jueves, 31 de diciembre de 2009

Anunciación.

P. Auster guarda, para el final de la novela, el sonido de la moralidad, de los martillos sobre la piedra de la ética desprendida del hombre. El tono apocalíptico por el que opta en las últimas páginas, en referencia al mundo moderno, me ha parecido oportuno y bien traído. Es más, por momentos, las especulaciones faústicas y endemoniadas que se centran en la figura de Born son de una brillantez notable. Sin duda, me vuelve a ganar como lector Auster a quien, después de Trilogía de Nueva York y de algunas páginas de El libro de las ilusiones me desvió de sus creaciones.
Esta novela es un buen ejemplo de una obra que cierra el ciclo narrativo de este comienzo de siglo. Quiero decir que, en ella descansan, con los mejores resortes, todos los logros y las exploraciones de la narrativa clásica, de la que no se entrega a otras formas por el mero hecho de ser nuevas o modernas o posmodernas. Digo descansan porque no por ello hacen de la obra una genialidad, sino un ejercicio significativo y merecedor de ser señalado entre tanta publicación presentada como la revolución de este siglo que comienza.
En tanto que novela del siglo XXI, rescata Auster las posibilidades que Cervantes otorgó a las letras universales, ya que, como dije hace poco, parece que por momentos el autor está jugando con el lector a pesar de los hechos narrados (asesinatos, incestos, etc.). Por lo tanto, del siglo XXi en concierto con toda la tradición, pero no tomándola sin más, sino desarrollando, incorporando temas y conceptos de estos tiempos.
“Ahora voy a utilizar la segunda persona…luego la tercera y por último voy a introducir el relato de Cécil para que se aclare, con otro punto de vista, las acciones que dejaron de ser narradas”, imagino que dice el autor. A lo mejor sería demasiado pretencioso nombrar aquí a Henry James, pero la sensación que tiene uno tras leer Invisible es la misma que la que me deja el autor de Otra vuelta de tuerca, la facilidad que tiene de presentar hechos aislados como estancos completos de un azar encubierto.
La invisibilidad es un fenómeno de la vida actual. Pensamos que estamos registrados en allí donde dejamos nuestros códigos, números o tarjetas identificativas. Nada más lejos. Somos, todos, seres desconocidos, individualistas que aspiran al solipsismo narrado para ser leído. Ahora, por ejemplo, escribo estas líneas y las dejo en un cuaderno digital al que puede que lleguen lectores que no conocen más que el nombre del mismo. Habrán llegado a él de forma fortuita, tras la búsqueda de una palabra como “solipsismo” o “Auster” o “Trópico” o “James”, para el caso es lo mismo. Darán en leer unas notas que poco tuvo que ver con el origen de su lectura. Después de todo este azaroso recorrido, a lo mejor alguien comienza a leer la novela y a darse cuenta de que, por mucho que mostremos en público, por mucho que uno deje al descubierto su escritura, sus lecturas, su vida imaginada o narrada, nadie sabe de su invisibilidad, de la sustancia misma que lo recorre, que nos atraviesa.

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¡Ay, deshacerme, y dejar este despojo empozoñado, este silbo distraído de su vida; de una vez ya, en la luz, a tientas con su lucha, con sus deseos descubiertos de inteligencia, de palabras que abriguen la verdad que prodiguen la embriaguez del acanto, de la luna, de las últimas cosas en la tierra; entrar, hecho de oro verde y último, con las que fue hombre, ¿qué elementos nos sustraen de las palabras, si ellas son las dadoras de la infinitud a la que aspiramos; qué demiurgo se atreve a convocar las tribus de los significados, a obsequiarlos con los dones del olvido? en el libre secreto recatado, circunspecto y cauto proceder de los espejos, en ellos los secretos son inefables verdades figuradas; de los afanes imposibles!, de los afanes imposibles.

miércoles, 30 de diciembre de 2009

Yacimiento.

Las letras yacen ahí, quietas como piedras removidas en silencio; ásperas, con la fuerza proteica de un huracán mudo, ellas son las esquinas del discurso de la luz; una lengua de carros encendidos nutre la caligrafía de esa expresión, tiradas van del juicio de los tiempos.
No son discurso, ni siquiera forman un ejercicio estético, pero son ahí a pesar de su incognoscible e inexistente significado. Para que lleguen a elevarse a concepto, han de ser leídas, en silencio, con el amanecer rozando las llagas del verbo. Con esta actuación, la letra se imbrica con el pensamiento. Sobra todo a partir de esta unión. Vivere cogitare est.
Cada lector propone una postura del alma. En esa ejecución el texto se renueva, explora las nuevas regiones, extrañas hasta entonces por todos y por todo. Son luz, acercamiento, extrañeza. Cuando la poesía es clara y sincera, mantiene su estación de lo vivido intacta. Ni el tiempo ni los arrebatos de la sociedad podrán desbrozar su figura. Ella es esbelta y pura, atemporal.
Con todo, si alguna vez estamos tentados de escribir o de leer como un ejercicio dictado por circunstancias externas a nuestra propia voluntad, hemos de analizarlas con detenimiento y cautela. A veces, en los logros efímeros va nuestra defunción creadora.
Quisiera ir amarrado como un marinero de Ulises para no caer en los cantos de sirena, para distinguir la muerte de la vida a pesar de los frutos prohibidos. Ulises está hoy en los libros y de nuestra pericia como lectores depende nuestro salto a las aguas turbias, pero embaucadoras de la actual poesía, de la de hoy, no de la Poesía. Aquí detengo mi discurso enconado, mis palabras tristes y tremebundas, las aspiraciones de esta tarde en que el sol sólo surgió para predecir la noche.

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Se queda ensimismado uno con la prosa de Casanova, sobre todo pensando en el anciano de setenta y dos años recluído en la Biblioteca del Conde de Baldstein haciendo de la memoria un juguete para la escritura y riendo a carcajadas después de citar a Horacio, Virgilio o Cicerón. Su cultura es parodia del homo ludens, del señor que se enmascara en la religiosidad extrema para convocar su vida de santo afectado por las inclemencias del mundo. ¿Qué vida no ha errado en sus deseos?

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Casi al término de Invisible, de Paul Auster, tiene uno la sensación de estar ante una parodia de las técnicas narrativas actuales. Por unos momentos, pensaba en la relación que se narra de dos hermanos torticeramente enamorados. De los matrimonios de Born, de las malversaciones morales de Walker, de las tentativas como malignas sentencias del mundo actual, de la falta de ética y compromiso individual, de todas esas cuestiones que saldrán en las reseñas oficiales del reino. Sin embargo, siempre que aparece el amigo al que están destinados los manuscritos me imagino a Auster sonriendo, como Casanova, como el propio Cervantes en manos de Benengeli.

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Lo mejor que puede pasarme al leer algunos de los textos que he escrito este año es no reconocerme en ninguno de ellos, no atisbar ninguna manía; o asimilar las manías antiguas como olvidadizos dados de una partida antigua, como esos pasadizos ciegos que se vuelkven irrealizables. Ahora que reparo en algunos escritos, no presiento mi escritura por ninguna de ellas, si es así, si alguien me dijera lo contrario, le diría que a pesar de yo mismo, sigo pensando que todo está por escribir, incluida mi vida, la que se dejó sus pasos en unas letras ya pasadas.

martes, 29 de diciembre de 2009

Indecibilidad.

Envuelto en la invisibilidad de la prosa de Auster (a punto de culminar esta delicia narrativa con tramas superpuestas, con personajes bien trabados, con pasajes que por momento nos embauca con sones líricos, con el azar zarandeando la verosimilitud, con una dosificación de los hilos que sostienen el desarrollo de la novela, con el homenaje a Cervantes, a Vila-Matas, etc.) dormitan mis versos.
En el azufre de la tarde he volcado esta condición infausta de rapsoda de los días. Me he ahogado. He querido contemplarme como una figura de El Greco: con las uñas puntiagudas por la desesperación y la sed de espacio. Desde el vientre de la ballena la oscuridad tiene la dimensión de mis manos.

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Alguien sostiene entre sus manos agrícolas una herramienta del campo. Estamos en la taberna, en el Barrio Alto. Estas manos, que valen un poema de Miguel Hernández, son testimonio y apareo. La herramienta parece hecha con los mimbres de la humedad. El hombre parece un personaje mitológico, sacado de algún episodio de Minerva o de la alguna guerra impía. Lástima que sea yo el que ve estas disposiciones de la realidad, lástima, yo, incapaz y ciego, yo envuelto en la invisibilidad.

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Leyendo la vida de Casanova se da cuenta uno de que su vida vale bien poco a pesar de la advertencia de Galdós: en toda vida hay una novela. Si es así, la mía aún no la he encontrado o no he sabido narrarla para que su resultado se avenga como la herramienta a las manos del hombre del campo.
Acaso nada. Sólo lo que uno quisiera contar de ella y de manera totalmente ficticia. Durante mucho tiempo he rehusado de esos estudios decimonónicos en que vida y obra se entrelazaban como el haz y el envés de una misma realidad, pero me doy cuenta de que si bien la genialidad no está determinada por los estragos de una época, también es cierto que una Guerra Civil, por ejemplo, interviene en la concepción del mundo, con una actuación de los hombres que jamás hayamos presentido.

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Esta tarde he dedicado una décima al campo, a sus propiedades. Luego he escrito una octava real, puro ejercicio de tontuna. Luego las he tirado. He vuelto a escribir otra décima, peor aún que la anterior. No pude contenerme y probé, para comprobar, que la octava real que estaba en ciernes jamás debió nacer, como no debiera nacer el odio, las ingratitudes o cualesquiera de las propiedades que nos hacen humanos, demasiado humanos.

lunes, 28 de diciembre de 2009

Esto y aquello, vides de la sucesión.


¿Qué es, el invierno o la evocación del invierno; las palabras o las ideas abrigadas, aun mudas y sempiternas? Lo mismo sucede con esta vida, ha dejado de ser nuestra para siempre, se ha tornado evocación, reminiscencia. En ella cabe toda palabra, incluso la que nunca existio.
Decía J.R.J que el arte es tan natural como la naturaleza. Y de esas palabras extraigo que los pocos poemas que uno ha escrito, los artículos de prensa, las escasas páginas y las menos reflexiones, han dejado de pertenecerme. En este desamarre de la obra consiste la evolución que Luis Cernuda advertía en Historia de un libro: el momento exacto de establecer el silencio.
La conquista del eso, la derrota del aquello. Con esa inexacta procedencia, la conquista del mundo es el vuelo del pájaro sin alas. Así, la poesía precipita la búsqueda en la realidad que no se muestra.
Cuando suenen sus íntimas trayectorias, algo habrá sucedido aun sin conocerlo el mundo; sólo el espíritu que acaba de nombrar y establecer su estancia. Acaso pasen décadas, siglos, sin haberse leído ese fragmento. En ningún caso habrá de dejado de ser único, infinito, eterno. Se habrá dado una coincidencia que surge más allá de cualquier aplauso colectivo, la coincidencia de lo bello y de lo exacto,- con J.R.R.-. Es la poesía.


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Hay costumbres que con el tiempo se vuelven ripiosas, amaneramientos de la sociedad en relación a la literatura. Con tan solo echar un vistazo a algunos de los autores que uno venera, puede comprobarse que las ediciones de sus obras fueron escasas, autofinanciadas o, en el mejor de los casos, pequeñas ediciones destinadas a una minoría. En pocos casos (hablo de los que degusto, admiro, releo) la publicación de una obra era un acicate para cambiar de estilo, vanagloriarse de sus dos o tres virtudes o completar una biografía escasa en títulos. Era cosa distanciada la publicación de la escritura, algo accidental, a veces, aneja, promocionada por tal o cual amistad que casi obligaba a dejar el libro en la estampa. También hubo méritos para algún caso, es cierto, pero abundan más las decepciones y los olvidos.
Ahora sucede todo lo contrario, es más, hay una intensificación de ese mercantilismo de las obras literarias. Si eres joven y no has publicado o ganado o participado en algún premio no existes para nadie, sólo para el que se entrega a diario en el compromiso. Vienes a ser melodía sin pentagrama.
Habrá que huir de estos premios, de estas dádivas en que siempre nacen vencedores los elegidos, no los entregados. Por eso, será virtud con el tiempo no haber ganado ningún premio, sólo haber resistido con tu obra, con tu talento fugitivo, en el monte de los poetas verdaderos, en la alameda verde la poesía.


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Lo primero que leí de la biografía de Unamuno (Taurus, 2009) es el episodio en el paraninfo de la Universidad de Salamanca el 12 de octubre de 1936. Conocido es el pasaje, pero no por ellomenos emocionante y aleccionador. En esta biografía, de Colette y Jean-Claude Rabaté, se añade parte del discurso con el que revocó y matizó Unamuno a Pemán y a Francisco Maldonado de Guevara. Recojo uno de los pasajes que, teniendo en cuenta las circunstancias del acto, son un ejemplo cristalino de moralidad: “Bolchevismo y fascismo son las dos formas –cóncava y convexa- de una misma y sola enfermedad mental colectiva”. Ante estas palabras, dictadas con nerviosismo pero con convencimiento, Millán Astray montó en cólera y gritó: “¡Abajo los intelectuales! ¡Viva la muerte!”.
Sin embargo, hay un episodio en estas fechas de la vida de Unamuno que, a pesar de ser menos heroico, a mi juicio, es más indicativo para comprender la España de entonces.
Unamuno tenía una tertulia en el Casino. Era lunes por la tarde, el día después del acontecimiento. En cuanto entró Unamuno, una serie de socios se le vino encima con abucheos, broncas, palabras malsonantes: “¡rojo!, ¡traidor!”, pudo escuchar el hombre anciano, estoico, desengañado de todas sus palabras. ¿Cómo se sintió el Rector de la Universidad de Salamanca, el alcalde honorario de la República con aquella España esperpéctica, entregada a un lado y a otro, a las ideas criminales que llevaron a la guerra?

domingo, 27 de diciembre de 2009

Sin luces, con memoria de océanos.

Ayer se fue, con la luz, un par de páginas que uno había escrito sobre Vila-Matas, Venecia, Troppo Vero y algún verso de J.R.J de la edición de Guerra en España (Ponit de Lunettes, 2009). He intentado recuperar el canto de los gorriones, el manuscrito olvidado en un taxi de Onetti, los versos engullidos de san Juan. He intentado recordar lo escrito y me he visto incapacitado. No para recordar la idea, acaso la sustancia de las páginas, sino la forma de las palabras que desfilaban hasta convertirse en texto. Como esa inundación de la ciudad italiana, mis calles, los canales internos, los pasajes interiores han caído en la defunción. Recordar es vivir, la incapacidad de recordar es la muerte con sordina.
¿Qué es la lectura?, me he dicho con el signo de la tristeza. Como un sueño o una realidad escurridiza, la lectura es la suma de las sustancias, de los conceptos, las acciones o las imágenes que vertebran un libro, que lo edifican. De todas las páginas que llevamos leídas, sólo somos capaces de traer a la memoria, sin la mácula del olvido, algunos poemas, párrafos, frases sueltas de todo un tratado. Estas citas de memoria son extrañas presas en nuestro acervo lecturario, trofeos que devienen de la repetición; palabras que se convierten en acciones, porque cuando sospechamos que nuestra vida se acerca a esas palabras las usamos sin remiendos, las pronunciamos como un abracadabra que nos resucita de la ambivalente realidad.
Siempre he escrito aquellos autores a los que necesitaba comprender; no de otra forma soy capaz de leer con efusión las páginas de una novela o un diario o un libro de poemas. Incluso la filosofía ha sido víctima de este escribir la lectura, ejercicio capital de estos cuadernos que amontonan el diario de alguien que habita en el Trópico de la mancha.
Porque ayer, cuando la luz nos dejó en la oscuridad de nosotros mismos, se llevó las páginas sobre las que había trabajado varias horas, páginas que ya pertenecen a la nada, pero que recupero aquí con tan sólo nombrarlas. Ese es el poder de la palabra y de la ficción, hacer del recuerdo la virtud de la verdad.
A lo mejor esa es la clave para escribir una novela, esa es la sensación inicial, el fogonazo, como dcien algunos. Perder un manuscrito o soñar que se ha perdido el manuscrito o desfallecer porque se ha perdido un manuscrito y dejarse la vida en escribirlas de nuevo, con las tripas encima de la mesa.

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Después de leer al completo Troppo vero, de A.T., se queda uno desmayado y con el síndrome del lector obseso. Tanta dosis de este salón de pasos perdidos me hace capaz de leer –no sé hasta cuándo ni cómo- los diarios que nunca leí, que son la mayoría, a decir verdad. Me hacen capaz de sentarme durante horas a escuchar el sonsonete de esas páginas balsámicas y embaucadoras que aparecen cada año.
Ya tengo sobre la mesa, por el contrario, las páginas que me restan de Auster y la biografía de Unamuno y las últimas secuencias de Los papeles de Aspern, de Henry James. Sin embargo, llevo toda la mañana con J.R.J. ¿Quién marca estos itinerarios: el azar, la voluntad, la ignorancia?

viernes, 25 de diciembre de 2009

Esta tarde.

Insiste la lluvia con su discurso de búcaro menguante. La lluvia, golpeando los cristales, es una declaración del cielo y una imagen que uno leyó en Machado y de la que nunca más volverá a olvidarse. Parecen los cristales los páramos transparentes de la verdad que trae la tarde, una verdad condescendiente y húmeda que arranca de la tierra sus aromas.
Un gris azota la mirada que lanzo detrás de una ventana en lo alto de la casa. Ese gris me sustrae y me cercena el horizonte como si en él estuviera concentrado el misterio de los días. El paisaje ha dejado de ofrecer sus aristas con la embriaguez de la claridad. Su presencia es delicuescente, traída por las nubes que aterrizan sobre el horizonte; el horizonte adocenado de grises, negros y blancos que apenas dicen nada; la nada que contiene la gota que soporto en la cara. Transfigurado el otoño, sólo nos resta estas sentencias y su música de agua.

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En Troppo vero nada es tan irresistible como esas narraciones de las visitas al Rastro y los encuentros de A.T. con la galería de X., Y. y Z. con los que completa su novela en marcha. Sin embargo, algunas páginas brotan verdaderas, como lo son algunas de Galdós y casi todas de Cervantes; las menos de Azorín y las más destacadas de Unamuno, aún cuando el narrador repara en alguna que otra minucia que poco importa y que nada suma a la vida narrada. ¿Cómo serían las pinturas que emanan de estas letras? No sé si parecdias a las de Sola o R.G., desde luego encarnaduras del trasiego de la vida.
Cuando uno atisba que se acerca el final de la lectura, le asoma una angustia parecida a la lectura de la muerte de tal o cual personaje que, de repente, deja de tener vida para nosotros. Una tristeza que siempre completo con una visita a Madrid, porque ver a Trapiello por las calles del Rastro es una continuación verosímil de estas páginas.
Noto, además, que en este volumen está muy presente la reflexión sobre la literatura. No sólo se ofrecen opiniones sobre Tolstoi o algunos escritores camuflados en esas letras enigmáticas, sino que, en más de una ocasión, le viene como de molde alguna consideración sobre la literatura en sí.
Me asomo de nuevo a la ventana, ahora con el libro abierto, y sigo leyendo a pesar de la fuerza y del estruendo de las tormentas. Pienso, en solitario, y a pesar de que M. me pregunta sobre qué estoy haciendo, que esto es ser escritor: sentirse mojado y arrecido por la vida con toda la pasión de la verosimilitud.

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Qué desconocimiento tiene uno de casi todo. Los años van confirmando que la ignorancia es la única faceta que define la vida. La ignorancia entendida como la circunstancia que constata que, por muchos años que estemos vivos, el mundo es demasiado ancho y ajeno.
Hoy me ha ocurrido con J.R.J. He leído un par de pasajes que aborda sus primeros libros, algunos estudios sobre las tendencias en su poesía. Los he leído como si nunca hubiera sabido nada de este poeta, como si estuviera, por primera vez, enterándome de la existencia de un poeta extenso, demasiado ajeno a mi vida. Eso me ha entristecido demasiado y me ha vuelto a la mesa como un gato encerrado. Incluso he escrito una lista, una hoja de ruta para enderezar las carencias de mis lecturas. He anotado el nombre de varios poetas, de algunos ensayistas, de ciertos filósofos, de novelistas ilustres de todas las lenguas. ¿Por dónde empezar con este laberinto?
Acaso lo leído es un solo una sombra tempranera, intuición de la memoria, soslayada tentación del olvido.

jueves, 24 de diciembre de 2009

Elogio del desierto.


Cuando J.S.M me puso el libro de Julio Martínez Mesanza y José del Río Mons, Elogio del desierto (Anejos de Siltolá, 2009), entre las manos, rápidamente me acordé de una novela de Pablo D´ors que se titula El amigo del desierto (Anagrama, 2009).
Cuando me puso el libro entre las manos, decía, recordó uno aquellas delicias que las monjas de Madre de Dios, en Sanlúcar, fabrican cada navidad. Era mi abuelo Cristóbal quien me ponía, cuidadosamente, entre mis manos menudas, aquellos exquisitos y singulares manjares con que cada año volvía sonriendo para dárselos a mi madre.
Esa sensación de libro horneado, hacinado con esmero, con páginas que requieren de la atención no sólo en la calidad de los poemas y fotografías (excelentes ambos) sino en el trabajo artesanal de la edición, hacía tiempo que no me producía tanto placer.
Elogio del desierto es un libro que combina la fotografía de José del Río Mons y los versos de Julio Martínez Mesanza en un pacto de idolatría. Es un libro recoleto, que contiene doce poemas y doce fotografías, pero que condensa las sensaciones con templanza y compostura (con mensanza y monspostura). Tanto una labor como otra tienen al desierto como tema nuclear. A partir de él, de su fisonomía, de la displicencia ante el espíritu, de su anchurosa disposición inabarcable, los dos artistas han combinado sus creaciones para que establezcan un diálogo al amparo de las tierras inexploradas. La poesía pertenece a aquellos ángulos del desierto en que nunca nadie ha visto nada, en que sólo cabe explorar el siencio de la imagen.
Ello ha desembocado en un Elogio del desierto que, unido a la sobresaliente edición en Siltolá, hace posible la catarsis arenosa de esta tierra africana.
Hace más de un año tuve la ocasión de estar en el pre-desierto, en un pueblo marroquí llamado Kenifra. Estaba por motivos familiares, pero no desaproveché la circunstancia para atar las sensaciones y las vivencias a esta manía escrituraria; de esta forma, dejé algunas pa´ginas en mi moleskine que acabo de leer igualmente. Recuerdo que la nebulosa que provocan las tormentas recordaban las ruinas de una torre inhabitada, de esas torres que Martínez Mesanza edifica allí donde la tierra es el olvido. Por otro lado, los colores, la disposición movible y candescente de las arenas venían a ser fogonazos e ilustraciones de la invisibilidad. Porque en el desierto lo invisible es la vida.
Así que, esta mañana, terminé de leer Elogio del desierto con la grata sensación con la que acababa aquellos dulces de convento, con las manos llenas y repletas de aromas y sabores. Con la portada del libro colocada en vertical, releí algunas páginas que tenía subrayadas de El amigo del desierto, de Pablo D´ors. Al terminarlas, vi los libros complementarios, porque el elogio se vuelve amistad, la reflexión poesía y el cielo protector la luz de las fotos que embriagan. Y, sobre todo, entendí que es allí, en aquella tierra paramera, donde quisiera habitar en estos días de encrespada euforia colectiva.


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Para colmo aparece citado Jules Renard en Troppo vero. Después del capítulo en que se encuentra con un chamarilero que posee primeras ediciones de Alberti o de Borges, A.T. se vuelve hacia Pedro Luis de Gálvez y a Jules Renard. Y los equipara en la mezquindad de sus vidas. En los comportamientos tántricos y egoístas, desprovistos de cualquier afecto social. Recuerda el episodio en que Gálvez iba por las tabernas con el cuerpo muerto de su hijo, metido en un ataúd. Pedía dinero para su entierro.
Luego cita unas palabras de Renard y lo equipara a un majareta de medio pelo que hizo todo lo posible por negar la vida para afirmarse a sí mismo. Creo que Trapiello ha leído poco a Renard, a pesar de que cite a Pla (uno de sus escritores preferidos) y de que deje algunas reflexiones. Sigo pensando que lo ha leído poco, acaso un par de ocurrencias que dejó en sus Diarios, poco más. A Trapiello se le nota demasiado cuando habla con total conocimiento sobre un libro o un autor de la misma manera que se obceca en algunas interpretaciones vituperadas, digámoslo, por la falta de profundidad y de conocimiento. Suele ocurrirles a algunos magníficos escritores, a todos en realidad. Cuando hablan con la brillantez de su verbo no hay nadie que lo haga a su altura, pero cuando entran en equívocos o en afirmaciones que pueden matizarse, y mucho, se les nota a la legua que la escritura no brota con tanta lucidez. Me sucede con Neruda, por ejemplo.
Y es que no se puede haber leído todo con tanto tino. Sin embargo, estos pasajes me parecen más verdaderos que ninguno, ya que se muestra la vida en crudo, la vida con sus equívocos, sus contradicciones y sus manías, con sus verosímiles desencuentros y sus astilladas falatas.
Dice Jules Renard que un hombre verdaderamente libre es sólo el que sabe rechazar una invitación a una cena sin dar explicaciones. Así que no sé cómo nombrar al que las pide de antemano. ¿Un pájaro sin nido, una torre en el desierto?


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La poesía dijo, al comienzo, las cualidades del pensamiento. Y ahora…

lunes, 21 de diciembre de 2009

Pido explicaciones.

No tengo más remedio que dedicar todos los años un artículo a esa manía anual de reunirse alrededor del jamón y de las gambas, del vino y el champán. Como sabrán los lectores de estos trópicos, odio y detesto esa obligación social que conmina a participar de una euforia colectiva que nada tiene que ver con la felicidad. El caso es que, cuando se acercan estas fechas, (y otras, como la feria, la semana santa, y todas las calendas festivas) proliferan las caras felices, las invitaciones y los encuentros entre trabajadores de la cosa pública y privada. El problema es que, ante toda esa manifestación evangélica de la feliz vida, de la celebración religiosa camuflada de laicos langostinos y pucheros ateos, salto, como una zambomba, de la irreverencia y la rebeldía.
Como una zambomba ruidosa y vieja. No soporto esta costumbre social por excluyente. Cuando uno no participa de todas estas celebraciones, cuando no hace lo que se espera que todo buen hijo de familia haga, aparecen las garras de la imposición y la hipocresía. Quiero decir que, mi respeto va por delante para todo tipo de fiestas, a pesar de que desde los celebrantes obliguen y pidan explicaciones de por qué no va uno a tal cena o cual almuerzo de empresa. Estoy, realmente, un poco cansado de tener que dar explicaciones diplomáticas de lo más ridículas si tenemos en cuenta que, en el fondo, no me apetece pasar un mal rato, tanto como ellos ansían el encuentro para desarrollar su feliz comunión de hombres sociales. Lo más molesto de todo son las increpaciones, repito, la repetitiva pregunta que bombardea tu estancia tranquila y solitaria, ¿por qué no?
Y ¿por qué sí?, me digo por de dentro, encabronado, con la mirada perdida porque mis respuestas cada vez son más peregrinas y absurdas. “No me viene bien”, “no puedo ir”, digo con la cara complaciente, aguantando la furia del acoso a la intimidad, como si en ese “puedo” no se escondiera, en realidad, un “No me da la gana aguantar tus comentarios, tus gracias sin gracia, tus miserables bailes, tu borrachera con aliento de hombruna perdida”. Pero uno, como ha aprendido a ser un diplomático en asuntos de evasión festiva intenta, a través del cliché evadirse. Nunca mejor me vino la frase hecha que para estos escarceos.
Tengo decidido preguntar yo este año antes de que me avasallen. Diré, ¿por qué vas al almuerzo, anda, explícamelo? Creo que sus respuestas serán todavía más absurdas y vacuas que las mías, porque mi comportamiento responde a un impulso individual madurado y pensado, que deviene de una actitud ante los hábitos sociales como otra cualquiera. Así que estoy esperando ya la respuesta de todos aquellos que van sin remiendos ni asperezas a los almuerzos, cenas y comilonas varias. Sería triste escuchar aquel “es lo que toca” o “¿qué vamos a hacer?” o “tendremos que ir”. Aquí espero, sentado en mi festín de palabras usadas, con los brazos en cruz como un buda navideño, esperando al primero que se presente con la pregunta de turno.

Dimezzato.

Cuando M. me relata sus lecturas en italiano de El vizconde demediado, de Calvino, soy consciente de que, en cuanto termine con su exposición entusiasta, me quedaré pensativo y preparado para escribir al hilo de lo narrado, porque ella no sabe que me considero un demediado a todas luces y que ninguna condición es mejor y más provechosa para escribir que la demediada.
Esa condición humana demediada es una metáfora de la realidad que deviene de nuestra propia naturaleza; una realidad que soporta una interpretación al amparo de una vida medianera, como esos pozos en las casas de vecinos que se situaban justo en la medianía de las fincas. En esa condición encuentra uno las argucias de la vida, las ve con privilegio, porque se contempla uno mismo como un espíritu dual. Con más claridad, como una mañana serena y rutinaria con el cielo desahogado y diáfano.
Como una flor que comienza su consciencia desde el tallo sin tener en cuenta sus frutos, como esa rama que asoma entre las extremidades y los sarmientos del campo, como este día lleno de luz que sucumbe a la noche, como estos días en que uno arroja su maledicencia para no provocar más sarpullidos ni más desavenencias familiares, son las páginas que relata Calvino. Creo que fue Pessoa quien estaba obsesionado con el tema del fingimiento, obsesionado y dotado para dar respuesta con la literatura a esa valoración de la vida, de su vida. El fingimiento es la efectiva renuncia a la realidad y sus verdades, a la vida con todas sus aristas. Porque si uno llega a equiparar lo que nunca sucedió con lo que pudo haber sucedido, está creando arte. Por este motivo, siempre afirmo que quien sea capaz de hacer verosímil el pasado que nunca fue está creando una nueva realidad y, al tiempo, relegando la verdad a una posible secuencia literaria. Por tanto, equiparando la vida a la literatura.

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Continúa uno con las páginas de Trapiello, sin descanso y sin fatiga que lo detengan. No desfallece ni el ritmo, ni la vocación lírica de muchas de sus páginas. Antes al contrario, se alza la escritura con la impronta de la verosimilitud a cada paso de este salón. Unas olas que renuevan su empuje parecen, por momentos, estos textos reunidos. Escritura limpia, repleta de giros antiguos, del tempo adecuado.
Hoy he pensado en esa forma de vida, en esa extraña forma de vida que mantienen los escritores de diarios o novelas en marcha. Será que cuando una palabra o un hecho son vislumbrados para incorporarlos a la ficción, sabe uno de estas previsiones literarias. Porque para dejarlas en la memoria, decía, las visiones, ha de estar uno demasiado acostumbrado a convivir con la literatura. Así que me imagino al señor A.T. demediado, envirotado cada tarde por no escribir marros que lo conduzcan al silencio.
Asiste uno como un testigo a tal o cual rifirrafe, a esta o aquella secuencia en que son narrados los pleitos de su autor. Lo mismo da cuando la literatura emana embebida en las palabras que hacen de ella no un ejercicio ni una exploración, sino limpia savia del árbol talado.

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Hace unos días un amigo me dijo que era esclavo de mis obsesiones. Sin lugar a dudas, su diagnóstico es certero en tanto que mis obsesiones se delatan en cada uno de estos textos. Sin embargo, al principio me quedé confuso y pensé que se estaba refiriendo a la poca versatilidad de las páginas de este cuaderno. Mis obsesiones provienen de las lecturas y mi escritura es el desembarco de las mismas. En este sentido, las contemplo como los coleccionistas de figuras. Una a una forman esos ejércitos que reposan sobre la mesa sin que nunca nadie las retire ni un milímetro. Esas obsesiones que resuenan desde que comencé a escribir en este diario, esta escritura comprometida con alguien que no soy yo. Arrepentirme de ellas sería desprenderme de las pocas páginas que llevo escritas; negarlas, renunciar al trabajo que me es irrevocable.
Repasando la obra de algunos autores que uno admira con tesón, observo que los temas han sido siempre los mismos y que esas obsesiones sólo han ido tomando distintas formas a lo largo de las producciones literarias. Creo que, a lo mejor, lo que debe hacer uno, de vez en cuando, es imprimir una pátina que las transforme y las sitúe en otra forma literaria, para que sólo sean intuidas, para que no se muestren las costuras que las sustentan. Pero las obsesiones son las que son y con ellas he de admitir mi vanagloria o mi fracaso.
No dudo ni un momento en que estas páginas son, con Ribeyro, la tentación de un fracaso, pero un fracaso que he inoculado y que impulsa el encuentro con las palabras que determinan cómo quedará dicha la vida, esa obsesión que nunca nos abandona.

jueves, 17 de diciembre de 2009

Una y no más.

Hace un momento me he mirado mis manos en un espejo y parecían dos ciudades muertas. Venían de estar toda la tarde en el cambalache de la nada, de manosear las palabras hueras de la rutina, de lo que no toca y embellece, de los pétalos secos que dibujan, con su altura de búhos, la condescendencia social de ser humano.
Serán ruinas para siempre, como lo son los recuerdos y la memoria, manos que acabaran de llegar de la vendimia de las uvas rosadas, esas uvas que son ósculos que las parras regalan a las lomas.
No es ahora el tiempo de narrar las desgracias de estas manos, las tierras que han desempolvado aun sin moverse todo el tiempo del mismo lugar. Sólo de dejarlo por escrito, como una confesión balsámica, purificadora, en la que queden arrojados todos los restos, el polvo, de estas manos que mañana sostendrán el rictus de aquel que soy una mañana más.

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Al inicio de la novela de Auster, Invisible, el joven estudiante realiza una relación literaria entre el nombre de su futuro padrino y el del personaje que aparece en la Divina Comedia, de Dante, ese personaje condenado a deambular agarrando su propia cabeza con las manos. He recordado, cuando he leído este principio, dos elementos. El primero, la importancia para un escritor de la lectura. El segundo, cómo en realidad lo que he soñado siempre es rebanarme la cabeza y entender el mundo desde ella, es decir, cortar mi cabeza, agarrarla de mis ex cabellos y dejar que sus ojos interpreten el mundo, pero sin entrar en mí. A lo mejor, el aspecto de mis manos es una manera de manifestarse la decapitación y es imposible decapitarse sin tener, al menos, las manos repletas de vacuidad.
Decía hace poco que un escritor necesita de la literatura para escribir. Ahí está el ejemplo, de nuevo Dante, siglos después, sigue siendo un personaje al que se recurre cuando, por ejemplo, necesita uno dejar en claro que hubo alguien a quien se le cortó la cabeza y se le obligó a pasear con ella por los infiernos. Voy comprendiendo que, si algo es parecido al lugar del que no te recuperas, es una reunión en que los contertulios no deceleran su ignominiosa manía de hablar por hablar. Una y no más.

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La poesía es una estación del deseo.Peregrinaje, ribera, piedra de cielo.

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La palabra edificante, la palabra que reverbera.

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Las fotografías nos sorprenden porque ordenan lo que para nosotros se asienta en el cedazo de la memoria. Para uno, como decía Borges, la realidad es la última imagen que tenemos de ella. Por este motivo, cuando vemos un puñado de fotografías que pertenecen a otro tiempo, siempre nos embarga la sensación de responsabilidad. Porque la fotos llegan ordenadas de donde nunca hubo un orden, racionalizan el pasado y ese ejercicio intelectual, en manos de la ficción, es un callo demasaido gignate y sofocado como para obviarlo. Más vale dejar las imágenes quietas, como parecen estar cuando alguien las mira.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Con la piel sobre los hombros.

Con el salón de pasos perdidos de Trapiello sucede lo que la mareas. Inundación y vaivén, imantada atracción que se repite y de la que nunca termina el ciclo, por bellas, delitosas y naturales. Al cabo de varios centenares de páginas, termina uno incluyéndose en esa materia de ficción, acaba por asimilarse a una de esas iniciales o de equis que pueblan el territorio con esa profusión de intimidades veladas, de recuerdos pasados por el cedazo de la literatura. Me èrmití escribir en alguna página del libro una inicial, T., marca con la que perteneceré, hasta mis últimos días, en convivencia con toda la galería de personajes que aparecen y de los que se narra algo. Conviviré ficcionalmente, tanto vale para lo que sosmos.
Consigue Trapiello lo que R.G, velar la realidad, aceptarla, pero trascendiéndola con el vuelo de la verosimilitud. Hoy, por ejemplo, en medio de una reunión de lectores que desprenden su conocimiento a la mínima insinuación, ha querido uno comportarse como ese narrador que observa y ausculta, que guarda y se explaya. He anotado algunas frases, ciertas afirmaciones que ,en otro contexto, dejarían de ser geniales ocurrencias, títulos de obras y más de una boutade por añadidura. Las he leído en mi moleskine, una y otra vez, y me he preguntado y ahora qué, qué hay que hacer con todo este material para escribir literatura, cuál es la anatomía de la ficción, qué clave, qué proceso es el adecuado para convertirlo en materia verosímil.
Con estos pensamientos he seguido leyendo las páginas de Troppo vero, entusiasmado por algunos pasajes entrañables, como los que dedica el autor al pintor R.G.
Al cabo de un rato, me he fijado en el álbum en conmemoración a Cernuda del 2002.He fijado mi atención en la foto que destaca A.T. y he comprobado cómo la literatura interfiere no sólo en la sucesión canónica de la realidad, sino en la lectura de un libro, de una foto, acaso de nuestra voluntad sobre la tierra.

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A veces se conforma uno con salir incólume de los días. Sin lesión moral, sin aspavientos por una u otra palabra mal encajada en la cajonera de las horas. Hablar es siempre un trauma, porque la palabra es incapacidad; hablar es siempre una consecuencia, nunca una causa.
Cuando me detengo, varias horas después, a pensar en las palabras que dije por la mañana o en las afirmaciones que uno defendió con la rotundidad del granito, me abandono de inmediato, me despojo, me despatrio, me entrego al silencio, donde la realidad es un seno sin pezón, un arpa sin cuerdas. Eso es, decir al otro es despatriarse.
Antes de que acabara la mañana de aguas como calendas, fui a la librería a comprar Invisible, de Paul Auster (Anagrama, 2009). En ese título se esconde mi máxima aspiración, la consigna indiscutible, el deseo por el que dejaría de escribir y de leer. La invisibilidad es a la belleza lo que el silencio a la literatura.

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Como la fotografía que observo de la escultura de San Bartolomé en el duomo de Milán: esa piel que se entrega muerta, esa piel que reposa por las espaldas y que se lía entre una pierna y un brazo; esa piel que ha dejado de pertenecer a un cuerpo y a una sangre y a un esqueleto; y a todas las secuencias de un rostro vivo. Sin embargo, ella recuerda en sus formas, insinúa, un pasado, acierta a desvelar la extensión del cuerpo. Esa es la literatura, ese es el que escribe todas los días sin más remiendos ni afeites. Ese pellejo que nos cuelga a diario, que soportamos a diario, que nos contiene a diario. Ella es recuerdo y candente acervo de uno mismo, ella nos completa a pesar de su muerte.

martes, 15 de diciembre de 2009

A escondidas, tras las líneas, mojado en óleo.

Hay frases enigmáticas que se leen como una salmodia, sin más miramientos ni agasajos. Sucede algo parecido cuando uno viaja a una ciudad por la que ya ha paseado en varias ocasiones, nada sorprende, todo se transfigura en leve sombra.
La lectura supone un aprendizaje porque toda ella es un enigma y un laberinto por el que aprendemos a transitar a medida que nos perdemos. Decía Alfonso Reyes, el polígrafo mejicano: “la filología es el arte de leer despacio”. Esta consigna, desde que la leí en uno de los tomos de sus Obras completas en el FCE, se convirtió en una premisa indiscutible para convertirme en un lector. Después de unos años, he vuelto a leer la frase del mejicano en aquel papelito de cuadrícula y con la caligrafía de un neonato en esto de las letras. Ha sido como cruzarse con una antigua catedral que ha quedado viciada por estar siempre ahí, delante de nuestra visión, tan cerca de nuestro juicio.
Algo parecido ejecutó Allan Poe cuando escribió La carta robada. Nadie pensó que, en aquel sobre a la vista de todos, estaba la hoja que buscaban con esmero, pero con total desorientación. Poe no sólo nos otorgó con un ejercicio literario magistral, sino con una lección de estética: detrás de los ojos se esconde la realidad.
Basta que uno se detenga un rato a pensarlas con detenimiento, esas frases enigmáticas, digo, para que adquieran la fuerza de un verso o la contundencia de un axioma filosófico. Algo parecido me viene sucediendo con los libros de memorias o ensayos o diarios que últimamente aparecen por mis estanterías con fruición. Hay en ellas frases felices, que valen toda una novela. Ahora bien, esas frases están al resguardo de la entendera y al cobijo del liviano paso de las retinas.
Por ejemplo, Ramón Gaya escribió sobre Velázquez, en Las virtudes del pájaro solitario, las siguientes palabras: “Este será el delicado trabajo de Velázquez, desvirtuar la realidad sin negarla, sin borrarla, pues ha visto que se trata de una superficie perecedera, sí, pero también sagrada, y por consiguiente intocable; contar con ella sin perderse en ella […] sino algo que debemos aceptar y trascender”.

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La lectura de Trapiello siempre me lleva a R.G. Y así lo hago esta tarde que se termina con las espinas del frío. Volvamos al texto anterior. “desvirtuar la realidad sin negarla”, difícil trabajo este de desvencijar la realidad de sus amarres y de dotarla de una nueva manifestación, de un nuevo acontecimiento de sus propiedades. El pintor, el escritor, debe alternar la compositiva presencia de la realidad para aglutinarla en una macrorealidad que la engulla, aun sin negarla; “contar con ella sin perderse en ella”, se suponen dos acciones. La primera, contar es sinónimo de asimilar, aprehender y eso lo hizo Velázquez de forma única. La segunda es transitarla, porque para perderse en la realidad hay que caminarla y explorarla.
Por último, lo más desconcertante, “algo que debemos aceptar y trascender”; como mortales, como productos perecederos nosotros mismos de la realidad debemos aceptar, a la manera griega, la muerte, esa es el primer enigma que tendría que solventar un escritor. Esa es la manifestación más pura de entendimiento de la realidad, acaso la más fructífera para el arte. En esa condición mortal, sin embargo, en esa conciencia de la mortalidad del artista y de la realidad aceptada, se esconde la trascendencia. Aunque, bien pensado, esa trascendencia está velada, muy cerca, cargada de una luz que ciega y que sólo un artista de privilegio es capaz de mostrar al mundo.
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Hoy, con R., en la conversación que se ha convertido en un cabaret de prodigios, que oxigena y vivifica, que diluye la trama de sombra de lo cotidiano, hemos hablado de Javier Marías. Obviamente, a mí se me ha notado el furor por este autor. Ahora que lo pienso, la narrativa de Marías viene a parecerse a esa aceptación y trascendencia. El manjeo que hace Marías del Tiempo asimilando a su vez una sintaxis idónea, es una manera evidente de trascenderla. Un pájaro solitario, su vuelo, el día, llega la noche, la sombra, el veneno y el adiós.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Bora.


Esta foto fue tomada desde un soportal de la Piazza della Unitá d´Italia. A pesar de la lluvia y del cielo concomitando junto al mar Adriático, la plaza es un bostezo de gris paladar. Es el rictus de la bora, de aquella manifestación inmediata del aire enfurecido y de la lluvia como una plañidera. Ese día estuvimos buscando el Café San Marcos, el lugar con el que Claudio Magris comienza Microcosmos y del que tenía noticias de más de un autor que admiramos. Es una costumbre, por otro lado, visitar los cafés que siempre se reseñan cuando hablamos de escritores de este o aquel país. Qué si no hicimos en París las últimas veces que estuvimos deambulando por los bulevares. La imagen de aquel Borges en el Deux Magots palpita y percute mi sonrisa a cada paso de los años.
Durante el viaje en avión había leído la semblanza que Magris desarrolló en Trieste (Pre-textos) y, de vez en cuando, picoteaba en Microcosmos. Terminé de leerlo en el tren que nos llevó hasta Trieste. Era un tren de anochecidas, solitario, cargado de dos o tres trotamundos que nos preguntaron por algún tipo de alojamiento en aquella ciudad de encrucijadas. Aún recuerdo que uno de ellos comenzó a leer en voz alta una elegía de Rilke, al menos eso pude entrever cuando alzaba la mano y se podía atisbar la portada del libro. El otro, al escuchar los versos, cerraba los ojos como quien espera una caricia sinuosa o quien medita la situación. Tenía una barba cortada a dentelladas. Su pelo estaba enroscado. Parecía cargado de mugre.
Cuando llegamos al hotel comenzó una tormenta de tal potencia que las luces del lugar se apagaron, incluidas las del alojamiento. Eso nos excitó y nos situó de principio en la mejor situación que puede definir a una ciudad como Trieste: la sospechosa manía del cambio.
Al cabo de unos días, comprendimos bien que ese era su estado natural. Una mutación que se precipita a diario, en forma de lluvia, en forma de viento con garras de humedad. Esta foto es un reflejo de una tarde en Trieste. La sorpresa, la estampa literaria, la cercanía al mar, su aspiración extraterritorial. Ahora que observo de nuevo la foto y que el tiempo ha proclamado sus estancias, la memoria ha sido justa con ella. En ella opera a la perfección la turba de sensaciones que prolifera por sus calles. Escritores de bronce, calles que conducen a plazas recoletas, una plaza en medio del mar desde donde se ve el Castillo de Duino, donde la mirada es un verso intraducible de un lector cualquiera, de un vagón de tren. Cruzamos la Plaza y suena Beethoven. Tocan un cuarteto de cuerdas. Uno de los músicos tiene la barba cortada a dentelladas y, cuando nos mira, no para de sonreír.


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Toda la tarde enfrascado con la Nueva gramática de la lengua española. Leo las nuevas aportaciones que se han incluido teniendo en cuenta la lengua hablada y escrita en Hispanoamérica y las aporataciones de todas las Academias. De pronto, leo algo referido al género, mal que bien, hago lo propio en cuanto a los grupos sintácticos; al rato termino enredado en la fonética y la fonología, escrita por Blecua.
Al leer uno este tipo de libros, estas gramáticas renovadas, parece estar catando un producto de gurmé; en otras ocasiones, le surge a uno el fervor de los cirujanos, porque la gramática es la carne viva que se disecciona. Degusta con ceremoniosa displicencia la nueva obra y la tomo como un acontecimiento necesario y útil para aligerar el óxido de la formación. Sin embargo, hoy he tenido esa redundante consecuencia de leer una gramática y escribir al amparo de la ficción. La diferencia está en el latido. Mientras en una falta, en otra desborda; mientras en una todo cuanto se dice deberá ser revisado con el tiempo, en otra su aspiración es obcecar las reglas gramaticales, por pura maravilla. En una la lengua es la sustancia indeleble, en otra, la lengua es cauce y ampliación.


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Se suman, a las páginas leídas de Trapiello, las de la nueva biografía de Unamuno publicada en Taurus. Este personaje nivolesco, este desencuentro de la fe y la razón encarnizadas, fue de talante promiscuo. Y esa virtud, junto a la piedra de Salamanca, es una de las vertientes que más me fascina del personaje. Aquel episodio con Millán Astray sólo es una consecuencia del carácter, pero una consecuencia ejemplar, digna, inaudita para estos tiempos de debilidad ideológica y migajas al pensamiento.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Los arpegios perdidos.

¿Dónde terminan esas melodías que se cruzan cuando un músico está ensayando, dónde; qué pretensión hay en ellas más que la de tocar por el mero discurrir de las notas musicales; qué fin pretenden esos arpegios fugitivos que serán recordados por nadie, asimilados por nadie, recordados por nadie?
Cuando no logro escribir durante varios días seguidos, me siento como un músico que necesita recuperar su virtuosismo con el esmero de los ensayos. Ahora que vuelvo de nuevo, que ejecuto con la muñeca suelta y el diafragma envirotado, tengo por cierto que la escritura en sí nunca deja de ser ensayo, prueba, experimento de una verdad indecible.
Alguna vez he pensado en una obra que sugiera esos instantes en que los músicos de una orquesta están ejecutando escalas, calentando el ébano de la madera, engrasando los pistones de los metales o comprobando el deslizar de los arcos sobre las cuerdas. En esos momentos previos a la armonía, la orquesta sucede sin concierto, a pesar de que uno pueda identificar, en el batiburrillo de disonancias, la voz cálida de la flauta o el bostezo aterciopelado de la trompa. El público distensa sus emociones y comienza a prepararse para comprender lo que a continuación será la obra. Algo parecido le sucede al lector que se adentra en un diario o en unas memorias, por momentos, se siente partícipe de esa antesala, de tal o cual aventuras que se está narrando e, incluso, llega uno a imaginar cómo una palabra, una acción (la vida es acción y palabras) terminará formando parte del engranaje de la otra vida que late desmesurada, la literaria, la escritura asalvajada. Pero, ¿qué hay de esos arpegios perdidos de los músicos?
Estas páginas son de ese himno, de ese preámbulo desbocado que no atiende a una armonía establecida. En su intención, en la de su autor, no hay más ambiciones que las de perpetuar por escrito una fórmula de pensamiento, la voz que deambula perdida en esta sucesión en la vida.

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Vuelve la mayoría de las veces porque se le ha olvidado una migaja o una cáscara de pipa con la que estaba jugando. Lo hace prematuramente, sin atisbar el peligro. Cuando logra su objetivo, esa vuelta al peligro inconsciente, se vuelve huraño y picotón. Un gorrión cabe en una mano, con los latidos golpeando en mi palma, y así se lo demuestro al amigo que me mira sorprendido. Cabe en una mano, repito, como unas alas que ponderan el infinito.

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M. y yo acabamos de descubrir que, cerca de nuestra nueva vivienda, hay un magnífico parque. Eso nos alegra, sobre todo a ella, porque echábamos en falta los paseos y la cercanía de cierto aire purificado. Igualmente, desde nuestra azotea, se puede prever la sierra de Cádiz, quizás vemos los inicios de las montañas como los dientes de leche de un niño. Toda la zona es tranquila, sin embargo tiene uno la sensación de estar al refugio de alguna persecución, de algún entramado que no sabemos de dónde procede, de pertenecer a una trama inconclusa que se desarrolla en silencio, pero sin descanso.
Por las mañanas, todas las luces que invaden la vivienda son un acontecer que me embriaga y embelesa. Jamás he tenido ese vínculo con el asomo de las luces. Parece que, de pronto, un analéptico principio comienza a descubrirse y que de ellas debiera brotar algún verso, alguna reflexión, acaso un arpegio perdido.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Son.

Siente uno las cosas y casi nunca acierta a contarlas, las siente con el beneplácito de la embriaguez, con la proclive tendencia a la irreverencia, con las ascuas del pensamiento prolongando las vetas de nuestras palabras. Siente uno las cosas y casi siempre es incapaz de transmutarlas a obra literaria, con la anchura y claridad de todas las alamedas de la ficción. Las siente, las recuerda. Acaso las olvida.
Otras, las menos, se cuenta las cosas como nunca fueron o como nunca debieron suceder para no ser escritas o, en gran medida, traicionando a la memoria. La memoria es la sucesión de lo que tomamos por verdadero aun sin serlo.

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En cualquier caso, la vida otorga ese candil alevoso de la palabra, agraciado don con el que procedemos a ejecutar los mecanismos de la literatura como si quisiéramos desvincularnos de la misma realidad ebrios de trementina. Sin embargo, volvemos, con suspiros de péndulo, a la conjugación de la vida y la literatura, haz y envés de la palabra.
Schiller, por ejemplo, escribió: “¿Para qué sirve por fin semejante ficción del poeta? Dime primero lector/ para qué sirve la realidad”. La realidad es tomada por los poetas de la actualidad como un axioma totalmente descubierto y establecido. Lo hacen al calor de teorías políticas o de ensoñaciones utópicas que son precipitadas sobre los años que nos traspasan. Hay poetas que perpetran versos porque creen cambiar la realidad, pero qué es esta realidad.
Cuando un poeta sugiere en su poética la utilidad de la poesía, siempre sospecho que su pensamiento es débil, que su reflexión sobre lo real y lo ficticio necesita aún estar más tiempo en la sazón de la reflexión. Esta pregunta de Schiller es, sin duda, una declaración de principios del Romanticismo, que no dejan, por antiguas, de resultar fundamentales. Un poeta que piensa la realidad piensa la poesía y observo más compromiso en los que son tomados por elitistas, torremarfileños o puros que en los trincheristas de familias aburguesadas que no saben lo que es luchar, cuerpo a cuerpo, con la muerte al no escribir.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Sin más ni más.

Hay palabras que se anuncian difuntas, por puras e indóciles. Palabras con las que vaticinamos lo que su pronunciamiento encenderá en los interlocutores, palabras que desprenden de uno un aroma equívoco, traicionero; vocablos que arrastran una resaca consabida. Son como un rasgueo en la guitarra: conjuntas y desconcertantes. Cuando eso va a suceder, es decir, cuando lleva un tiempo hilvanando una respuesta o una escritura que ponga en orden la indecencia o la inmoralidad de los otros, presiento que, desde ese día, ya nada volverá a ser lo mismo.
En ningún otro caso las palabras ejercen su influencia con los demás como sucede cuando alguien defiende su moralidad o su propia ética a pesar de las prebendas y las posibles ganancias que ello pudiera deparar. Sin embargo, decir a tiempo es una satisfacción a posteriori, que deviene de la coherente manera de estar en el mundo, de la consccienca a la posteridad de nuestros actos por finitos que sean.
Algo parecido sucede con la escritura. Debe uno ponderar la valía de sus escritos como si fueran hijos ajenos, como si esas palabras hubieran sido escritas por otra persona. En esos casos, nuestro juicio debe ejercer con la máxima sinceridad. La evidencia en literatura consiste en saber guardarse lo que nunca debió leer nadie públicamente. Por este motivo, en ocasiones, pienso en el sentido y en las palabras que conforman este diario, esta escritura que amontona pensamientos, lecturas y algún que otro verdeante verso.
No de otra forma la vida sucede. Un día convertimos la sagacidad de la visión en un poema; otro, después de lecturas fervorosas, queremos remedar el estilo y el talento de ese discurso que nos omnubila. En otras ocasiones, la escritura brota como el agua clara, sin impulsos detectados, ni afectos repentinos sobre la obra de tal cual. Es este último ejercicio, de escritura proteica, la que más me satisface últimamente. Esos libros, como el de Trapiello, como el Renard, como el de Márai, en que nada sucede más allá del verbo que los configura. Esos libros surgen de la palabra como dadora de realidad y de verdad. La verosimilitud es una operación de la palabra que ha sobrepasado la literatura. Y en esta búsqueda, en esa situación abisal de la letra y la ficción, hay libros que se atraviesan y que hacen que uno lea con otro entusiasmo a autores antiguos que ya no lo son tanto a partir de estos días; hacen que veamos la pintura con la equidad de otras épocas o que nosotros mismos terminemos por escribir sin pauta ni bemoles, sin la carencia arrebatada de contar una historia o cerrar los abismos de la realidad en un relato.
Abro la ventana y observo desde la nueva casa en que vivimos M. y yo desde hace unas semanas. El campo, como una figura postrada, puede verse en sus curvas y vericuetos. Aún más lejos está la sierra. Los pájaros se oyen cantar en un parque que está situado detrás de Murano, porque nuestra casa pertenece a Villas de Murano. Con el parque en silencio vespertino, con los pájaros ejercitando sus gargantas de tenores huecos y con la incitación de la sierra, -sus colmillos blanquecinos, la arruga de su piel- me resguardo del frío como una hoja caduca que espera su sentencia.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Curruca, tarabilla, alcaudón y hojarasca.


Estas fotografías que, de vez en cuando, me regala M.A. Gallego de Prada son para mí como una porción de su edénica estancia en la sierra. Aire nuevo, acrisolado. Siempre que las veo, se me viene a la cabeza ese retiro voluntario al que está sometiendo sus días, un retiro que más bien lo está inflando de vida, de conocimiento y de arte. Lo que le sucede es que la naturaleza lo está invadiendo con sus tentáculos de eternidad y sus escenarios desgarrados. Su mirada se está volviendo pedestre. Frente a la anchura natural, logra ver los ángulos muertos en que se asienta la vida; frente a la dispersión, el manierismo de la naturaleza; el hueco, la fisura por la que penetra el ciclo vital de los pájaros. Hay en sus fotos una reminiscencia que cautiva y que otorga, una concentrada mudez que socorre de estos tiempos de livianas geometrías urbanas.
Estas fotos me han alegrado el otoño, si es que el otoño atiende a la alegría, y me han ayudado a ver de otra forma la transformación de la naturaleza. Vean si no, la cara de poeta desquiciado que tiene la curruca, los enrojecidos ojos que fermentan al albur de las ramas en que se sostiene. Es el bohemio alcoholizado que levanta el pico con su estela de versos a pesar de su lábil plumaje. El alcaudón, sin embargo, es un verso suelto en los ocres y amarillos del entorno. Sus grises son como la luna cuando asoma a las aguas y las revuelve plateadas para siempre, a pesar del movimiento.
La tarabilla hace de trapecista, sus patas se ejercitan en el estarse quieto, como una aurora rotunda y paramera. Es la séptima hoja caduca; de su cuello brota la blancura del abismo. Y la hojarasca. Ella resume los días y los remeda, se amontona sin concierto, y desarolla su espacio a golpe de las hojas que caen y caen como una lluvia de mañanas muertas. En ese cementerio otoñal de hojas que alimentarán la tierra, se asoma una bellota. Acaso el hombre es esa bellota perdida, que apenas es símbolo y mudez en la sucesión imparable del mundo.
Observo estas estampas toda la tarde con la tranquilidad ceremoniosa del crepúsculo. Luz, gris que sucumbe a la oscuridad, nube perdida, manchado cielo de tibios pájaros, cumbres habitadas por la melancolía. A todas ellas el hombre es ajeno y sin embargo ellas conforman el mundo. De todas el hombre, asfáltico temblor, se aleja de la acompasada interpretación que surge sin batuta. Ocurre como con las ruinas que sustancian una ciudad. Allí quedan aliviadas de los ciudadanos, pero siempre presentes como instantáneas de una circularidad remota que alberga algo de lo que fuimos. La naturaleza, en estos tiempos, es un símbolo de los que fuimos. Agua fugitiva, mortal pétalo de picudos pensamientos.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Pelo de zanahoria, cáscara de azul.

Hay palabras que son como el pico de un pájaro advertido entre la hierba, por desplumadas e inoportunas; hay palabras que surgen de la miserable manía de decir a cada momento, aun sin pensar ni razonar el discurso; hay palabras que nos poseen hasta desvestirnos de nuestras certezas, por insólitas y perecederas. Sin embargo, en este amasijo verbal con el que vamos diluyendo nuestra presencia arrebatada, este gajo que cada día uno desprende ante un cuaderno impaciente y desmemoriado, no son más que restas y marros, agraciadas marcas indelebles del moribundo paseo en que nos estacionamos.

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Hoy, después de muchos meses, he vuelto a leer a Jules Renard, a mi querido escritor de diarios. Como si fuera la primera vez que leo sorprendido sus páginas, he vuelto a anotar muchas de las ideas que se encuentran en sus cuadernos. Por ejemplo, he vuelto a anotar esa entrada en que dice: “Cuando me releo vuelvo a suicidarme”.
Siempre sucede lo mismo con las palabras de Renard, parecen simples ocurrencias del momento, talentosas y creativas sentencias que ocupan la extensión de un diario. Nada más lejos de ser cierto, en todas, cuando son pensadas con avidez, se esconden una cifra, una interpretación que recorre las palabras, desde la ironía hasta su ser más primitivo. Suicidarse de nuevo es una manera honrosa de decir que dejó su vida por la escritura, pero que, cada cierto tiempo, le apetece volver sobre ese cuerpo que cuelga de la soga, ese cuerpo que fue nuestro y que nos perteneció, para comprobar que ninguna de las palabras que escribimos nos dicen del todo, nos recuerdan del todo y, por supuesto, nos salvan de la vida.
Después de leerlo, he querido suicidarme. Lo hice sin prisas, acaso atendiendo a criterios inciertos. Volví mis pasos hacia lo escrito hace meses. Comprobé que mi cuerpo seguía intacto: nada nunca fue mío. Las palabras escritas por alguien que parece convocarse en este cuaderno y que, en mi nombre, relata, anota y piensa. Como un arca de joyas perdidas, se amontonan estas páginas sin rasero ni criterio al que acogerse; quizás respondan sólo a lo que Rilke identificó como el inevitable estarse literario. Una palabra, a lo sumo, unas páginas, en cualquier caso, son productos inefables para los muertos, para nosotros.

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Como el místico, me conformo con que mi decir sea irracional, pero que sea. Después del encuentro en el auroral territorio de la poesía, las palabras pueden quedar invalidadas para nombrar. Eso, sin embargo, no es prueba ni indicio de que el hecho en sí se haya producido. Es decir, cuando san Juan comenta la imposibilidad de narrar su encuentro divino a través de la vida ascética y contemplativa, está, sin duda, argumentando que la palabra tiene todavía muchas cosas que decir, que el mundo es un respondo al que la palabra brinda celebración. Todavía la fiesta continúa.
En efecto, cada día atisbo más esa imposibilidad de la poesía por ajustarse a lo sucedido. En puridad, la palabra es un ajuste de cuentas con los hechos, con la acción y con la comprensión de los mismos. Pensar es hacer un pensamiento. Sólo en la literatura, cuando se produce la verosimilitud, la realidad es abandonada.

sábado, 5 de diciembre de 2009

Diarivela.

Con la resonancia de los pasos en el salón perdido, comienzo esta lectura de Troppo vero como una manía antigua. En sus páginas se detiene el autor a contar, sin más aspiraciones que la de alzarse en dador de verosimilitudes, esto y aquello, tal o cual palabra en el suceso más remoto que viene a convertirse en retal literario. Logra Trapiello su cometido porque su escritura brota limpia, clara, adecuada a la finalidad literaria. Esto sucede a menudo, sobre todo cuando el autor de marras se siente cómodo en esas diatribas contra el orden del mundo y sus razones; a favor de ciertas evidencias que sólo parecer reconocer él o cuando habla de literatura. En este último caso, se vale de la fórmula cervantina para bautizar la obra que estamos leyendo como diarivela. Eso son, entonces, estas páginas que navegan sin rumbo en estos días de incipiente invierno, un compendio titualdo diarivela. Una delicia, en cualquier caso, un sometimiento a la prosa desnuda.

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El origen está en el reconocimiento. Eso creo de un tiempo a esta parte, el origen de uno está en el reconocimiento, en la consciencia justa del estarse fugitivo. En esa condición de mudanza y transformación, ocurre la literatura de continuo. La ficción es ese cedazo que corroe la realidad, la oxida, mas la precipita a la apariencia. En esa apariencia se contienen los días, los métodos de supervivencia, las razones de amor, las sugestiones, el más remoto de los objetos. Cuando alguien comienza, sin embargo a escribir, pintar y, en menor medida, a leer, entonces va encontrándose con el olvido al que nos tiene sometidos la vida. Por eso somos sombras, deterioradas palabras impronunciables. Eso es el hombre, una palabra incognoscible. El arte es la medida del hombre, detrás de los hombre hay palabras o acciones.

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Las páginas de Ante la pintura, de Robert Walser, muestran una cuidada selección de pinturas. Ante ellas, el autor escribió un poema, en otras una breve prosa, en otras una glosa a la imagen. En todas, sin embargo, está la agudeza del visionario. Me sorprende que en algunas reflexiones se refiera a la música de las pinturas, igual que el escritor al que citaba ayer, Baudelaire. No es casual que los dos escritores hagan referencia a esa relación, mas yo me pregunto, ¿cómo acontece la música en una pintura? Y con esa pregunta me adentro en la noche, como una corchea pronunciada en la lengua de un demiurgo irónico.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Orquídea sobre fondo oscuro.

Hay plantas que nacen del desmayo del tiempo. Sus ramas, el verdear de sus formas por el espacio, recuerdan una melodía atrofiada que deshace la mirada. Hay plantas y árboles, lomas y torcales, sierras y delicados filamentos que previenen del insomnio de estar vivo. Con la lectura sucede algo parecido, ella azuza la conciencia para agraciarla, para dotarla de la incandescencia robada a los dioses menores del cotidiano suceder.
Cuando un lector comienza establecer los vínculos entre la letra impresa y el mundo imaginario y estético que surge en ese ejercicio, el hombre se despoja del mundo, como una planta que florece con sus pétalos blancos, libérrimos, acariciantes del silencio.
Quisiera que mis palabras fueran silenciosas, como el nacer de la naturaleza. Silenciosas pero imparables, tremendamente surgidas por su imperiosa obligación de ser escritas.
Es un accidente de la disposición del mundo la lectura. Cuando ella surge, el tiempo, los mares, el movimiento de los astros, acaso su música, quedan sumidos en la retina o en el oído de un ser que proclama, canina verbal, la turbadora instancia de la ficción.

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Hoy quiero confesar una manía, es la siguiente. Siempre que voy a una librería repito una acción. Consiste en leer el inicio de una obra de Elías Canetti. En él hay un niño que está leyendo. El libro comienza con la acción de un niño. Está leyendo. Nunca he continuado más allá de la primera página.
He leído ese pasaje tantas veces que ya forma parte de un recorrido sentimental. Incluso si el libro lo colocan en otro estante me siento desafectado y me voy iracundo del lugar.
Recuerdo unas palabras de Baudelaire en Críticas de Arte, “Del color”: “La armonía es la base de la teoría del color. La melodía es la unidad en el color, o el color en general”.
Cuando no encuentro la escritura en el diario, cuando soy incapaz de verbear los estímulos que me provocan y añaden a la especie; cuando todo brota gris y melancólico como la noche en tu garganta, cuando ya no eres más que un despojo inhabitado por la razón, pienso en esa unidad del color, en esa sucesiva marca y me veo reflejado en un espacio transparente en que nada se ha dicho y en que todo está por decir, en que sólo se atisba una erupción del silencio incandescente de un color que invade y proclama la existencia mortal de las palabras de un hombre, un hombre en grito inválido, en noche serena, en montes claros, sonorosos.

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Desaparecer. Desaparecer. Como la escritura a lápiz de Robert Walser. Como una escritura que configura la gramática de la desaparición. He ahí el tarareo de Gould, su garganta pretende reunir el sonido en él mismo. Walser quiso desaparecer a través de la escritura, paseando por la alameda de la caligrafía minúscula, a lápiz, en papeles pequeños, en retales que poco parecen tener entre sí alguna unión. Como señalaba Baudelaire, en el color hay una melodía que atraviesa la concepción del artista. Ella emigra, a través de la inteligencia, al acto creativo, a la forma artística. Walser quiso explorar el camino inverso: convertirse en escritura, llegar a sentir lo que padece un palabra aun sin escribirla. La desaparición es el arte de la escritura.

Anchura de cementerio.

Dedica Gutiérrez Solana unas páginas a los cementerios de París en París (La Veleta) y las leo en este tiempo en que el invierno comienza a arrojar su lengua de medusas secas.
Los cementerios en París son, como en ningún otro lugar, una continuación de la ciudad. Puede uno adentrarse en ellos como una longeva calle que devuelve, al asfalto de los mortales, la piedra de la ceremonia de estar vivos; o como una piel de serpiente intrincada que curvea en los meandros de la tarde. En estos lugares no se siente uno provocado al abandono, antes al contrario, se despierta una sensación perdurable de bienestar, de satisfacción efervescente que confirma la cercanía entre la ultratumba y la mecedora de los días. Ese es precisamente el argumento de Gutiérrez Solana: puede uno pasear por un cementerio de París como si estuviera muerto.
E imaginar que brinda con don Julio a pesar del frío mortecino y rendir homenaje de puma al poeta Vallejo o proclamar el mal en las flores delante de Baudelaire o, siquiera, buscar el tiempo perdido en las lápidas con Proust. Una lápida es una melodía sin sonido, grabado amanuense del silencio.

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Estaba allí, postrado, con las manos recogiendo su cara. El rictus era de perspectiva cubista. Escuchaba a su alrededor la proliferación de naderías que invaden de continuo el diario. Era un huido en ese habitáculo, un desperdicio obligado a contener la sonrisa, el buen trato, las palabras adecuadas.
Aquel hombre dejó caer su mirada como el rayo de un dios malherido. Su porte, antaño de demiurgo desaliñado, se conformaba con sostener su cuerpo. Un cuerpo abatido por la mediocridad, la irrazonable percusión de las vidas huecas que danzaban sin concierto. Deseaba escribir, leer. Por ese orden. Al cabo de poco tiempo, le vi el rostro, frente a frente. Nunca entendí por qué mis ojos habitaban la nada. No supe reconocerme, pero observo en esa circunstancia una virtud.

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La estética ha presumido de prostíbulo. En ella, en sus pubis, se han perpetrado teorías imnumerables. Algo hay de esa materia que quiere decir la sustancia del arte, que quiere medir las intenciones geniales de los artistas. La estética, bien entendida, ha sido un ejercicio de aprehensión de las formas y en eso sí desprendo mi entusiasmo, en la forma artística.
Por otra parte, cada vez veo con más evidencia que un creador se nutre de otras disciplinas y que con ellas, con sus trenzadas realidades, la literatura se enriquece y agranda, como un mundo ancho y ajeno. Borges, en Siete Noches: “Ya el hecho de que haya una palabra que diga silencio es una creación estética”. ¿De qué se fortalece este insomnio que me abriga, cómo se resuelve la forma de la vida?

martes, 1 de diciembre de 2009

Troppo vero.

En todo este trasiego he aprendido que la quietud es la manera orgánica de estar de los objetos. Ellos, perpetrados en silencio, mantienen la luz de los que observan; ellos, tan desdichados y huérfanos, sostienen el incienso del vacío.
Esta tarde me he visto coagulado. Como un intervalo musical, el tiempo ha ido saltando las escalonadas vertientes del diario. Estas páginas llegan mudas. Taciturnas. Letras que apaciguan el comportamiento de un hombre. Su brote palideció de otoño.
He vuelto a tantear entre mis manos los libros que pertenecieron a otro tiempo. En ellos se cifra la ausencia de mis recuerdos. He mirado, justamente he volcado con ahínco sobre el espacio, como si todo fuera una ficción de la pintura, mis vuelos imaginarios que amarillean de esperanza. He querido asediar los ángulos de esta casa como un loco que recita sus verdades al viento, como un pájaro que reposa, -tierna carne, pluma pequeña-, sobre los dedos de la nada. En ellos habito, como piedra sustraída de la ficción, como página extraviada de una novela.

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Son como anzuelos, estos libros de hoy. Troppo vero (Pre-textos), de Andrés Trapiello; Un pintor de hoy (Alfaguara), de Berger; Mi vida (Siruela), de G. Casanova y Ante la pintura (Siruela), de R. Walser. Todos estos volúmenes devienen de mis ansias por retornar al tirmo de entonces, que fue minando mi escritura diaria.
Después de un tiempo sin escribir, el compromiso parece un canto de tierra desnuda, un golpe de hoz en la tibia vida. Ahora que tengo los libros sobre la mesa y que escribo después de mudar la piel, veo que el de Berger y el de Walser comparten la materia que une e hilvana la ficción. Por otro lado, los libros de Casanova y Trapiello pertenecen a ese género ensimismado de la narración de un yo; desvelados por mundo, transubstanciados por la literatura. Sin caer en la cuenta, he comprado libros complementarios, que articulan una secuencia inapelable de la vida. La vida, un pintor, troppo vero.
Durante el viaje de vuelta en autobús, leo algunas páginas de Trapiello. Una señora me observa como si estuviera sosteniendo en las manos un objeto maléfico, que proclamara la maldición del acontecer. La señora se despista, pero me quedo con ganas de explicarle, señora, quí brota la vida, aquí surge lo cierto, lo inaudito, lo que palpita tras de todo acto humano.
Sigo, sin embargo, pensando que esta obra en marcha está siendo infravalorada entre los críticos de turno y las empresas del mundo cultural. La prosa, la cadencia sintáctica, el fervor de algunos pasajes son rarísimas presencias en esta literatura nuestra de nocillas e inventos que no terminan en nada que no se haya escrito antes y mejor. Sin embargo, esta obra de Trapiello es singular en las letras españolas, obra de orfebrería artesanal. Son de otra harina estas páginas. Hay aquí un escritor proteico, que concierta resonancias clásicas con aspiraciones renovadoras; que desgrana por las páginas muestras sobresalientes de todo tipo de decir en literatura.
Como un putno de fuga, todo arranca de un acontecimiento que ha pasado como verídico en la historia del imaginario colectivo: Carlos V se había prosternado ante Tiziano para recoger del suelo el pincel que se le había caído al pintor.

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Todo inicio es una argucia de la vida. Como un pincel que arranca sobre un lienzo, uno contiene la trayectoria de un recuerdo. Laberinto sediento, estación de bemoles iracundos. He sopesado el peso de la tarde y los verbos han dictado su sentencia. Subordinado, respondo al ternario acontecimiento que nos sucede como un anillo solitario, tan solitario como una vicaria sensación de eternidad.