique García-Máiquez podremos adentraranos en distintas concepciones de lo poético. El cuidado y el esmero en la edición se mantienen en esta nueva vereda que inicia Isla de Siltolá. Así como el empuje y el entusiasmo de Javier Sánchez Menéndez.

domingo, 7 de marzo de 2010

Uno mismo confiado.

Después de leer el opúsculo de Emerson titulado Confianza en uno mismo, penetra uno en una certeza desconocida hasta el momento. Entiende Emerson esta circunstancia como una revolución que lo trastoca y reordena todo desde la individualidad. Es el cauce más solemne y coherente para trazar una ética propia, insobornable, enquistada hasta los tuétanos en el individuo que consiga desasirse de la tradición, los prejuicios y las palabras cargadas de conceptos sociales. La divinidad entendida como el jalón necesario para que la voluntad y el deseo funcionen de continuo, para que la igualación a la que aspiran quienes rezan o meditan no sea la fusión sino la analogía. Dice Emerson: “Creer en tu propio pensamiento, creer en lo que consideras verdad para todos los hombres: en eso consiste el espíritu”.
De esta forma, aglutina Emerson el espíritu y el pensamiento: es éste el dador de espiritualidad. Y, precisamente, para poder desarrollar un pensamiento individual necesita uno de la reflexión entre las palabras y la realidad. Pienso que, en ese terreno, es donde se concentra el problema mayor del pensamiento y de la religión. En definitiva, de los hombres. Las palabras y las cosas, el juicio y las palabras, las palabras y la verdad.
En este sentido, la literatura es un atajo no siempre beneficioso para estos desequilibrios de la conciencia, ya que la realidad, en manos de la ficción, es poderosamente transformable. Y en la realidad se esconden la verdad o en la realidad se proyecta la verdad.
Con todo, los escritores deberán saber aunar la palabra con la realidad que menciona. La verosimilitud, el ajuste al concepto, la gracia del estilo en las lenguas. Ante todo, la gracia y el talento, ay, el talento que no proviene de ningún dios.

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No puedo dejar de nombrar las siguientes líneas de Emerson: “Deja que hable tu convicción latente, y ésta tendrá un significado universal, porque lo más recóndito de tu ser será, a su debido tiempo, lo que mayor alcance ha de tener;”.
La universalidad desde la individualidad. Y, todo ello, desde los materiales más insignificantes del hombre, desde lo más recóndito.
Sin duda, la literatura es un ejercicio recóndito. Llega uno a unas páginas en blanco, no atravesadas por ninguna sintaxis, ni siquiera arrugadas o húmedas por palabras delirantes. Escribe. Escribe con toda la fuerza de su individualidad, creyendo en ello como si la vida se volviera de repente en esa agitación; y descubre, al fin, el silencio de las palabras robadas. Sin darse cuenta ha dejado en su nombre, que poco importa, lo que mayor alcance tendrá, si es que lo tiene.

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El lamento del violonchello golpeando la tarde muerta. Trae en su garganta las denuncias desabridas del silencio. Trae, como del sueño, un meditar de larga caballera. Una simpleza olivácea, la sustantiva presencia de los triángulos en flor.
A él se suma la cadencia de una violeta, de una orquídea que reposa en el salón. El aire se enrarece y toma el matiz de la piedra. Alguien tañe un olvido y me siento su figuración.

jueves, 4 de marzo de 2010

El rosa Tiepolo, de Calasso.

Leyendo El rosa Tiepolo, de Roberto Calasso, acabo de entender el universo por unos momentos. Ha ocurrido al leer pausadamente las palabras que cita de Leibniz. Lo he entendido como una confluencia infinita que aglutina todas las lenguas. El universo comprendidoo como una concatenación que puede leerse, que, a lo sumo, puede ser sometida a las leyes de las palabras. Leibniz utiliza el verbo leer para referirse a la importancia que poseen las mínimas sustancias de la realidad. Con ellas, alguien, un Dios, podría leer toda la concatenación de las cosas del universo. Me pregunto, ¿de qué naturaleza es ese demiurgo capaz de desentrañarnos?
Con estas palabras inaugura Calasso un libro desbordante, porque utiliza la figura de Tiepolo como una sinécdoque, como esas mínimas sustancias que forman parte inexcusable del entendimiento. Se fija, al principio, en la misteriosa serie de los Scherzi para determinar que Tiepolo “consiguió hacernos creer que en él no había pensamiento. Era una manera de defender ese pensamiento de los intrusos”. Fue en esas obras, alejadas de los encargos, en las que volcó todo su ingenio.
Con afirmaciones de este tipo, he llegado a pensar que quizás el mundo se reguarda de que los intrusos, los hombres, puedan llegar a definirlo, a interpretar esa concatenación misteriosa. Y que se conforma con relegarnos a la rebeldía, la insatisfacción, la ignorancia. El sufrimiento, en definitiva.
El propio Calasso señala cómo Tiepolo molestaba a sus coetáneos porque guardaba para sí más doctrina de la que mostraba. Manganelli afirmó: “Es un idólatra de la luz vestida de ser humano”.
Esa es la postura de los que se entregan a su creación, a saber, considerar su obra como una postura del alma.

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La realidad se desnuda gracias al silencio. No son las palabras los artificios de la composición poética, no ellas, las presentes, las que conforman los conceptos. Son las que no están las que hacen de la poesía un cauce, un pasaje secreto y luminoso que nos dirige hacia la concatenación de la realidad.

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Tiepolo. Tiepolo. Un pintor ajeno a mi vida. Su pintura, dice Calasso, encontró desde joven un juego que desarrolló imperturbablemente: "sumergir el mundo en una claridad difusa que nunca llegue a ser enjabelgada”.

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Vuelvo a Thomas Bernhard, a El aliento, pero la escasez de fuerzas y de lucidez me detiene en la lectura. Esta semana ha estado repleta de actividades que no me han dejado leer y escribir como hubiera deseado. Sin embargo, he visto a M.C. leyendo los cuentos de Primo Levi en italiano, Tutti i raconti, en una edición cuidada y bella.
Cuando la veo leyendo en otra lengua, comprendo que sus ojos establecen el orden de las mínimas presencias con que forma el infinito y me detengo a escondidas, y la miro, la contemplo, observo la luz tomando forma humana y envidio el libro que lee porque sus páginas están recibiendo la gracia y la inteligencia de sus ojos.

martes, 2 de marzo de 2010

El chamarilero levantó la cabeza con la sospecha de que la estampa iba a ser la de siempre: un señor coge unos libros sin conocer su valor, le pide precio por ellos y le parecen caros. Intenta un regateo sin éxito y de nuevo los libros a las cajas de frutas, donde han estado los últimos meses conviviendo con la humedad y el olvido.
Antes de que el gitano me comenzara a dar argumentos sin sustancia (este libro es de los buenos, joven, mire el papel, yo vendo género de primera, aunque no sepa…), cambié la estrategia. Le dije que quería esos libros, que pensaba llevármelos, pero que pagaría por ellos lo justo. Cuando el padre del gitano vio que yo me llevé demasiado tiempo camelando al joven vendedor, se acercó con la intención de intimidarme, -pensaba que él, ya mayor-, y de que iba a establecer los turnos de la compra. Sin embargo, esa mañana, estaba uno encrespado, socarrón, pícaro, tomado por una valentía inusual o quizás contagiado por la agudeza y el arte de ingenio que escuchaba a cada paso o por sentirme como un personaje, como un gañán, que pretende hacerse con un botín del que sentirse orgulloso, del que sentirse, cuando llegue a casa, satisfecho, no sólo por la compra de libros, sino por sus argumentaciones demoledoras, por el ceño fruncido, por el rictus impávido, por el tono de voz enrarecido que hicieron que la caza fuera caza mayor. Y esas circunstancias, repito, hay que aprovecharlas, porque se deslengua uno con más facilidad y así los logros se hacen más inmediatos y verdaderos, como esos personajes de Cervantes que parecen sometidos a todos las costuras de la ingravidez.
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Los libros, es cierto, tampoco eran un tesoro con el que uno fuera a perder la cabeza ni a ponerlos de exposición en una librería decente. Poco más que una edición de Pío Baroja, Los caminos del mundo, editada en Renacimiento, en 1914. Otra de Azorín, de 1921, en Caro Raggio, titulada Los dos luises y otros ensayos. El otro volumen, que más me interesó, fue la edición de Rivadeneira de las obras de Quevedo en una edición de 1852.
Estos libros, entre otros, fueron los que hicieron acto de presencia.. Recuerdo una primera edición de Madrid, de Corte a Checa, de Agustín de Foxá; u otra de Abril, de Luis Rosales. Incluso pensé en Trapiello cuando pude leer algunos fragmentos en la primera edición de unos libros de Solana, La España negra.
De la misma forma que agarré los tres tomos de la traducción de Cansinos de Las mil y unas noches y ciertos números del ABC de la época de la Guerra Civil. En definitiva, el paseo por la plaza de Cascorro y los aledaños fue animada. Luego, por la tarde, en Moyano, poco asunto. Restos de ediciones la mayoría del producto. Sólo en un par de casetas encontré algo notable. ¿El qué? Qué más da.

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Observa uno los libros en la caja o desparramados por el suelo creyéndose que en cualquier momento puede abrir una edición prínceps de un autor admirado y valioso. Al tiempo que abre un manual de ortopedia o de náutica o de acero fundido, las ilusiones se desvanecen y se desmayan en nuestras manos. Pocas sensaciones más hermosas que la incertidumbre de abrir un libro desgastado, con los lomos fatigados, las páginas con un rotundo amarillo aterciopelado, sobre todo cuando está en manos de un vendedor que parece que poco sabe del asunto. En esas, siempre hay un buscador solícito, con un olfato más agudo y adiestrado, que se adelanta a todos las intentonas. Abre y cierra con una rapidez asombrosa los libros y a mí sólo me cabe reventar de envidia, porque los libros para él son como las acedías en Sanlúcar, en sus lomos se vislumbra la importancia. Coincidí con él en varios puestos y pude comprobar que no compró ni un solo libro, pero también que los libreros le rendían cierto respeto. Aprendí de sus movimientos, pero tengo por seguro que en este caso, la rapidez y la decisión eran fruto del hábito. Cuando yo agarre los libros se quedó mirándome y comenzó a reír. Creo que se vio, con mi edad, atiborrado de contradicciones, con los torpes criterios que otorga la frescura de la ilusión.