jueves, 28 de enero de 2010

Dúctil nada.

Hoy me he dejado llevar sin miramientos en las clases. Me he olvidado de las leyes, de que soy un trabajador público y he entregado, en carne cruda, al que subyace por de dentro, al cuerpo invisible y paramero que sustancia estas palabras.
Llevaba unos poemas de Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez para leerlos con los alumnos, como es práctica común. Comencé con el maravilloso verso que inicia el soneto espiritual “Octubre”. Con el silabeo de memoria, los alumnos comprendieron que la clase iba a ser de esas que, de vez en cuando, desarrollo: sin riendas, ni ataduras. Con los primeros versos, la atención iba creciendo en medio de esos jóvenes sometidos a estos hábitos de antiguas costumbres.
Venía pensando, antes de entrar en el aula, que al cabo de los años manifiesta uno solo las posibilidades que un sistema educativo le permite. Por eso, poseído por la rebeldía, me propuse probar con unos versos. Hacer de la poesía el elemento que detonara otro comportamiento, acaso el más verdadero y claro que se pueda donar a los otros.
Creo que hoy los alumnos han comprendido o al menos intuido que uno disfruta con la lectura porque lo metamorfosea, lo transforma en otro ser que sujeta con sus manos el tiempo. Y hoy el tiempo se arrodilló, por la gracia de las palabras, ante nosotros. Y así lo percibimos. Y así lo escribo en el cuaderno.
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De otro las huellas
dúctiles de la nada
sombras de un hombre

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Sobrevivimos a pesar de nosotros mismos, a pesar de las inexactas rectitudes por las que sometemos a nuestro espíritu. La conciencia es la forma orgánica de la vida. Es la manera de aprehender la naturaleza que nos atraviesa. Y hoy he sido más consciente que nunca.
Lo mismo sucede con la poesía y con el arte, sus formas desmienten las certezas, ya que ellas son versiones de la idea que percute en el poeta. Nunca las certezas fueron fidedignas.
Esas versiones pueden ser renovadas, revisadas por el cambio de entendimiento que nos va poseyendo a lo largo de nuestra vida. Por eso es difícil identificarse con las letras que uno escribió hace unos meses, con los poemas que fueron ejecutados hace años, con las mismas ideas que atormentaron o incitaron desde antiguo. ¿Hay que renunciar o hay que revivir?

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Esta manía ha ido creciendo y apoderándose como lo hacen la tierra y el verde de los campos. Ha ido tomando cuerpo, cuerpo de náyade varada, con cada página, con cada oración de estos cuadernos, como olas pasajeras y confundidas con el salitre. Poco a poco, los pensamientos han ido claudicando a una forma que no encuentra su himno. Y el resto es silencio, como el de los pájaros en el nido de la muerte.

miércoles, 27 de enero de 2010

Uno se entrega a una disciplina y llega a comprender que en ella ha encontrado su forma de estar en el mundo. Con el tiempo, surgen otras posibilidades, otras fisuras por las que uno puede ir volcando la merma de los días, la vida cierta. Puede uno profesar la obsesión por los libros incluso vanagloriándose de ello y aprender que hasta que una cosa no sea dicha no existe.
Pero luego está el mundo, el trabajo, lo cotidiano, el desgaste. Ese despliegue de energías revoca el ingenio, lo adocena hasta derretirlo. Una vez derretido, hay que saber admitir que todas las pretensiones han sido estériles. Como un castillo de arena, quedas desfigurado, tus palabras ya no te pertenecen, no vislumbras ninguna huella de tu persona en nada.
Ante esta situación, en la que todos los elementos se conjuran contra tu presencia, debes imaginar que eres otro. Y volcar en ese otro todos las argucias de la ficción. Cual Prometeo, uncir de barro esa figura, lentamente, hasta irle configurando un rostro. Un rostro que nunca nadie descifre, pero quesea tan enigmático y sobrecogedor que nunca nadie pueda dejar de leerlo.

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Con que rapidez olvidaste aquel poema que arrancó la aurora para entregártela limpia
y quieta. Con qué avidez recuerdas el poema que será escrito, con qué irancundia y sinsentido.


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Hasta ahora, nada. Después nada más.

martes, 26 de enero de 2010

Presencias constantes.

A diferencia de una novela o de una narración larga, en el diario no es necesario echar la vista atrás o releer lo que uno ha ido edificando para poder seguir escribiendo. Es más, la naturaleza propia de estos escritos son el dinamismo, el cambio de entidad, la metamorfosis infinita. No hay principio ni fin, ni autoría ni autoridad.
Esa facultad intrínseca de la confesión o del diario hace que se pueda escribir con un narrador en segunda persona, como hice ayer,escribir en verso, realizar un monólogo o dejarse llevar por la distancia de la tercera persona; olvidarse de un libro nombrado hace poco tiempo o dedicarle un texto al recuerdo más ignominioso que se nos pase por la cabeza.
Es cierto que la novela como tal ha sido capaz de asimilar todas estas variantes de la prosa y que en no pocas novelas el diario es un recurso muy utilizado. A pesar de todo, no tiene el mismo propósito el escritor de diarios que el novelista, y las diferencias son tan amplias como comunes.
En este sentido, tampoco considero que estas cualidades supongan mayor libertad a la hora de escribir. La diferencia estriba en que en el diario, a pesar de su polimórfica secuencia, va atravesándolo una serie de constantes que atraviesan todas las páginas, al igual que en las novelas, es cierto. Pero esas presencias constantes son, en el fondo, los dos o tres temas sobre los que escriben los novelistas, sobre los que pivotan las obras literarias. Ahora bien, el diario es como una fuente incesante, que acaba y termina no se sabe dónde. A diferencia de la novela, cuya emanación termina y concluye en un circuito cerrado.
Como sucede en el microrrelato de Arreola, la amada es el lugar de todas las apariciones del fanstasmogórico narrador que sentencia. Algo parecido sucede en cualquier diario. Hay una presencia, una delicuescente entidad que, al hilo de sus días, va haciendo acto de presencia por el mismo territorio. Ese territorio es la escritura y, a diferencia del fantasma de Arreola, el personaje necesita dejar un mensaje, una creación, una luz especular que lo recuerde para siempre.

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Él pensaba que al escribir en un diario, a diferencia de la novela o de la narración larga, tenía la posibilidad de escribir con los narradores que le viniera en gana; unas veces, en segunda persona, otras tantas, en monólogo y las menos, en tercera persona. Incluso pudo comenzar con un monólogo (ay, vosotros, los miembros de esta lengua de orillas acumuladas…), diálogos, citas, acaso una sentencia. Volcaba sus inquietudes, hacía de la escritura algo más que un ejercicio, lo convertía en novela en marcha, work in progress.
Necesitaba escribir sus autores preferidos, los pasajes que iba subrayando, los anestesiados compases de los ensayos por los que pasaba sus retinas. Hasta que pasó la línea de sombra, de la glosa y la alusión, a la confesión ensimismada. Y así nació su diario.
Así escribió sobre mí mismo, que lo invoco y los conmuevo.

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Después de tantas referencias, alguien dijo, al leer a fray Luis estamos leyendo a Horacio; al leer a Garcilaso, hacemos lo propio con Petrarca.
Entonces comienzo a pensar en los versos de Garcilaso y logro, al menos por unos momentos, al menos cuando silabeo algunos versos, maravillarme. Escritura permeable, escritura de la imitación creativa, escritura del talento y la selección, en pleno diálogo con los mejores logros, en el mayor lugar de las apariciones.
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Estoy seguro de que si Cervantes hubiera escrito unos diarios, estaríamos hablando de la mejor obra del autor de El Quijote. Unos diarios o unas notas sueltas que hubieran recogido las reflexiones del autor como si en ellas invocara una parada y fonda, un lugar de confesiones. Muchas veces lo he imaginado, incluso las anotaciones que hubiera podido hacer en referencia al Quijote: sus personajes, refranes, técnicas narrativas, lecturas. Hubiera sido, sin duda, una de las maravillas de la literatura en crudo, pasada por el cedazo íntimo de un genio.

lunes, 25 de enero de 2010

Si todas estas notas no fueran más que la evidencia de una grafomanía acuciante, entonces dejarías de escribir en estos momentos. No consisten estos ejercicios definitivos en una patología escrituraria, sino más bien en, nada más y nada menos, una cuestión de conocimiento. Escribir es comprender y comprender, un ejercicio de conocimiento.
Así lo entendió Paul Valéry al iniciar sus Chaiers y así lo fue demostrando a cada paso del mismo. Lo aprendió de la disciplina y el afán de Leonardo da Vinci con la vida y el mundo.
Cuando el escritor Óscar Wilde decía: “Esto no es un ensayo, es la vida”, encerraba en sus palabras un alegato al conocimiento. Eso, crees, es lo que falta en la literatura de los últimos años. Creaciones tan rotundas como la fisura de una nueva forma de contemplar el mundo.
Cada día, sin la preocupación de terminar la obra, escribes. Tienes que darle comienzo al discurso en que eres y tu escritura es esa sucesión. No sé lo que te restará de todas estas notas, si la figura de un hombre, el reflejo de un narrador atiborrado de sí mismo o dos o tres frases felices. De cualquier forma, será tu póstuma vindicación de un sueño, la rebeldía por el conocimiento a pesar de saberte finitos.

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Hay algo paradójico en esa conciencia griega de la mortalidad. Es ella, la plena conciencia de ese estado, lo que lleva a los hombres a adoptar las posturas más templadas ante la vida. Pero también es el argumento con que nos vemos incapaces para todo.
Hay que aceptar y comprender que jamás veremos la vida completa de un hijo, jamás seremos testigos de la vida de todos nuestros amigos, nuestros objetos, jamás llegaremos a atestiguar cómo y dónde son leídos los poemas o las páginas que escribimos. Serán más allá de nosotros, serán en el futuro en que nunca habitemos, en que seremos olvido. Sin embargo, el impulso, mientras estemos vivos y conscientes, es amarlos como si se nos fuera la vida en ellos. Tal que así con la escritura o con cualquier disciplina artística.

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Pronunció: la mortalidad es el estado natural de la vigilia. Y con él callaron los silencios.

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Tengo por seguro que los títulos de estas notas han ido desapareciendo por la fuerza de la abstracción. Con una palabra basta; sin palabras es imposible pensar el mundo, sin el silencio, escribirlas.

domingo, 24 de enero de 2010

Lo que fui aun siendo un será.

El dolor persiste. Tiene voz de sochantre. Punzantes son sus pasos sobre mi espalda. Y parece enquistado en este cuerpo sufriente y maltrecho. Pero pocas son sus verdades sobre mis carnes, porque la miseria humana es lástima y dolor acumulados y conciencia de ellas. Sobre todo en España, en la antigua tierra de neguijones y santurrones que perpetraban por las calles las formas complejas de la vida en sociedad. A ellos me entrego, a su memoria y a su poderío, a sus hechizos y retahílas, a sus ungüentos y predicas que clamaban a no sé qué cielo. Porque el dolor nos ha invadido la vida y pretende acabar con ella en estos tiempos modernos, de traca y berrinches, de lábiles cuerpos sometidos a la usura del dinero y los fármacos.
Pienso en Cervantes, en Quevedo y en la vida dolorosa de aquellos tiempos de gañanes y pícaros. ¿A qué viene este dolor? No conseguirá distraerme de este diario, porque el bálsamo que produce de su blancura es único, incierto e imperecedero. ¿Dónde queda el dolor que no es del alma en la literatura? Quedan en las páginas que no se pudieron escribir. Pero contra eso lucho, contra eso, contra la virginidad que el dolor traslada al cuaderno.

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Escribió Diego de Torres Villarroel, en su Vida, que "mi vida, ni en su vida ni en su muerte, merece más honras ni más epitafios que el olvido y el silencio”. Qué fabulosa manera de sacudirse este acompañante que siente nuestros dolores y que piensa, la mayor de las veces, con el ánimo cansado y torpe. En muchas ocasiones he imaginado la narración de mi vida desde la muerte. Sinceramente, no encuentro otro punto de vista que ofrezca mejores posibilidades. Cuando he tratado de hacerlo he llegado a la conclusión de que habría que inventar un nuevo género literario basado en las memorias. Unas memorias de un señor que ha muerto, pero que ha venido al mundo sólo para contarnos su vida. Esas memorias serían, toda ella, una prolepsis formidable y los críticos jamás tendrían que dilucidar si tal o cual dato es real. Ya que si inventamos los recuerdos, ¿por qué no inventar la memoria futura?
En una ocasión le dije a un escritor con más edad que yo que tenía intención de escribir un libro de memorias sobre una vida que jamás había ocurrido, pero que sería la mía. El señor se quedó mirándome con la cara perpelja y me reprochó que para escribir hay que haber tenido una vida. Claro, le dije, lo que ocurre es que el que no tiene una vida, como, el que vivie en una vida que no es la suya, necesita inventársela y escribirla. Mutis en el foro.
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A continuación, nos convence Diego de Torres Villarroel de que se siente ánima del purgatorio y que por eso escribe su vida. Esto es exactamente lo que hay que declararse para poder escribir, además, con las vanaglorias celestiales. Un vida inventada es lo que quiero escribir cada día; inventar sus recuerdos, pero también sus actuaciones futuras, dejar dicho antes de que suceda qué libro, qué imagen, qué amor será el suyo. Cuando eso haya sucedido, a pesar de que sea un trabajo inmemorial y rotundo, podré regresar de las catacumbas y aposentarme en las letras que dijeron lo que fui aun siendo un será.

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Cuando uno despierta ocurre el prodigio que consiste en una aglutinación del tiempo. Lo que fue, lo que dejó de ser siguió siendo y, además, es ahora. Esta evidencia se precipita del sueño, del estado en que somos más nosotros, la pluralidad que nos engulle. Por eso, esta mañana, cuando desperté, comencé a mirar a mi alrededor como un recién nacido, como lo que soy todas las mañanas, un recién llegado al mundo en el que estuve. Por eso la vida es sueño y la muerte verdad, porque con la muerte no volveremos a tener esa sensación estancada y cíclica de que vivimos a pesar de nosotros mismos.

Una curiosidad histórica.

Andaba el otro día leyendo una de las mejores obras literarias escritas en verso, La epístola moral a Fabio, del capitán Andrés Fernández de Andrada. Resulta que, después de soliviantar mi conducta con estos tercetos tan maravillosos, después de convertir la tarde en una cadencia atercetada a ritmo de moralidades, leo en una carta que Fernández de Andrada estuvo en Sanlúcar el 15 de julio de 1596. ¿Por qué motivo estuvo aquí el poeta capitán?
Escribe Andrada una carta familiar y noticiera fechada el 15 de julio de 1596 desde Sanlúcar. La carta está inscrita en relación a la toma y el saqueo que se produjo, en ese año, por parte de los ingleses, de Cádiz. El hecho, sin duda, es de los más estrambóticos de la antiquísima provincia en la que vivimos, así que no vamos a relatar con detalle en qué consistió. Nos quedaremos con que una armada de la flota inglesa entró por Portugal hasta llegar a Cádiz. Los ingleses comenzaron a liberar a todos los ingleses que había en la ciudad y a consumar su posterior saqueo y quema. Ante estas circunstancias, gente de las ciudades vecinas acudió al rescate. Especial importancia tuvo la ciudad de Jerez en esta defensa.
Andrada estaba en Sanlucar. Había llegado de Sevilla. La carta la escribe una vez que llega a Sanlúcar y se entera de la quema de la ciudad de Cádiz. En la carta rinde cuenta de las actuaciones que se realizaron para paliar el enfrentamiento. El poeta hace referencia a una serie de futuros ahorcamientos a desertores en Sanlúcar, práctica que se había ejecutado en Jerez y El Puerto con anterioridad. El arzobispo de Sevilla era opuesto a este tipo de prácticas y pedía que se le solicitaran, a pie de horca, clemencia. Sin embargo, el tema al que más tiempo e interés dedica Fernández de Andrada es al “delito de los clérigos”. ¿Cuál era ese delito que tanto le inquietaba?
Parece ser que hubo un conflicto de jurisdicciones entre la eclesiástica y la castrense, ya que muchos de los desertores se habían refugiado en las iglesias a sabiendas de la posible impunidad que podían alcanzar. En este sentido, en Sanlúcar es posible que algunos clérigos debieron de ejecutar actos que la castrense consideró delitos. Por ese entonces, don Rodrigo Ponce tenía el mando de las fuerzas que estaban en Sanlúcar y prefirió remitirse a la templanza. Desvió el asunto a otras informaciones.
Más allá de la exactitud de los datos aquí expuestos, lo emocionante es que Fernández de Andrada estuvo en Sanlúcar a finales del XVI y que el dato me llegó a las manos cuando disfrutaba de la lectura de sus tercetos. Una relación entre literatura, vida y ciudad que hace de este territorio un lugar más enigmático y profanado por mi conciencia. Sólo resta que, a partir de ahora, comience a indagar los lugares en los que pudo haber estado asentado Andrada. Ya la ciudad ofrece nuevas cadencias.

Un dolor es algo profundamente serio.



Hoy la vida pudo con la escritura. Este dolor en las cervicales me está aproximando al paroxismo. Me ha incapacitado para poder escribir. Ágrafo total. Violín sin cuerdas. Piano mudo.
Cuando no se puede escribir no se debe ni siquiera dejar el rastro de ese fracaso, de esa tentación del fracaso. Pero qué difícil, a veces, resulta no darle a ese trabajo la aspiración repentina de algo digno, emparentado a lo lejos con una escritura concertada, como ese recuerdo que convive con los que jalonan tu memoria que, apesra de su insustancialidad, aperece aledaño a la memoria suficiente.
Se me viene a la cabeza esas pinceladas arrinconadas que reflejaban cómo Velázquez limpiaba los pinceles en las esquinas de las obras de envergadura. Así sean estos textos de hoy, rincones en que se vuelca lo sobrante, en que se limpian los colores que no importan, que debieran haber desaparecido sin haber sido nombrados nunca.
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Hoy, por fin, compré el Álbum de Juan Ramón Jiménez publicado en 2009 por la Residencia de estudiantes. La edición es una delicia en todos los sentidos, sobre todo por las páginas biográficas de Javier Blasco y de, cómo no, Andrés Trapiello. Además, la edición está cargada de fotos inéditas, facsímiles de primeras ediciones o cartas manuscritas hasta el momento nunca publicadas. Toda la tarde enroscado entre estas páginas, en esa “ética estética” que proclamaba el poeta. Y confirmando la grandeza inadvertida del poeta, aún inadvertida para tantos.

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Siempre he comprendido a los que no les agrada la figura y los libros de Francisco Rico. Y lo entiendo a la perfección porque suelo leerlos todos, a no ser que alguno de su bibliografía no esté en las baldas de turno. Llega ahora, como del cielo, una reedición de Figuras con paisaje. Otra obra genial, totalizadora, erudita cercana a la iconografía, pero sobre todo al ejercicio filológico en toda su profundidad y dimensión.
La prosa de Rico es un ejemplo de conocimiento exhaustivo de la lengua: sus giros, sus recursos, el uso adecuado de refranes y clichés que vienen a renovarse en sus páginas. Siempre me sorprendió la capacidad para maridar la soberbia prosa de corte erudito con la presencia del acervo popular del habla. Los capítulos dedicados a Velázquez son de las mejores páginas escritas en un libro con aspiraciones filológicas en su sentido más primitivo.

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Comencemos por la génesis de este día: el maldito dolor punzante, el dolor peliagudo de aliento insufrible, el dolor de torres de marfil, el dolor del infinito instalado en los huesos, este dolor, ay, este dolor de trincheras quemadas. Este dolor de espalda que me atraviesa no parece que vaya a exiliarse voluntariamente. Deberé convivir con sus monólogos de indescifrables metáforas.

viernes, 22 de enero de 2010

Venía pensando, mientras conducía, en el extraño fenómeno que sucede cuando alguien decide escribir un poema o escribir una página más allá de géneros o dictados formales. Son varios los elementos que se ponen en funcionamiento, varias las relaciones que se establecen entre un ser pensante, una realidad pensada, unas palabras nonatas. En realidad es una relación triangular, establecida en tres vértices, pero también es cierto que todo surge del pensante de turno que azota su realidad manida.
Venía pensado que, si la poesía, según la percibo, es una indagación sobre una realidad que todavía no ha sido proclamada ni verbalizada, esa misma realidad se debe sentir invadida. Es decir, la poesía es una invasión de una realidad jamás percibida.
Pues bien, hoy he sido el que se ha sentido invadido, cercado por los bárbaros responsos del verbo.
Esto significa que la realidad existía antes de ser nombrada. Pero no creo que eso ocurra efectivamente, sino que es la percepción de esa realidad (a través de materiales e instrumentos diversos: la memoria, los sentidos, los recuerdos, la naturaleza, las lecturas…) la que opera en la creación literaria. Por tanto, la creación poética es una interpretación de una realidad que está surgiendo a medida que se va pensando; que fue mirada especular.
Si partimos de este punto, entran en conflicto algunas consideraciones que se acercan a la filosofía. Por ejemplo, la realidad que ha sido invadida, ¿existía? ¿o ha ido siendo invadida a medida que la palabra la iba tomando en su seno? Es difícil poder escribir sobre este asunto sin utilizar perífrasis o circunloquios verbales para poder explicar ese acontecer inexistente y fugitivo. Y esa incapacidad de la lengua es un claro síntoma de la ineficaz aprehensión de la realidad tal y como se percibe.
El concepto estarsiendo es de una oscuridad interpretativa que sólo podemos entenderla gracias a los griegos, genios que hicieron la propuesta estratégica de conceptualizar el tiempo con otros parámetros. Sin embargo, cada vez creo que el conflicto que mantenemos con el tiempo reside ahí, en esa estancia fugitiva que las palabras, temblonas y maleables, nos dejan por incapaces.


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Mientras conducía, las lomas cargadas de albariza acompasaban estas incursiones mentales. Las siluetas de estas lomas son como cuerpos de mujeres flotantes. Sus líneas son delicadas fisuras en el horizonte y el sol, la luz, los pájaros ambiciosos se revuelcan en sus tímidas curvas. Como unos labios translúcidos abrazando en la noche la piel, silabeando los trazos del deseo. Como unas parras estrépitas y avarientas he poseído ese paisaje con mis ojos, donde nunca verán mis ojos y he creído en la inmortalidad y eso me ha entristecido por mi condición.

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Ayer compré Vidas minúsculas, de Pierre Michon. Comencé a leerla esta mañana, mientras atendía a unos alumnos despistados. La primera frase del libro es un declaración de principios: “Entremos en la génesis de mis pretensiones”. Con esta oración se puede iniciar cualquier novela, se puede dar pábulo a cualquier nota en un diario: génesis, entremos, pretensiones. No hay más verdad en un diario, en este por supuesto, que las pretensiones de narrar el movimiento genésico que se reconstituye diariamente. Cuando eso no sucede, cuando ese mecanismo de la ficción deje de operar en la mollera del que escribe, se terminará este cuaderno. Y con el el ser de ficción que la escribe. Y acaso su sombra aledaña.

martes, 19 de enero de 2010

Un nacimiento.

Cuando he llegado a casa me han dado la noticia: ha nacido la hija de unos amigos. Me he alegrado en demasía, ya que hemos sido testigos de cómo el embarazo ha ido ocupando los días, las horas y la vida de sus padres incluidas las nuestras.
Aunque ellos no sean lectores de estos diarios, aunque ellos no tengan ni la más remota intuición de que yo estoy aquí refiriéndome al nacimiento de su hija, Ana, me siento como el narrador de una novela que atestigua las intimidades de uno de sus personajes, a pesar de que esas intimidades vengan cargadas de emoción y beneplácito.
Bien pensado, hay en estos ejercicios la distancia más errante que se consigue entre realidad y ficción y que más dificulta la ficción. Una lejanía necesaria y complementaria, ya que la realidad total del acontecimiento debería incluir estas notas de diario.
Su desconocimiento no anula su existencia. Alguien, en algún momento, enseñará a la niña de ahora (ya mujer y con hijos) estas notas del día de su nacimiento. O todo lo contrario, estas palabras (y eso es lo más probable) nunca formarán parte del conocimiento de este mundo de esa niña. Serán sin que ella haya participado ni las haya leído, serán a pesar de ella. Y esa es la ficción. Por este motivo, alguien puede imaginar que esto que relato no es más que una invención más, una de las tantas que han completado estos tres años de dedicación en el trópico. ¿Y qué? si el hecho es cierto una pura invención, ¿qué importa para la literatura tal o cual circunstancia?

Cuánto no se nos queda en la incomprensión y cuánto no se nos hace invisible. Imagino que nuestras vidas están escritas en algunas páginas que jamás conoceremos, en algunos poemas que serán desconocidos para siempre. Incluso puede que estemos registrados en alguna pintura que pervive, a pesar de nuestro desconocimiento, junto a nosotros, más allá de nosotros mismos. Por eso en la vida no deberíamos atestiguarlo todo, más bien, tendríamos que entender, con la suficiencia de la mortalidad, que sólo somos una parte de nuestra vida.
Así entendido, y con esta insuficiencia aceptada, la vida no sería más benévola, pero sí estaría subordinada al dictado de la templanza. La templanza aviva la pasión, porque en ella el deseo se mantiene constante.

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Canto de invierno
la lluvia reverdece
pluma del árbol.

lunes, 18 de enero de 2010

Aprendiz.

Pienso que el aprendizaje del escritor reside, casi exclusivamente, en la forma que elije para sus composiciones. Ese aprendizaje al que me refiero es la consecuencia de los cambios de credo que en muchos poetas, por ejemplo, es tomado como una traición a un estilo, a un compromiso, a una generación inexistente.
Nada más contrario a la individualidad. Lo cambiante, la sed de espacios nuevos es consustancial a un espíritu motivado y necesitado por la creación artística. Por tanto, no hay extrañeza en esos cambios que, de repente, le sorprenden a uno en tal o cual narrador, por ejemplo.
A todo esto, huelga nombrar el estilo, la singularidad o el talento individuales como elementos que aparecen desde las primeras composiciones. Brotan púberes, incompletos, pero dejando su presencia. Se reconocen estas marcas individuales, envueltas en disposiciones sintácticas o léxicas, cuando la obra ha tomado el cuerpo necesario y suficiente. Entonces puede uno valorar, con esa perspectiva, cómo fueron los arranques. Ahora bien, si el artista no consigue abandonar esos balbuceos siempre serán tomados como tales.
Uno aprende a leer en los clásicos que la adecuación a un cauce apropiado es determinante. Ayer, por ejemplo, al leer La Epístola moral a Fabio, de Fernández de Andrada, fue todo tan claro, todo tan claro y de una evidencia… Lo mismo sucede con fary Luis o san Juan, Quevedo o Lope.
Igualmente, al contrario. Hay obras literarias fallidas no por la idea o el pensamiento que maneja el autor; tampoco por la trama que se desarrolla. Hay obras que necesitan de la prosa sin ambajes, del verso sin establecimientos métricos, pero también hay expresiones que, para alcanzar su fin de la forma más perfecta debe acompasarse a la rima, a la métrica o al molde novelístico más encorsetado. Esta compostura es, con mucho, un concierto insólito en los autores clásicos. Hya logros y maravillas en verso regular y en verso desligado de rimas y ritmos constantes. Novelas, como del alma que brotaron de la exprimentación, pero tambi´ne otras cargadas de mesura y claridad, con la escritura limpia y reluciente como un mundo inaugurado.

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Escribir un diario es un ejercicio de musculatura que no puede oxidarse ni mantenerse en resaca. Por eso, se asoma uno con miedo y reticencias a este cuaderno en blanco. Blanca impostura. Es una evidencia que el narrador de estos pasajes termina por convertirse en un personaje más, porque la confesión otorga a los otros, a los lectores, los entresijos de una palabra suelta, suelta en la intimidad.
No persigo nada más que desdecir a este hombre que me acompaña y que parece habitarme a diario. Este hombre cansado, que vuelve de su trabajo con la mirada cargada de anhelos, de mañanas perdidas, de tiempo sóloo recuperable por la orden y gracia del amor.
El miedo a que aparezca una circunstancia demoledora es un acicate que cada vez más tienta esta inclinación diaria a que suceda lo que a Sándor Márai con su esposa. Hoy, por ejemplo, Rafael me ha recordado aquel año en que Márai entregó sus días a la muerte de su mujer; que entregó sus días a la fantasmagoría que atenuaba su presencia a la luz del exilio.
Un cataclismo puede proclamar en un diario que, incluso los diaristas, envejecen. Sin embargo, narrar los días al ritmo de la prosa es la mejor manera de cantar sus virtudes. No encuentro un homenaje mejor a esta vida que celebrarla con palabras, con las misma que me hacen y construyen como ser impenitente.

domingo, 17 de enero de 2010

Un cuento en otro.

Las páginas de este diario son un cuento en otro, ideas sobre la misma idea, palabras sobre la misma palabra. Exactamente dispone las aciagas manías de la vida, con los bucles de una especie que sigue pronuciándonos como sueños bastardos.


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Le cosmicomiche (1965), de Italo Calvino, ese es el libro que ha elegido M. para su segunda lectura en italiano y lo hace con un entusiasmo renovado, con las ansias de saberse en manos de una lengua que tantas satisfacciones le otorga. Mi expectación, por otro lado, es más bien admiración, pero, al tiempo, aprendizaje, porque con sus lecturas yo me ofrezco como si asistiera a un concierto polifónico de lenguas emparentadas, aunque con sonoridades distintas.
El sábado, en Sevilla, comenzó a leer una entrevista que sirve de introducción al libro. En esa entrevista, Calvino deja algunas consideraciones sobre sus influencias, entre las que nombra a Borges, y su actitud ante estos relatos que conforman el libro. Me ha parecido necesario escribir en este diario que esas ideas de Calvino hay que pensarlas una y otra vez, por eso las escribo.
Con este libro, Calvino combinó la poética con la creación; hizo con la practica lo que pensaba de la literatura. Esta idea no hace mucho que apareció por estas páginas.
Escribir el mismo relato, la misma página una y otra vez. Incluso imaginé que Vila-Matas había escrito una página secreta, idéntica, que iba introduciendo en todos sus libros sin que ningún lector llegara, con sus sospechas, a encontrarla.
Dice Calvino que cuando un escritor termina una página nunca es el resultado de lo que tenía pensado. Esa incompatibilidad total entre las ideas y el resultado final mediante la palabra, hace posible que un escritor pueda volver sobre el mismo relato, pero con nuevas aportaciones. Escribir la misma página una y otra vez, y pulir. Y volver sobre ella con nuevas palabras, sin eliminar las antiguas, solo las que ofrezcan el sonido de tus pasos nuevos por la obra.
Pasado un tiempo, las interpretaciones pueden situar la creación en otra situación comunicativa, como le ocurre al Quijote de Piere Menard. Es otra la cuestión en este asunto. Calvino atina al describir esa misión incompleta de los escritores porque todos sus textos no son más que bastardos de la inexactitud, herederos de una parte del robo simbólico, fugaz e incompleta sustancia del pensamiento.

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Dos conclusiones me dejan meditabundo y con las manos repletas de soles caídos. Las leí esta mañana, pero todavía no he logrado desgajarlas de su extrañeza y rotundidad: “Los dibujantes puros son filósofos y alquimistas de quintaesencias. Los coloristas son poetas épicos”. Estas palabras las escribió Baudelaire en Críticas de arte, exactamente en un artículo titualdo “Del color”.
No sé cómo trasladar estas apreciaciones a la literatura, si lo necesario es equipar, como hice el otro día, el dibujo a la pintura y el color a la prosa o si aceptar, de una vez por todas, que es indisocibale la relación entre la poesía y el dibujo.
Quizás, para salir de este conficto, puedo escribir, la poesía es dibujo de quintaesencias y el poeta es un filósofo del color, a pesar de los fines distintos que persiguen una y otra disciplina. Pero qué si no fue Antonio Machado, poeta ayer, hoy triste y pobre filosofo trasnochado; qué no se esconde y se enreda entre los versos más imponentes de los hombres.

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A oscuras, con los dedos encendidos como candelabros de aceite, que arden y desafían las aguas de la noche, me detengo ante ti y te pronuncio. Te pronuncio como lo hacen los pájaros que emigran y danzan en los cielos cubiertos, te pronuncio en la lentitud de los recuerdos, de los mundos diversos, en esta rebelación que eres ante el mundo.

viernes, 15 de enero de 2010

Eso otro.

Si quisiera ser música, lo primero sería dejar de existir (acabo de convertirme en una sinécdoque de la propia creación, ya engullido por ella, ya fagocitado por ella). Porque la música no existe en referencia a nada y esa falta de referencialidad, llevada a la poesía, se convierte en simbolismo. Y ese simbolismo es la creación de un mundo ajeno, fundado, que va haciéndose (de no sé qué ropajes, ay), pero que utiliza los mismos sonidos que el mundo utiliza para seguir siendo. Qué difícil decir qué es este mundo que se deja para profundizar en el simbólico (¿se llega a abandonar totalmente o es una estancia compartida?), ¿real, material, presente, acaso?
La nada ya la tengo. No soy más que un vaso que contiene aspiraciones de otras vidas ya fundadas fuera de mí.
El simbolismo, en poesía, es una virtud de la palabra, quizás la mayor virtud, porque refunda sus formas complejas; esparce su semántica más allá de cualquier interpretación. Y hace nuevo un mundo que se nombra, que va tomando matices a medida que va nombrándose, que se fecunda con la sonora claridad. Mundo extraño ese, ínsula variada, edificante defunción.

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Argenteado
el mar parece muerto.
Sangre de luna.

Rumor oculto
una luz nos proclama
sobre el silencio.

miércoles, 13 de enero de 2010

El gran martirio deleitable.

Con cada palabra que cincelo en este cuaderno voy alargando el martirio deleitable de la escritura. Sobran las vanidades que amenazan con extraviar la consigna del escritor, su entrega, su fidelidad a la palabra.
La escritura es un acto de conmoción proteica, es genésica vértebra de la palabra. Por ello, uno debe arrojarse sin mediaciones a sus deberes, al inevitable furor de la escritura. Hace años le preguntaron a José Antonio Marina cómo aprovechaba tanto el tiempo para leer y escribir. Marina aprovechó esta pregunta para sacar a la luz su condición de alumno aventajado y dijo que, su maestro, Gregorio Marañón, afirmaba que le era posible el estudio de la medicina, la escritura, el arte o la filosofía porque era un trapero del tiempo. Hay pocas definiciones más afortunadas que esta. Y desde que la escuché, no he dejado de intentar convertirme en uno de esos traperos, porque he comprobado que, entre la vacua aparición y las obligaciones sociales, siempre hay una grieta, un puñado de minutos que están a la espera.
Igualmente, se confirman mis sospechas: no hay momento idóneo para leer o escribir. No existe el preparativo para poder escribir. No debe exigir uno nada más que lo que resten de los días. En esos restos, debe volcarse el trabajo como un derrumbe apocalíptico, pero de amanecidas virtudes. De no ser así, la lectura y la escritura serían velados frutos sin raíces.
Es cierto que el tiempo no asegura el buen trabajo y que el talento y la genialidad están al resguardo de no se sabe qué capacidad del hombre. Incluso puede pensarse que el talento tiene sus momentos, sus años, y que puede llegar a desaparecer sin más avisos. Le ocurrió, por ejemplo, a Claudio Rodríguez y al mismo Jaime Gil de Biedma, obviamente en mi opinión.
En este sentido, las palabras que dedica J.R.J cuando Ciprinao Rivas Cherif le pregunta qué es el arte, me sugieren todo un mundo cifrado y una enseñanza clara, como claros eran los sones de su lucha: “el gran martirio deleitable”.

***
Leopardi lo pregunta en el canto XXIII: Canto notturno di un pastore errante dell´asia: “¿Si la vida es trabajo, por qué la soportamos”.

***
Entregarse es renunciar, igualmente. Hay un gesto de improcedente negación, de inconsciente inmadurez cuando uno dedica todo su tiempo a una o dos actividades. ¿Dónde queda el mundo con todos sus sones? Nuestra inquietud es el estado de la ingravidez. No sé, con Leopardi, si se equivoca el pensamiento al ver la suerte ajena y piensa éste, a su vez, que los astros, el viento, la luz, la luna inmensa, los adioses, no tienen asidero en el recuerdo, no tienen conciencia de su ser.
Si la única consciencia que nos queda está relegada a una aspiración en el mundo, no creo en la vida, no creo en sus látigos de fuego. Mas no por ello dejaré de avivar el espíritu y de acercarlo a cuantas manifestaciones lo atraviesen, sean estas del orden que sea. Ninguna certeza ha sido pronunciada al completo, porque las palabras se apagan cuando van transformándola en sonido. Y aparece el silencio. Y ellas las recubre. Y en el silencio toda verdad es del individuo.

martes, 12 de enero de 2010

Anónimo estar.

Dice Berger que en el anonimato se encierra buena parte de la materia de la humanidad y que es en ella, a través de ella, como podemos llegar a conocer al hombre de una manera más fiable y universal. Creo en el anonimato, porque el anonimato es la materia de la ficción: un ente dicho, que dice, que surge sin método y que además desvincula cualquier consideración biográfica o determinista a sus hechos. El anonimato es la creencia en el ser sin espíritu, en el logro sin rastro. Todos los personajes, todas las voces líricas, son anónimas, desconocidas e insurgentes.
Detrás de un hombre quedan, dice Emilio Lledó, o hechos o palabras. Hace poco tiempo, utilicé esta referencia de La memoria del logos para proclamar la fuerza fáctica de la palabra, de los hechos que acontecen en su seno.
Esta mañana me detuve, por un tiempo nimio, a contemplar las actuaciones de los compañeros. Observé que ninguno de los actos que una persona realiza durante su vida queda en la memoria de sus allegados y de los otros; que las miles de palabras que enunciamos no son más que las gotas de lluvia que acamparon temprano por la tierra: olvidadiza actividad esta de estar vivos.
Tan solo los hechos y las palabras son recordadas, pero los hechos que ahuecan, que desfiguran el tránsito manido con que nos arrojamos a la vida.

***

ALGUIEN DEBE ROBARME LA CONCIENCIA

Probablemente pertenezco
a otra vida que nunca ha sucedido;
y tengo la certeza
de que escribo los versos al dictado
de otro hombre que imagina estas palabras.
Este poema quiere, por lo tanto,
decir las obviedades de lo ajeno.

Decir
alguien debe robarme la conciencia
todas las tardes
con sus sueños, su vida, sus palabras.
Decir
alguien, acaso un hombre,
viene a tañer por esta boca,
por el sonido lento que la invade:

que sean en mí tus sueños,
que el porvenir fecunde, memoria inconcebible,
la escritura que finge tu existencia
de estancia fugitiva.

lunes, 11 de enero de 2010

Un pintor de hoy. Ayer somos.

Esta mañana me han visitado unos amigos del pueblo. Entre ellos estaba un antiguo compañero con el que compartí vida durante un lustro y pico. D. se tituló en Historia del Arte al tiempo que fantaseábamos con diálogos que desafiaban la noche cubierta de ilusiones. La amistad llegó a fraguar una relación que aún mantiene la misma claridad de entonces y que renueva cada vez que nos vemos, porque sabemos que nuestra educación sentimental brotó de las mismas aguas. Decía que vinieron unos amigos y con ellos los años antiguos; con ellos los tiempos en que uno aspiraba a escribir como quien marca en el agua una línea invisible. Demasiada verdad había en aquellas palabras exaltadas. Estábamos imbuidos por lo que la cultura iba ofreciendo en racimos: un psicólogo, un pintor, un estudiante de Historia del Arte y un filólogo con vagas aspiraciones literarias.
No deben caer en el olvido todas las interpretaciones que perpetrábamos del mundo; no deben convertirse en pasto del olvido. Por eso, con la visita de este amigo, he querido escribir los recuerdos que le acompañan y que me pertenecen tanto como a él. Sin embargo, aquellas vidas que compartimos durante tantas horas ya no nos pertenecen a ninguno de los cuatro. Son recuerdos, imágenes que encrespan la memoria y que ofrecen el dictado rumoroso de otros tiempos. Aquellas vidas han quedado relegadas a lo que recordamos de ellas y es posible que David ni siquiera se haya dado cuenta de que mientras hablaba de su trabajo, de sus últimos logros y de sus manías modernas, yo no le quitaba la mirada de encima, porque pretendía ver a través de sus ojos la luz, la certeza de que fuimos nosotros.

***

Un pintor de hoy, de John Berger está cargada de páginas hermosas que reflexionan sobre la creación artística y sobre la figura de un pintor que trabaja incansable y decididamente en su obra. Son varias las virtudes de Janos Lavin, el pintor húngaro que desparace, el escritor del diario que se encuentra un amigo y que vertebra la novela.
Comparto muchas de las sentencias que atraviesan el diario, más allá de proclamas m´´as o menos a favor de tendencias políticas que han quedado resueltas en otros finales.
“El día libre que me tomé ayer terminó fatal. El pintor no debe dejar la pintura nunca”. Hago extensivas esas palabras para los escritores y esa es la sensación que me persigue después de esos llamados días libres, horas sueltas, tiempo libre en que uno se siente cualquier cosa menos eso, libre. A este tipo de declaraciones en referencia al trabajo diario y al compromiso del artista se suman otras de corte más filosófico y teórico, en que se mezclan propiedades del dibujo con el pensamiento en clave metafórica: "Si uno dibuja una serie de líneas paralelas bastante juntas y luego otra serie de líneas en sentido diagonal, cruzando a las primeras, tendrá el ejemplo visual más sencillo del proceso dialéctico. Lo que se suele llamar una retícula. Ahora bien, si observas los diamantes, recordando que cada uno de ellos ha de ser dibujado, te abruma la envergadura y la complejidad de la tarea. Esos diamantes son como el futuro por el que trabajmos. Hay que tener valor. Ya tenemos la primera serie de líneas: sólo nos falta cruzarlas". Este cruce entre la vida y el arte es un tema que me fascina desde antiguo, porque considero que la distancia sobre la vida de uno otorga la virtud del mirar y del escribir, por eso Pesooa ha estado siempre delante de las páginas que he escrito, y Cervantes, y Kafka y Proust.
En algunas páginas se deja ver la maestría y el conocimiento del propio Berger disueltos en boca de Janos Lavin: “El rosa y el ocre, con una pizca de cobalto para envejecerlos, despiden más calor, más temperatura que el cadmio o el cromo puros. El calor es una cuestión de la relación de los azules con el resto. El calor es resonancia, no brillo”. Hay profundidad literaria en pasajes como éste, como de las mismas manos que quedan embadurnadas con pastel u óleo. No deja de sorprenderme otro tipo de advertencias del tipo: “La actividad más profunda de todas es la de dibujar. Y la que más exige”. Detalles concretos, aspectos singulares de la pintura que no frenan en el lector sus ansías de deleite. ¿Cuál sería la actividad literaria más profundad y la que más exige? La poesía es mi respuesta, sin duda.
Sin embargo, las entradas del diario de Janos Lavin que más y mejor he saboreado han sido las que tejen relaciones entre el arte del Renacimiento y el arte moderno. Las relaciones que establece son continuas, del tipo: “¿Cuánta gente cree que en el Renacimiento hubo grandes dibujantes a montones? Pues no hubo tantos. Sólo tres o cuatro artistas renacentistas pueden equipararse con Degas como dibujantes. Lo que tenía el Renacimiento era un método, una forma de dibujar; entonces, una persona podía enseñar a otra a dibujar. Hoy faltos de método y de tradición, una persona sólo puede decirle a otra: observa la naturaleza. Obsérvala y haz lo que puedas con ella sobre el papel”. Me pregunto si es posible trasladar estas reflexiones a la literatura. Considero que en el Renacimiento había un método, un principio, la imitatio, la lectura de Horacio, Petrarca, Virgilio o Dante y que quizás ese era el método con el que un escritor observaba la naturaleza. Ahora..., sí, obsérvala, obsérvala y escribe lo que puedas, a pesar de lo que puedas equivalga a sombra, a humo, a polvo, a nada.

domingo, 10 de enero de 2010

Con la nieve en las manos.

Con la nieve en las manos, sin guantes, cree uno estar en posesión de algún elemento mágico que ansía ser destruido. Por eso, ayer nos lanzamos bolas de nieve como dos niños que exploraban, con la inocencia de los primeros años, cómo se deforma la realidad de un solo golpe. Golpes en la vida, ay, yo no sé…
Cuando paseábamos por la nieve, con los abrigos repletos de agua, con las manos como estalactitas rellenas de sangre, con los ojos entrecerrados por el viento, no tuve más remedio que acordarme de Robert Walser. En este mismo cuaderno, hay una foto del escritor tirado en la nieve, batiendo sus brazos como dos alas de un ser mitológico.
Walser hizo de sus paseos materia literaria. Porque en los paseos se esconde una vereda –para J.R.J, una alameda verde- que sólo puede ser visitada por la reflexión y el disparadero solipsista. Hay en el paseo una virtud escondida que se llega a contemplar sólo cuando terminas siendo parte del paisaje o de la geografía que acompaña tus pasos. Le sucede a Trapiello, en el Rastro: él es ya un personaje de aquellas callejuelas repletas de cachivaches. Le ocurre a Vila-Matas, en París y, ahora, en Dublín; le sucedió a
J. Marías, en Oxford; lo mismo pasó con García Márquez, en el Caribe, o a Kafka, en Praga, o a Casanova, en Venecia.
Todos estos escritores fueron paisaje de pensamiento, paisaje de creación literaria, figuración activa y procreadora, insatisfecha y analítica.
Me quedo sorprendido por la prosa pausada y metódica de Casanova en sus memorias. Dice que el exceso no es conveniente. Y lo dice después de haber dejado para los hombres venideros un volumen en que lo que no falta es, precisamente, el exceso. Creo que Casanova, y algunos de los escritores mencionados, escriben estas manifestaciones justamente para deshacerse como paisaje, como pieza del territorio que están escribiendo. A lo mejor es un ejercicio de objetivación, un ejercicio filosófico o ético, en cualquier caso, un desprendimiento del yo que, aposentado en sus costumbres, exige que se les escriba.
Todo esto lo pensaba mientras cogía, de una roca tan gris como un cielo, un puñado de nieve para lanzárselo a M. Ella reía y me miraba como si no fuera yo quien le estuviera lanzando ese montón de agua a sus espaldas, al abrigo morado que la cubría del frío. Entonces comprendí que, al llegar a casa, no tendría más remedio que escribir de ese personaje que deambuló por unas horas por la nieve, que lanzó nieve a la cabeza con la gracia como si las gotitas fueran ángeles que repelen una maldición. Y recordé a Antonio Machado sometido al frío de Soria y al frío de Baeza. Acurrucado en la copa de cisco y escribiendo aquellos versos que desgranaba después de pasear por las calles pétreas y los paisajes olivareros. Eran una cosecha esos paseos, una cosecha que tenía que ser sometida a la reflexión, cuando los pasos quedaban sólo como ecos, espectros de un hombre soñado. Poco a poco, fui atendiendo al sendero que teníamos por delante.
Sin embargo, no pude esperar más tiempo y como llevaba mi moleskine en el bolsillo, a pesar de que mis manos estuvieran anestesiadas, agarré el bolígrafo y comencé a escribir mientras M. recogía algunas piñas del suelo.

jueves, 7 de enero de 2010

Hilación.


La tradición es, en las artes, la rueca del trabajo moderno.


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Llevaba toda la tarde observando los trazos de Piero della Francesca. De su simpleza aparente, me detengo en algunos matices del color, las alegorías y, sobre todo, imagino los estudios matemáticos que tuvo que realizar el pintor para ejecutarlo. Esta tabla siempre ha sido un enigma, una obra llena de una panoplia de simbolismos que se esconde, fugan y que se alejan de mi mollera. A pesar de todo, vuelvo la página de vez en cuando para cambiar el modo de ver, el modo de revivir esa insatisfacción gozosa de saberme aturdido por la obra de otro hombre.

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Esto viene a ser, definitivamente, escritura en libertad. Como ocurre en El Quijote, la poesía, el diario, la confesión, la pura narración, los tramos ensayísticos e incluso metalitetarios tienen razón de ser en un cuaderno como este. Si estos textos se van armando mediante la confluencia entre la vida y la literatura, decidme, al menos una, decidme, qué vida ha sido figurada y descrita, ajustada y proclamada antes de suceder. El arte sucede en el presente, es presente acumulado para cada lector. La creación es templanza de lo ido. El artista un rueco que somete la sensación y la razón a los raíles de la palabra o de la pintura o de la música…
Todo se va haciendo, así que el presente (que con Jorge Manrique, en un punto se es ido), en una lengua como la española, es un estarse fugitivo. Nuestra lengua determina la percepción del tiempo, su descender en nuestra conciencia.
Por estos motivos, una pintura, -la quietud del instante-, produce estos efectos turbadores sobre mi conciencia. La vida pasada es un caos irreparable, mas sometido al juicio del arte una pacífica y ordenada (más allá de las técnicas) estancia del presente.

miércoles, 6 de enero de 2010

La rebelión de los ojos.

Llegamos a casa a la una de la madrugada. Habíamos ido al cine. Habíamos elegido la película porque Juan Carlos Palma y Luis Manuel Ruiz habían hablado de ella con elogios superlativos y porque hacía algún tiempo que no íbamos. Además era el día perfecto, el día en que la gente se adocena alrededor de estos ritos que tanto me desagradan, es decir, la circunstancia justa para encontrar el gozo en un retiro. Así que, en la sala, había dos matrimonios de personas que podrían ser nuestros padres y una pareja acompañada por un perro. Prácticamente, la sala del cine estaba a nuestra disposición.
Tanto como la potencia cinematográfica de la película, qué maravilla. Habría que pensar demasiado este texto para que alcanzara uno a decir las virtudes sin desfallecer ni un momento. Porque son tantas las perspectivas por las que pudiéramos entrar en el análisis… el amor en todas sus vertientes (desde el platónico entre los protagonistas hasta el escatológico del asesino, pasando por el que sostiene el marido de la víctima, algo parecido a religio amoris y terminando por la del propio Sandoval, un funcionario que sucumbe a la pasión por el alcohol), la justicia (entendida en la Argentina de los setenta como la desembocadura de la corruptela política), el honor y la dignidad (de personajes que participan en un Juzgado Penal y que terminan por incorporar las historias que tramitan en sus vidas), el compromiso moral (aquella perpetua que atestigua al final de la película el protagonista), la trama detectivesca (bien trenzada y conjuntada con escenas de humor magníficas), la venganza (del compañero Romano, del facha Romano), la reflexión metaliteraria (ya que todo deviene de los recuerdos que trata de novelar Espósito), la conjunción entre recuerdos, vida y literatura o la rebelión de las miradas, los actores protagonistas y secundarios, la banda sonora, la fotografía, el ritmo de la narración, los escenarios, algunos diálogos, la ironía y el humor y, por qué no, la melodiosa cadencia argentina en el habla de los actores.
Hay, por lo demás, escenas, gloriosas, como la regañina del doctor Fortuna a Espósito y a Sandoval. Aunque me quedo con esa escena en que Sandoval está tomando en el bar que frecuenta. Justo en ese momento, Espósito se coloca a su lado y comienza una perorata que bien vale un cuento de Cortázar, por el juego de narradores, por las elipsis, por el enturbiado primer plano.
Decía Javier Marías que no posee un criterio único para calificar una novela de buena o mala, de extraordinaria o pésima. Sin embargo, sentenciaba que son las obras que siguen resonando varios días y varias semanas, resonando a través del recuerdo de sus diálogos, de su tono, las que tiene en su más alta estima. No es de extrañar que Thomas Bernhard esté entre sus favoritos. Algo parecido sucede con esta película (y con otras muchas), aún sigue resonando. Y con esa señal me quedo, y esa señal transmito.


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La película me ha llevado a otro terreno, al estrictamente literario. Porque un escritor argentino de mi admiración, Juan Filloy también trabajó como magistrado. En algunas de sus entrevistas, declaró que no pocas veces había utilizado historias verídicas para elaborar sus novelas o sus cuentos. Ese dato, que puede parecer nimio, siempre lo he mantenido reluciente en la memoria, sin saber con qué propósito.
Los recuerdos deambulan sin una justificación práctica. Reposan ahí, quietos, hasta que algo los despabila. Y entonces sucede una conmoción que puede terminar en un furor momentáneo, una sonrisa, una lágrima, un abrazo; o bien en una obra literaria.
Los recuerdos encienden la acción. Cuando García Márquez iba conduciendo su Opel paró el vehículo porque había recordado el inicio de su novela, Cien años de soledad. Y Cortázar, cuando viajaba en el metro, pretendía hacer de esos viajes una confusión de los espacios, del tiempo, de los sueños. Y terminaba reflejado, como dijo mi amigo Iván en París, en los cristales de los vagones. Y ese recuerdo de la lectura de Cortázar, ese recuerdo de Iván, aún permanece en los míos. De un sueño en otro, de un recuerdo al instante.


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He hablado, al principio de este texto, que estábamos acompañados en la sala, o al menos eso recuerdo, por dos parejas de personas que pudieran ser nuestros padres. Pero también había otra pareja, al lado derecho y un perro. La mujer era ciega. Había presenciado la película. No sé si era el marido el que le relataba los acontecimientos repletos de vacíos. Pero una mujer ciega indagando en el secreto de sus ojos, en el secreto del silencio de sus ojos.

martes, 5 de enero de 2010

Ambidiestro.

He decidido (esta semana viene cargada de decisiones: diario, novela, obra en marcha; lecturas, nuevas perspectivas ante la vida, estrofas tradicionales) que sólo voy a dejar aquí, en este trópico, la punta del iceberg. Seguiré los consejos de Hemingway y todos los días dejaré al lector (al lector descalzo, ese yo que dice leerme y que es el colmo) con las expectativas crecientes: ¿y qué más?
No me conformaré ni restringiré el trabajo a las quinientas palabras con que Hemingway batía a los leones que quedaban muertos en las barras de los bares franceses. Será una obra de misterio, basada no en lo que se encuentra en ella, sino en lo que se dejó de escribir. Será una sugerencia que detone en el lector sus propias manías y recuerdos. Como unas galeras, serán estos días, como una galeras que dosifican el remo, duro y nauseabundo, de los días.

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He vuelto a leer los textos que dejé ayer sueltos en el diario. Me reconforta no reconocerme en ninguna de sus palabras, en ninguno de sus argumentos. Es materia delicuescente el pasado y escribir es airear los renuncios. Escribir es liberar del olvido la realidad que azuza. Escribir es el cedazo de la memoria, ¿o es al contrario?
Llevo un tiempo de indecisas acometidas en la vida. Ahora sí, pasado un tiempo, no. A pesar de estar leyendo un libro que afronta limpiamente los contratiempos (hasta ahora no he mencionado, El Quijote, ni tengo pensado hacerlo en público, retrasaré su mención hasta que haya terminado la primera parte, al menos…), no dejo de asentarme en las relativas certezas que se oponen a la mortalidad. Como J.R.J vino a decirnos, excava, golpea y busca uno en la mina oscura el relámpago aminorado de una piedra preciosa, acaso de una luz invasora de la oscuridad. Esa luz, la poesía, es una antorcha inflamada por los contornos de la palabra. A su alrededor, como una tribu, danzan los significados. Y se hace el milagro de la poesía, y se hace el milagro del nombrar nuevo, que es el todo para esta nada.

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He vuelto sobre la carta que Francisco Rico le escribió a Javier Marías para intentar aclarar algunas de las palabras que el bueno de Marías le atribuye en Negra espalda del tiempo. El encuentro entre el crítico y el creador. El encuentro entre la creación literaria y el análisis de la obra literaria.
Este debate antiguo entre ambas perspectivas, me parece equívoco. No son dos perspectivas, sino una. La única perspectiva posible para analizar una obra literaria con garantías de alcanzar la altura de la creación, y lo digo con George Steiner, es la creación misma. No hay mejor crítica literaria, mejor análisis que la que se produce en el seno de las obras literarias. Ante ella, nada se iguala, ni las más ilustres de las aportaciones de los críticos, ni las más brillantes páginas eruditas.
La creación no es una forma de afrontar el estudio de la literatura, es la literatura. Y el análisis, la crítica, a lo máximo que puede aspirar es a alcanzar, al menos, los ecos de la obra en cuestión; ser digna sombra, digna hierba floreciente del jardín abierto que la abarca.

lunes, 4 de enero de 2010

Como este cuaderno, un lector descalzo.

Como este cuaderno se ha convertido en un diario, puede hacer uno lo que quiera, es decir, tengo la libertad para escribir cualquier cosa, sobre cualquier tema, porque los diarios registran estas y aquellas sugerencias, tales o cuales indignas sensaciones. Incluso puede uno permitirse el lujo de trufar sus páginas con anacolutos y silepsis y elipsis monumentales que despisten y alteren al inadvertido lector; o pensándolo en serio, debería escribir sólo para mí, atendiéndome a mí mismo como el único lector, el lector descalzo, podríamos decir. Viene a ser. estas páginas, calro, como esas obras inacabadas de Miguel Ángel, como esas piedras que van tomando forma, rostros, pero que pertenecen aún a la piedra o a no se sabe qué impulso. ¿Es posible un diario abierto al público, leído como del alma?
Creo que, en buena medida, este tipo de escritura extravía la sustancia del diario. Me gustan los escritores que han mantenido un diario y los he leído con fervor (ahí están Valéry, Renard, Tolstoi, Trapiello, Márai, Vila-Matas, Pla o Cheever, entre otros) y en todos ellos hay una particularidad en sus escritos: no reivindican la libertad del género, sino que la practican. Por este motivo, me parece que celebrar este diario por sus posibilidades es una señal de mal agüero. Ya vuela la corneja por la siniestra.

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En algunas ocasiones, la reflexión abierta, la cita o la glosa que proferimos tras una lectura me resultan un ejercicio de segunda mano, un eclipse a la luz de la genialidad. Bien es cierto que uno comenzó a escribir porque se hizo lector, no otra tesis muestra Cervantes (al que leo en estos últimos días, su Quijote, obra que había ignorado, descuidado, a pesar de haberla completado en dos ocasiones). Por ejemplo, no he dicho todavía que (re)leo El Quijote y que voy apuntando aquellas frases, aquellas sentencias que surgen de la boca del Hidalgo o de Sancho Panza con la intención de hacerlas mías y embadurnarlas con los mimbres de mis pensamientos. Pero he decidido que no voy a nombrarlo siquiera, a pesar de la fuerza ciclópea de esas palabras…, que no voy a decirle a nadie -esto es lo que uno debería escribir en un diario privado- que ando leyendo El Quijote. No lo nombraré, esa es la decisión, porque nombrar es otorgar realidad auqnue sea en un diario. Por ejemplo, ahora diré que alguien llama a la puerta y, auqneu sea cierto y esté sucediendo en estos momentos, alguien podrá pensar legítimamente que una ficción, una metalepsis. Por cierto, alguien llama a la puerta. Debo interrumpir la escritura. Huele a vizcaíno.

***

Dice Heidegger que solo la palabra concede ser a las cosas. ¿Qué materia atraviesa estos testimonios de una vida imaginada sino la palabra misma, la palabra en sí? Fijaos, según este testimonio, y trasladando la máxima a la literatura, interpreto que la ficción es conceder ser a las cosas aún sin llegar a ser nunca. Porque la verdad no es cuestión de la ficción ni de la literatura, sino que la literatura se encarga de hacerlas como verdaderas a pesar del fingimiento. Si equiparamos verdad

con literatura

estamos hablando

de religiones.
(No tengo espacio en el margen, ya lo corregiré)

Acabo de escribir algo sobre Heidegger y la palabra…lo he escrito tras leer algunas páginas de De camino al habla. Me resultan equivocadas mis afirmaciones, torpes, tristemente dispuestas. ¿A qué habré llegado para escribir esto en el libro de mi vida, a qué vienen, qué hacen aquí estos pensamientos, a quién les pertenece? Será mejor que vuelva a El Quijote, a los tres cuartetos que estoy terminando, al poema sobre Venecia y a no decir nada a nadie, nunca más, en público, en estos diarios.

domingo, 3 de enero de 2010

Ni tanta vida cabe.

Ni tanta vida cabe, ni el deseo.
Sólo el recuento de lo ya vivido,
el rumor, hilo mudo que Teseo
dejó en el laberinto de lo ido.
Invocados los ritos de la geo-
grafía del estar comprometido
con la palabra vuelta, sometida
a este antiguo trasiego que es la vida.

viernes, 1 de enero de 2010

O...

¿Qué haces?
Escribo.
¿Para qué?
Aún no entiendo su pregunta…
La cambiaré. Por ejemplo, ¿qué escribes ahora?
Algunas notas que surgen tras horas de lecturas, es inevitable, respiración artificial, ya me entiende.
¿Qué logró hasta el momento?
La escritura no logra, transforma.
¿Acaso cree en el poder de la palabra?
Bien pensado, en el poder de la lectura, porque el lector reconstituye, edifica.
¡Ah!, ¿no cree en los autores?
Sí, pero los autores dejan de serlo cuando mueren, así que esa circunstancia es mera coincidencia; el autor de un libro sólo lo es durante los años que vive, algunas veces ni siquiera sucede eso. Ahora bien, después de sus preguntas caigo en la cuenta de que el lector es hoja pasajera, bóveda del viento, vianda sobrante.

***
Ni siquiera una tarde entregada a los arrecifes del canto de un pájaro, ni siquiera las ciudades que han trazado los trayectos secretos de nuestras almas, ni siquiera las aguas, los ríos fugitivos, las encinas corrompiendo el silencio, ni tampoco el verde que se mece en tus palabras cada vez que aíslas de tu verbo la conciencia…Ni siquiera la mujer que restituye tu sombra, ni aquellas piedras que ocultaron tu presencia, ni tus huellas en los países extraños, ni siquiera la mirada que volcaste impaciente sobre el último amanecer en París. Nada de eso es tuyo, aunque todo lo sea, nada te pertenece más allá de tus recuerdos, del fuego con que cubre tus ojos el paso truncado de los días.
***

Este cuaderno, este Trópico, -lo he decidido-, pasará a ser Diario. O a lo mejor novela, ya que la novela todo lo consiente y en su seno se admite todo. O a lo mejor libro de memorias, porque en él escribo como las ascuas del recuerdo. O ,al fin y al cabo, se convierte en una obra en marcha, abierta, edificante, que surge sin rumbo ni brujula, pero que está sujeta a lo que dicten manos ajenas, tiempo nuestro, silencio demediado.