viernes, 31 de julio de 2009

Bien dice nuestro admirado Michel de Montaigne que vivimos atormentados o míseros por las ideas de las cosas y no tanto por las cosas mismas. Obviamente el ensayista francés se refiere a la muerte, el dolor o el odio, abstracciones que pueden considerarse en una relación singular con las palabras que las designan. Es cierto que ese tipo de vocablos los tenemos reservados para ciertas reuniones o amigos afines a la cuestión. Nadie suelta de pronto en el mercado o en la playa, por jemplo, la muerte es el dolor de una infinita anestesia, ni siquiera la muerte levanta el vuelo y en sus plumas somos. Claro, sería levantar la extrañeza en los otros y dejar claro que estamos cercanos a la locura, aunque la locura en occidente se haya entendido como una clarividencia.
Con esta conjetura he estado observando hoy cómo se sucedía la mañana: la luz reptante, el cálido aliento. He salido a la calle. Tenía preparada un par de sorpresas para los que tuvieran la ocasión de dirigirme la palabra. He ido a comprar la prensa y ya intuía que el señor del quiosco me iba a dedicar unas palabras referentes al sofoco que sufrimos. Por eso había preparado una respuesta para comprobar mi experimento. En cuanto me arrimé a su lugar me dijo, "Hola, ¿qué hay?, ¿qué calor, verdad?", lo obvio y lo obtuso, como diría Barthes. Raudo le respondí, "El resplandor de una llama derrite la voluntad de los hombres. En ella somos debilidad". Lo hice, además, de forma socarrona, modulando la voz a tal propósito. El señor se quedó de una pieza, mirándome como nunca.
En el silencio que se produjo pude vislumbrar la evidencia. La literatura es un lenguaje desgajado de la lengua, pero al mismo tiempo una intensificación. La literatura desentraña los toscos virajes de la rutina, y los hace brillantes, y los rescata de su muerte.
¿Qué idea tenía ese señor de la poesía? Ninguna. Por eso no hay conmoción, ni temor, ni añoranza. Esa falta no es grave, ni mucho menos.
Hay que llevar grabados en el cielo de la boca las inscripciones que nos hacen hombres, tal y como Montaigne las grabó en la madera. Aun muertos, abriremos la boca y brotará la vida. La ausencia de ideas es la ausencia de vida.
Por eso pienso que la literatura es la que acecha, no la que surge y se precipita de pura búsqueda. El escritor vive en ese anillo que rodea las palabras inciertas, socialmente desmotivadas para darle un nuevo brío. Un discurso vacío, el del escritor, si se tiene en cuenta la soledad a la que está sometido. Aunque en esa soledad la luz entra por la mañana como un abecedario huidizo.

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Definitivamente, los autores que Kertész leyó para Diario son Goethe, Kafka, Márai, Nietzsche, Onetti, Beckett, Shopenhauer y alguna que otra mención. De Wittgenstein recuerda algo hermoso y desconcertante, lo hace en octubre de 1987, “así como la vida está siempre rodeada por la muerte, la cordura está continuamente rodeada por la locura”. Aplico este razonamiento a la literatura y digo: así como la lengua está siempre rodeada por la literatura, la palabra moribunda está continuamente asediada por el escritor.

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La poesía es un solar antiguo transitada por pasos nuevos.

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En el quieto rumor de los vencejos,
en la mirada limpia de la tarde,
este decir oculto, esta aspereza,
la consonante trama de una música.

Ausencia. Sed de prematuros balbuceos
con el color rotundo de la noche. Palabras.
Huellas deformadas en la desnudez de los olvidos.
Tiene la sed espinas en la piedra.

jueves, 30 de julio de 2009

nada descansa más allá de la palabra.

Con Scardanelli

Nada descansa más allá de la palabra.
Ninguna cosa sea en ese límite
en que vertimos lento nuestro canto,
porque el canto de un hombre es una especie
de colectivo meditar,
de trastorno insondable ante su misma vida,
ante el amanecer de un discurso indescifrable.

Como una música callada:
la palabra desnuda y taciturna,
un fugitivo tramo del olvido,
los ecos recorridos en silencio
sobre el candente rostro de la muerte.

Con la palabra un mundo se levanta,
un mundo en que el deseo es lo decible.

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Puestos a escribir, qué poco somos. No hay más que leer el cuaderno de algún grafómano para caer en la cuenta de que los temas son los mismos, de que, a lo mejor, siempre está uno escribiendo la misma página. Últimamente tengo esa sensación, la de escribir siempre la misma página. por eso hoy quiero desvincularme de este cuderno y pensar que estoy escribiend en otro lugar, sobre otra persona, con las cualidades de otro.Aunque es cierto que cada día lo recorro como un acantilado del que desconozco su medida.
Empiezo el día escribiendo, casi silabeando la llegada de la luz a las retinas. A partir de ese momento, imagino que todo lo que sucede forma parte de una ficción y que, después de meditarlo, la literatura es una conversión. Esta conversión establece que la vida fue creada a partir de la ficción y que, todo lo que sucede en ella, es materia de los sueños. Ves, ahora no puedo hacer otra cosa que nombrar a Pessoa, con el desasosiego de saberse mutable en lo aparentemente inmutable. Casi sin darme cuenta y al escribir estas notas, el que escribe forma parte de ese auspicio literario que tanto me agrada y que tanto zarandea mi entendimiento.
Hoy me comporto como un personaje rebelde y cuando acometo las acciones pienso que están escritas. Para desviar esa escritura, cambio el orden, trastoco las acciones y, después de lo acometido, me río profusamente. A pesar de esta circunstancia, me guardo los secretos que nadie jamás podrá sonsacarme, ni el autor de esta letras, ni siquiera el lector más agudo. Porque un personaje debe poseer, al menos, un par de secretos para confirmar que la realidad siempre está adjunta al deseo. Cuando llevo unos minutos riendo, me doy cuenta de que esa risa forma parte de otra trama en la que participo: la irónica manía de leer la realidad.

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Me faltan muy pocas páginas para terminar el libro de Kertész. Ay, Imre, tus páginas son maravillosas y yo no puedo más que escribirte, así, sin rumbo cierto ni prospecto alguno. Dices que los protagonistas verdaderamente buenos de las novelas tienen sus propios secretos y que lo guardan ante sus lectores y ante el autor mismo. He pensado en Alonso Quijano, en Ulises, en K., en Lázaro, en Bovary, en los Buendía y los Aurelianos, en Montano, en Deza, incluso en un ser transparente como Raskolnikov, en Hamlet, o en el propio Edipo. De todos tengo la sensación de que sus secretos aún perviven a pesar de los lectores, a pear de haber sido inventados.

miércoles, 29 de julio de 2009

La musculatura de las ideas.

La creación es un ejercicio del pensamiento, una consecuencia, acaso una morada de sus tentáculos. La creación lleva a la comprensión, aunque ésta desborde cualquier perspectiva posible. En el vacuo panorama de estos tiempos, el afán de conocer es lo que mueve a los escritores.
La vida es la novela que contemplamos, desde luego. Una novela en marcha, work in progess, que sucede con todas las aromáticas sustancias del absurdo a ritmo narrativo. La vida es una narración inmensa, cuyo inicio nadie recuerda, cuyo final nadie percibe. Esa es la grandeza de la narratividad de la vida. Por eso, creo en la literatura que surge sin saber qué quiere nombrar, sin establecer un cauce de antemano para discurrir por él. Creo, sobre todo, en que el escritor debe deambular por esos parajes limítrofes entre la realidad y la ficción; páramos en que nadie establece relaciones rutinarias, sino en que cada vez que se acude a su llamada, la ficción convoca las más insospechadas maneras de escribir. Por este motivo leo a Cervantes como un autor kafkiano y a Kafka como si fuera Cervantes. El rigor imaginativo es similar en Proust y en Joyce: el tiempo es el atajo a la eternidad.

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Un señor francés llamado Ambroise-Paul-Toussaint-Jules nació en 1871. Ante todo fue poeta, pero mantuvo un ataque de grafomanía desde 1894 hasta los últimos días de su muerte. Eso le llevó a escribir 26.600 páginas que recogen desde un teorema a una disculpa pública, desde un aforismo hasta una anotación inconclusa.
El señor tenía veintitrés años cuando comenzó a escribir estos cuadernos y se llevó más de cincuenta años escribiéndolos a diario; desde las cuatro o las cinco de la mañana, durante tres o cuatro horas al día
. Con estas potentes palabras comenzó el profesor de Estética la lección. Era costumbre en él arrancar las lecciones con datos crípticos. Nos quedamos arremolinados y confundidos. Una vida escribiendo a diario. Un diario escrito durante una vida.
Después de un largo silencio, el avejentado profesor hubo de concluir la clase. Antes de lanzar sus últimas palabras, vimos que sostenía entre las manos uno de los tomos de la edición de la Pléiade. Lo acariciaba como si fuera un gato manso.
¿El registro de una mente o el registro de una vida?, espetó por último al público después de un silencio anestesiado. A partir de ese momento, todo el mundo debía escribir un pequeño ensayo sobre la cuestión.
Cuando acabé de contar esta anécdota a los escritores que tenía enfrente de mí, con el efecto de la ginebra quebrantando la razón, uno de ellos me miró buscando la parte de la estampa que no había relatado. Pensaba que el profesor había dejado el enigma resuelto, que había dado a sus alumnos la lección cerrada, que había culminado, el rotundo y calvo catedrático, con la solución a la pregunta o simplemente que yo sabía la respuesta pero prefería no hacerlo público, para agrandar las expectativas. Alguien miró al cielo, otro tomó un trago, alguno se encendió un cigarrillo, algún atrevido quiso fumar opio.
El café era el lugar idóneo para relatar batallas como estas, sucesos en los que nada se sabe al final, en los que la simple manía de relatarlos, de recontarlos, de cambiarlos a fuerza de memoria y recuerdo supone una satisfacción necesaria.
Después de todo estos años con esa pregunta en la cabeza, sólo atisbo a pensar que al igual que aquel escritor francés, hablar es decirme. La diferencia es rotunda, es cierto. Sus palabras quedarán en el gozoso aroma de los libros. Eterna secuencia. Mis palabras, en la resaca maltrecha de una tarde de café cualquiera. Olvidadiza. Ya desaparecida.

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Olvidadiza y desaparecida era la vida para Pessoa. Un trémulo sucedáneo de acontecimientos que poco valían para confirmar su existencia.
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Kertész sufre porque intenta abordar el problema del estilo en la literatura. Menciona, cómo no, a Flaubert. También a Thomas Mann. Después de rezagarse en las cuestiones más teóricas, nos dice que el estilo es la adaptación del individuo al objeto.
También es cierto que el escritor debe escribir para que lo entienda dios, por ejemplo. O para que no lo entienda nadie. Y en ese intento de escribrle a un demiurgo o a la nada en persona, quizás, a la larga, le estemos hablando a los hombres sobre lo que nunca atisbaron con toda la claridad de las visiones.

martes, 28 de julio de 2009

Ya mis pasos allí.

En las vísperas de mi nuevo viaje a Italia, me quedo solazado a Una furtiva lágrima, de Donizetti. En su melodía edifico la prodigiosa arquitectura que velarán mis pasos. Donizetti nació en Borgo canale, un rincón suburbano de la ciudad de Bergamo. Allí llegaré dentro de una semana cargado de versos y junto a la mujer que contrapuntea estos días vanidosos, de salón y escritura. Los últimos años de Donizetti estuvieron agarrados a la locura. En Bergamo, después de sufrir la muerte de sus hijos, sus padres y su esposa, soportando el golpeo de la sífilis que acuciaba sus sostenidos y rimbombantes estrenos operísticos, llegó la locura. Una parálisis cerebral que trastocó el fin de sus días. Unos años de locura que culminan en la muerte del autor del Elixir de amor (1832). Por unos momentos lo he imaginado como Hölderlin, a la luz del espíritu de los hombres en primavera, asomado a una ventana cuyo paisaje era el terruño de los hombres en flor.
Su cuerpo descansa en Bergamo y allí haré cumplido homenaje recitando en el abovedado silencio un fragmento de su aria. La recitaré en mi tosco italiano. En el paladar la dejaré inscrita, como si fuera una cúpula.
Caigo en la cuenta de que llegaré a Venecia como el personaje de Thomas Mann, atemorizado por una epidemia. El halo epidémico para una ciudad como Venecia es un color, es el mar ardiendo. En el dédalo de sus canales, proseguiré los pasos desandados de Lord Byron, para luego citarme en el Florian con Goldoni. Al otro lado del río, entre los árboles de los jardines y del cementerio, desquiciaré mis retinas con la lítica manía de los mares en Venecia. La piedra y el mar no es el título de un libro, es la esencia de una ciudad que se subleva diariamente contra la belleza. Ella es rincón del paraíso, conturbada semilla de los deseos.
M. sigue leyendo a Wiesenthal, Kapuscinski o García Martín. Ha logrado construir una pequeña biblioteca en que las ciudades son los narradores. Venecia, Roma, Milán…nóminas de hombres universales que nunca dejan de aclarar y maldecir, de atestiguar y proclamar las aritmética disposición de los hombres. Ella logra dotar de melancolía un viaje que comenzó de un tiempo a esta parte, como dice Kapuscinski en Viajes con Heródoto: “Al fin y al cabo un viaje no empieza cuando nos ponemos en ruta ni acaba cuando alcanzamos el destino. En realidad empieza mucho antes y prácticamente no se acaba nunca porque la cinta de la memoria no deja de girar en nuestro interior por más tiempo que lleve nuestro cuerpo sin moverse de sitio”. El autor polaco describe las virtudes del viajero Heródoto, haciendo una reflexión sobre la condición humana. Los modelos de Odisea y de los propios libros griegos están muy presentes y se confirma que, una vez, hace siglos, unos hombres nos dijeron lo que fuimos. Lo que somos ahora.
El viaje como rito iniciático de la despersonalidad, de la anulación del espacio y el tiempo del lugar de lo cotidiano. Esa desaparición del espacio lleva implícita una poética y en ella reside los inacabables frutos de un viaje. Frutos que hay que morder con el paso del tiempo, con la memoria desvencijada por el trastoque, para luego convertirlos en literatura.
Estas líneas han comenzado a brotar sin destino ni arbitrio. Es la naturaleza propia de las vísperas. Revuelco, impaciencia, levantamiento de las almas. Itinerario que se sucede en la cabeza como una melodía, como un elixir o testamento de que un día cercano estuvimos allí, donde soplará el viento de una furtiva lágrima.

lunes, 27 de julio de 2009

Dublinesca.Variaciones sobre un mismo tema.

La escritura registra de uno lo que de verdad tiene su vida o lo que puede aspirar a la verosimilitud. Escoge un suceso o un comentario, una reflexión o sus manías cotidianas para dar pábulo a su escritura. Dar cuerda a las letras es una tarea cada vez más difícil y más comprometida porque con el tiempo los temas van siendo los mismos y termina uno por darle la razón a Borges y confirmar que la circularidad del hombre es una evidencia. Un escritor se imbrica con la vida desde un estado de sombra que aspira a la luz. En esa taimada secuencia de su escritura, la exploración es un talismán de la lengua con la que escribe.
Se anuncia -(con la polémica de los fichajes editoriales)- que Vila-Matas va a publicar una novela titulada Dublinesca. En ella, dejando a un lado la velada trama que hilvanará las páginas, el autor escribirá, con su peculiar magisterio, sobre el impacto de la tecnología en la cultura. Esta supuesta temática me ha llevado hoy a divagar, sin brújula ni astrolabio, sobre un tema que me parce el mismo de siempre: la escritura. Así que hablaré de la escritura en las bitácoras a través de una bitácora, cuando realmente debería hacerlo a escondidas, a contraluz, en el silencio de una pluma marcando la celulosa.
Esta nueva realidad en forma de bitácora o de cuaderno electrónico va mostrando sus virtudes, pero igualmente sus carencias. Leía con entusiasmo algunas páginas electrónicas que hacía de la lectura una actividad amena, personal y formativa. Pero los cuadernos van tomando ese cariz de tertulia de amiguetes en que cada uno va mostrando sus logros, las loas o las palabras de ensalzamiento de otros compañeros. Es un sustituto, en mucha ocasiones, de un café, una copa o un encuentro entre persnas con inquitudes afines. Eso me lleva a pensar en la distancia que hay entre ese tipo de escritura y la esencia misma de los diarios o cuadernos de notas personales, formatos propensos a la intimidad y, sobre todo, a la distancia absoluta con los lectores si los hubiera.
Todavía recuerdo cómo Jules Renard, al llegar a casa, escribía elogiosos comentarios a las palabras y actuaciones de Schwob. Líneas de las que Schwob era desconocedor, pero que no necesitaban de esa transparencia para ser escritas.
Los diarios que uno ha leído (Renard, Kafka, Márai, Pessoa, Flaubert, Tolstoi, J.R.Ribeyro, Gombrowicz, Kertész…) poseen la magna entidad de la soledad. Esa es la manera de presentarse ante sus lectores y esa característica es, precisamente, la que más conmueve mi lectura. La falta absoluta de conexión o complicidad con las expectativas de los lectores, porque si uno escribe en un cuaderno personal las rutinas más nimias o las observaciones más intrínsecas no sabe qué lector llegará, después, para interpretarlas. Cosa distinta ocurre con las bitácoras de ahora, se escriben para los amigos y para tener un perfil determinado en Internet, buscando una polémica o la congratulación de turno.
Es cierto que, este formato tecnológico conduce a la lectura pública y que pretender escribir para la soledad es una entelequia. Cualquiera puede acceder a tus comentarios, a tus anotaciones o tus creaciones.Tú mismo, ahora, lo haces con toal libertad. Si tu deseo es el anonimato, no hay más que agarrar un cuaderno de papel y un bolígrafo y arrumbarlos en un cajón o en una estantería.
Por este motivo, escribo esta reflexión sobre los diarios personales. Hay que buscarle una ubicación nueva, tanto en la lectura como en la escritura. El escritor deberá ajustarse a las nuevas tecnologías, pero sin abandonar la literatura. El lector deberá comprender que hay bitácoras informativas, cuasiperiodísticas y otras puramene literarias. Incluso la mezcla de ambas tendencias puede darse en concierto perfecto. Y así debiera discriminarse por le lector o el crítico.
La soledad ha dejado de pertenecer a la naturaleza de esos diarios del XIX o de principios de siglo XX que aguardaban en los cajones de las viudas para ser publicados. Eran vidas secretas de los escritores que surgían a posteriori, dejando asombrados a los lectores de las novelas o los poemas, las anotaciones que el escritor hacía sobre un personaje, un suceso o la influencia de algo en su literatura. No puedo pensar más que en Pessoa para entender esto que escribo.
Así las cosas, la primera criba que hace uno de las bitácoras que lee es la calidad literaria con la que están escritas. Esa es, al menos, mi perspectiva como lector. Por eso, cuando me encuentro con buenos cuadernos, entiendo que no todos son literarios en sí; los hay que informan de noticias literarias, que hacen crítica, que informan de publicaciones o que, y esto es cada vez más común, dicen cuándo y dónde van a publicarle un libro.
Por lo tanto, el lector de bitácoras debe ser un lector plural, que conozca de antemano las pretensiones de las bitácoras a las que se acerca cada día. Ellas son muy variadas, una mezcla de periodismo con ínfulas librescas, de muestrario personal de alegrías o logros, de diseño gráfico a través de imágenes o viñetas, etc. De todas ellas, me quedo con las puramente literarias, las que hacen que la literatura oxigenen sus renglones virtuales y las que harán, supongo, que la influencia de este formato se diluya en novelas, cuentos o cualesquiera composición literaria como las de Vila-Matas o José Saramago. Eso sí, hay una cuestión impepinable, una bitácora siempre aspira al papel.
En cualquier caso, tomo unas palabras de mi admirado Kertész para cerrar estas divagaciones y para dar testimonio mi encuentro diario con el Nobel: "Mi vida es terrible en todos los sentidos, excepto en el sentido de la escritura: así pues, escribir, escribir, para soportar mi existencia; es más, para justificarla".

sábado, 25 de julio de 2009

Mencionaré una playa.

Mencionaré una playa y unos zapatos nuevos; la caída del sol, desmayado, entre las óseas esferas del mar. Con la abolición del tiempo, leeré estos microgramas de Walser que tanta perplejidad desprenden. Una cautelosa manera de hacer la sintaxis mencionaré después, cuando todo haya acabado. Acabó.

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Paseaba esta mujer cercana a las tiendas. Aquel señor de hombros limados, se aquejaba de lo otro. Un niño ejercía su inocencia a fuerza de llantos. Una joven como un pétalo refrescaba la plaza. He estado sentado un día entero en el mismo lugar. He querido emular aquello que Perec defendía para los lugares: nunca se acaban, hay que escribirlos. Para esa tarea, lo primero es elaborar una lista con toda la realidad que se ve desde el lugar. Para ello comencé a escribir en el moleskine. Aunque deberé comprarme otro. Mañana. La realidad no cabe en un cuaderno.

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Kertész estuvo leyendo a Nietzsche durante toda su vida. Es omnipresente en Diario. Así como Pascal, con el que trata de conectar y contrarrestar la influencia del bigotudo alemán. También es cierto que la escritura es la única perpetua solución a su vida. Sus desafíos como hombre pensante siempre están entre el ansía de infinito y el desarrollo del individuo. Tras leerlo durante estas semanas, creo que Kertész quiere descifrar el individuo universal que escribió sus libros. Saludarlo, con efusión. Gracias, le diría, has mantenido este cuerpo en vilo.

viernes, 24 de julio de 2009

Ser es natural es.

No me cabe duda, estoy con Ray Bradbury en su defensa apasionada de la celulosa. El libro es un objeto insuperable, su naturaleza supera a la tecnología, porque su olor, su fisionomía, sus cualidades naturales, pertenecen al imaginario sensitivo de los hombres. Aspiración vacua e imposible para un texto electrónico.

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Dijo Caeiro: “Yo soy del tamaño de lo que veo…”, y esa visión se amplía considerablemente si adjuntamos “y de lo que leo”. El escritor consigue crear una red de arterias y venas hasta alcanzar un sistema de circulación emocional. Ese sistema lo recorren la vida y la literatura, el ver y el escribir; la música lo hace abstracto. El bombeo viene motivado por la sensibilidad. Luego, tras años de existencia, la aspiración del escritor es deshacerse de ese sistema intrínseco y hacerlo desaparecer; fundir su vida en la letra y quedar en el tiempo en que no existirá su persona, en cualquier caso, dotar a la literatura de una personalidad producida de una mixtura.

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Yo escribo que Cervantes dice que Cide Amete cuenta que don Quijote dijo que uno no puede morir sin más ni más. Y en esta escala de verdades, la credibilidad es relativa. Por eso la literatura es una jerarquía en que desde el primer grado hay que conseguir el pacto con el lector. Las grandes obras son aquellas que antes de leer corroen los prejuicios del lector, por su fuerza ficcional.
Algo parecido sucede con los genios. Ya lo he comentado alguna vez, las palabras de Harold Bloom en Genios (Anagrama), me parecen muy esclarecedoras en un tema en el que todo son especulaciones. ¿Qué es un genio, cómo surge? ¿Qué hace que un hombre escriba y otro no?

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Ser, res. Etimologitis literaria. Palabras que, en su seno, poseen otras.

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La suma de todas las perspectivas ayuda a afrontar la idea mejor. La idea a secas, sin abalorios. Uno condensa unas palabras, las macera inconscientemente y luego termina escribiéndolas en un cuaderno, en una novela, en un poema. Convive con ella a pesar de que, con el tiempo, tenga que modificar alguna parte de su procreación, limar alguna aspereza. Y eso se produce porque el que construyó en ese momento la sentencia dejó de ser. Por este motivo, cuando le achacan a J.R. Jiménez su afán de corrección siempre digo que su obsesión era retardar la muerte de su yo. Porque sabía que, con cada borrón, con cada trueque de sustantivos o adjetivos, su vida pasada se tornaba despierta. ¡Qué grandeza! Aún su obra nos parece no concluida.
Lecciones magistrales. Kertész se lleva un espejo al camino. Lo aplica durante horas. Y repite la misma acción a lo largo de varios días. Cuando llega a casa, todas las tardes, escribe. En una de sus notas leemos: “¿Cómo puede ser una novela como la vida cuando ni siquiera la vida es como la vida?”.

jueves, 23 de julio de 2009

Un sueño. Invicta melancolía.

Acabó de llegar del Cabo Trafalgar. Había estado toda la mañana en la playa de Zahara de los atunes al ritmo de un viento que percutía sobre su piel como el colmillo de un carroñero. Una vez en el Cabo Trafalgar, paseó por el Tómbolo. Lo observó. Tomó unas notas en su moleskine maltrecho.
Su cuerpo fue tomando el color de la arena, sus ojos ya eran del mar. Arriba, junto al resto de fortaleza, imaginó la batalla: la hilera de barcos defendiendo con hombría los avances británicos. Cuando llegó a su casa, su mente aún permanecía arremolinada entre los acantilados. Los pasados cañonazos, el olor de la madera húmeda de los barcos. Ese olor que acompaña a sus sueños, ahora que duerme y grita.
Junto a la mesita de noche descansa un volumen de Galdós. No me atrevo a abrirlo, cuando deje de soñar volveré a la ficción, sus sueños son mi aire.

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Sobre los sueños podemos decirlo todo. Todo es posible en los sueños, todo lo que ocurra en ellos no es necesario justificarlo. Hay un pacto con el que todos aceptamos que eso sucedió así, que es posible que eso ocurra...en los sueños. Hasta el no-ser pertenece a los sueños.
Hay que escribir, entonces, con la materia de los sueños, aspirar a su terrirtorio. Dejar en claro al lector que, cuando abre un libro o lee un texto como éste, todo es posible, incluso la verosimilitud camuflada, incluso la muerte del que está escribiendo.
Imaginemos, por ejemplo, que ahora escribo lo siguiente: lo que usted está leyendo no lo escribió Tomás. Tomás desapareció de golpe, con aguacero, pero no en París, sino en Sanlúcar. No se lo tomen a mal, pero dijo que cualquiera podía seguir escribiendo aquí, en este cuaderno. Ahora el que escribe es otro, un trasunto que le dice esta verdad. Un pacto, un acuerdo. La verdad de que la escritura pervive a pesar de su autor.

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Intento buscar un fragmento adecuado para mi diario con Kertész. Mi diario con Kertész no es una recreación, como pueda parecer. Es una convivencia literaria, un diálogo a todas luces, un diálogo público. Ah, mientras escribía esto lo he escuchado. Kertész: “A lo mejor es el sueño lo que une al hombre con el mundo, con el ser humano, con el animal, con los minerales”.
Una escritura mineral y proteica es la suma de todas las virtudes. Una desgranada y centelleante verbosidad que detone todos los avisos de que la literatura está presente. Con el sueño sucede. Alguien escribió alguna vez que sobre los sueños podemos decirlo todo.

miércoles, 22 de julio de 2009

Presencia ficcional. El lugar de las apariciones.

Después de unos meses escribiendo todos los diarios que leía, terminó ágrafo. Decidió que, si un diario es un intestino suelto en la obra de un escritor, a lo mejor tendría que emular la vida de los escritores y no escribir sus lecturas.
Estaba convencido de que seguir escribiendo de esa manera era perverso, porque manipulaba su estado de lector, no dejaba que el lector se hiciera pleno. Era un estado de hibridez funesto, que no conducía ni a la lectura ni a la escritura. Aunque, bien pensado, era irónico. La letra que está entre la “J(ekyll)” y la “H(yde)” es la “I”. Yo.

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Estábamos hablando sobre lo finito, sobre las posibilidades siempre finitas de nuestra existencia. ¿Qué elemento o concepto podría sobrepasar esa conciencia nuestra del límite? Nos acercábamos peligrosamente a la metafísica, cuando alguien en la reunión dijo que podíamos hablar de todo y de nada. Y eso me apartó del grupo.
Con esas palabras se me vino a la cabeza el libro de Steiner, Presencias reales. Lo recordé con fruición porque su subtítulo dice ¿Hay algo en lo que decimos?; igualmente veía con claridad que en alguna página de ese ensayo, Steiner escribió que sólo el lenguaje no conoce finalidad conceptual o proyectiva. Es decir, que según el crítico, la lengua es la virtud ilimitada de los hombres.
Mientras seguía la conversación, me quedé meditabundo y a solas, intentando dar pábulo a las teorías que vinculaban lo finito con la lengua. Cuando lo vislumbré deseé estar muerto, porque las palabras se contemplan mejor desde la nada, porque se nombra mejor desde el todo.
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A pesar de la canícula, he decidido pasear junto a Nooteboom por algunas de sus tumbas preferidas. De nuevo me vuelvo al índice para ver los trazos que marcaron sus viajes. Me apetece estar en esa tumba compartida entre Sartre y Simone de Beauvoir.
Nooteboom relata con agilidad cómo los escuchó en Bruselas cuando hablaron del nuevo fascismo. Revuelos, policías, curas, negros, jóvenes comprometidos. Entre esa exhalación de gritos, meditativa y pausada, la voz del viejo Jean Paul, con las sílabas morenas y rotundas como sus gafas.
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La falta de acontecimientos en un texto que aspira a ser literatura puede entenderse de varias maneras. El lector apegado a la vida, necesitará de las acciones para confirmar que su vida no es una cosa, una idea o un concepto. Sino que su vida es drama y, por lo tanto, acción. Por ello busca en el texto lo análogo a su vida: acción, hecho, acontecimiento.
Los que se sitúan entre la palabra y la vida, como enseñó Cervantes, y han llevado la literatura hasta la médula de sus cuerpos. Necesitan la palabra. Ella es acción en sí misma en tanto que la creación es un acto. La palabra en su plenitud es la aspiración de la literatura.

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M. sigue enredada en las páginas de El esnobismo de las golondrinas, M. Wiesenthal. A cada paso, me relata las páginas más emocionantes, me lee en voz alta los párrafos más certeros, los lugares por los que pasea el escritor y los que han dejado marcado sus recuerdos. El volumen del libro no ha hecho que su fervor merme, antes al contrario. Se encuentra tan motivada que ya pronto lo acabará. Por eso escribo esta nota, para que se vea, después de todo, como esa plaza de Venecia de la que me habla y en la que hablaremos dentro de poco, como el ser que fue y del que hablaremos allí, en el lugar de las apariciones.

martes, 21 de julio de 2009

Cada vez más claro.

Me sucede todos los veranos. También cuando creo agotada una manera de escribir, cuando necesito un soplo de aire fresco en mi escritura. Sus síntomas son cada vez más evidentes. Me siento en la mesa, cargado de libros que he seleccionado al azar, un lápiz entre las manos y la mañana tendida como una duna inamovible que va haciéndose más y más grande.
Todo revoca en las manos, aún más en el entendimiento. Es el momento oportuno para leer a Hemingway, como todos los veranos. Leer los cuentos de Hemingway es un sofoco necesario.
Este verano he decidido que no lo voy a releer. Voy a reimaginarlo. Quiero que las oraciones perfectas sean esquirlas de la memoria dispuestas a cualquier travesura de mis recuerdos. Como una nieve del kilimanjaro o como un gato empapado en una calle parisina.

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Admirado compañero Tomás:

Pessoa y Walser están unidos por una concepción similar de la personalidad. No quieren despegarse del sentido griego del término y desean hacerse personajes, máscaras irreconocibles de sí mismos. Ambos confían en el poder de la literatura para alcanzar esa plenitud de la ambivalencia del yo.
Debo confesar que esa aspiración me persigue de un tiempo a esta parte. Y te lo confieso a ti, viejo amigo, porque conoces estas inquietudes ficcionales y esta predisposición mía a la desaparición, al ocultamiento en la fonética de la vida.
Tengo marcadas en un libro unas palabras de Walser. Las he vuelto a leer hoy. Pertenecen a Jakob von Gunten. Dicen así: “Nada me es más agradable que dar una imagen totalmente falsa de mí mismo”.
Es en esa falsedad en la que me siento más yo que nunca. En esa liminaridad en la que la búsqueda se intensifica. En esa proximidad al vacío de uno mismo, donde más luces sobre mí se vuelcan. No quería dejar de decirte estas palabras. No quiero que pienses que soy un maleducado y no me despido de los buenos amigos. Contigo es distinto. Sé lo que sabes. Y por eso te dejo estas palabras, antes de que el yo anochezca y se vierta en la lejanía láctea de los hombres y se haga uno más entre tantos, letras falsas sobre un yo verdadero.


Un saludo afectuoso,

Tomás Rodríguez

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Año de 1983. Diario de una galera atestigua la dureza de los remos sobre el mar. Kertész es un remero de excepción, su fuerza es ciclopea. Nada lo detiene en su andamiaje literario. Su aspiración es aspirar la literatura, ser literatura, como Gould quiso ser no el piano ni la partitura ni Bach, sino la música misma.
Kertész quiere ser la literatura misma, su literatura. Un hombre, un destino, unas palabras. Dice en junio del mismo año: “La diferencia entre el creador y el intelectual: no reflexionar sobre las cosas, sino crearlas”. Ese es el espacio del creador, la circularidad de los remos, el empuje forzudo con los brazos, la semilla extraviada en la tierra blanca de los folios.
Crear, reflexionar. La diferencia estriba en que el creador no reflexiona en el momento. Su creación es una sucesión cronológica de eventualidades. Pero es cierto que, cuando se detiene a contemplar el trabajo, la desolación y el arrepentimiento son terribles. Quizás más terrible que la muerte. Porque la conciencia percute en la razón, sobre el débil entendimiento.

lunes, 20 de julio de 2009

El acecho a una idea.

Me convertiré en un frenólogo por unas horas. Lo decidí desde esta mañana. A las 15.00, seré un frenólogo y no quiero que nadie se lleve a engaño. Lo hago por decisión propia. Por una necesidad que ahora paso a relatarles.
Como he dicho, solo frenólogo por unas horas. Las horas justas que leo a Kertész por las tardes. Las horas justas que escribo a Kertész, por las tardes. Un frenólogo, ay, ¿qué vestimenta he de escoger?
Me acompañan una serie de utensilios que voy dejando encima de la mesa. Debo ejecutar las incisiones. Lo abro, comienzo a abrirlo, página a página, en busca de sus pliegues, de la morfología que presenta su cerebro. Me hago un observador meditabundo. Encojo los brazos. Me doy un paseo por el cuarto. Intento establecer hipótesis sobre la naturaleza de este caso. Kertész, caso 1, apunto en la libreta.
De todas las bifurcaciones que ofrece su cerebro, sus páginas, extraigo una: “Has de ver lo que escribes. Estilo es ver”. Cojo el trocito de pliegue, -que aún arroja sangre, una sangre violeta y meliflua-, lo pego en el cuaderno, junto a la inscripción anterior, y a continuación anoto lo que veo. O veo lo que escribo.

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El escritor contaba con un privilegio, pero era incapaz de confesarlo. Imaginaba historias, sucesos. Decía con efusión, el acecho a una idea, aunque no termine en forma alguna. Parecía que con solo sentirla, atisbarla, sopesarla para posiblemente dejarla en sazón, en el jugo proteico de la literatura, quedaba satisfecho.
Dejaba las ideas en espera. Nunca las recuperaba de ese estante del yo. Le gustaba deleitarse él sólo, imaginar las horas que estaría dispuesto a utilizar para escribirlas. Era como un corazón apagado que sentía hincharse con el bombeo de sus venas; la sangre, entonces, latía sin existir.
Nunca escribió esos libros. Su obra es otra, la conocida por todos los lectores. Pero sabemos que
,en el fondo, los libros no escritos forman parte de su literatura. Sólo nos toca imaginar de segunda mano.
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Habrá que crear un método para los lectores. Digamos que cada lector crea un cuarto, un espacio reservado; que un lector tiene que construir los hábitos de su vida alrededor de los libros. Un lector no es sólo el que lee libros, sino el que los ordena, los imagina, los subraya, los marca con sus manos, con su sudor, con la tierra de sus retinas.
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Un lector es una postura del alma.
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Un lector que pierde todas las cualidades del lector habitual. Eso es. Cada cual que procure establecer esas medidas de la ambición. ¿Muchos libros? No hay tiempo para la lectura. El que piense en la cronología siendo lector está perdido. El lector escapa de esa sentencia del tiempo, se incardina en la ficción, en la mítica esfera de la literatura. La palabra fue ritmo, sonido, música antes que nada. La música no es de este tiempo o de aquel.
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Si un frenólogo aplicara sus métodos sobre el cerebro de un lector, vería cómo sus pliegues se entienden como metáforas; cómo su curvatura cerebral muestra la precisión de una sinécdoque.

domingo, 19 de julio de 2009

Borges, un cuentista notable.

No crean que esta afirmación es de mi invención, nada más lejos. Lo que sucede es que, a veces, los mediocres que hacen de críticos literarios no pueden contener su supina incapacidad. Y no es difícil demostrar que gran parte de los escritores y críticos que publican lo hacen no por su calidad literaria, por su talento o su entrega al trabajo de la palabra, sino porque son de la casa, porque escriben en ese periódico, con tales o cuales ideas.
Este fin de semana, leo la reseña de un panfletario metido a escritor y crítico de suplemento literario. Un escritor que confunde el género de sus escritos, porque él hace novelas que debieran ser libros de ensayos.
El suplemento no es cualquiera, ninguna mijaga. Babelia tiene un fondo de lectores bastante amplio; ya menos, a decir verdad. Pero, volviendo al caso, en una reseña sobre la poesía de Borges, al mediocre sólo se le ocurre decir: “un cuentista notable y un poeta sobresaliente”. Cree este escritor politizado metido a crítico literario que, para defender con soltura su tesis, debe escribir algunas memeces, por muy soberbias y descaradas que sean. Claro, el último elemento de la copulativa no es discutible, Borges es un poeta sobresaliente. Aunque decir que Borges fue un cuentista notable es una difícil afirmación que sólo él entenderá, él que escribe para rendir cuentas con la política. Desde luego las palabras, así vistas son de una catadura rayana en lo mediocre. ¿Porque pensarán entonces lo directores de los suplementos que los escrtiores deben escribir reseñas? ¿Todos los escritores los son?
Si Borges es notable, ¿qué es el cuento?

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A vueltas con estas divagaciones sobre la crítica literaria contemporánea, debo decir que el
panorama es desolador y triste. Algunos suplementos se han convertido en carnaza de playeros, otros en escaparates de editoriales afines y, los menos, en reservas o bodegas de algún crítico rebeldón que aún mantiene el nivel en la prensa española. Cada vez se nota más el adocenamiento de algunos críticos a las editoriales que les pagan y promocionan; la retirada de velas de algunos filólogos que se han sometido al poder de la fama y la invasión de críticos poco profesionales que vienen a decirnos, por ejemplo, frases tan brillantes como: “Borges es un cuentista notable”. O algunos otros, (esto sí que sorprende) que, con toda una bibliografía a sus espaldas, con el trabajo de un filólogo concienzudo de décadas, escribe que L. García Montero es "el poeta necesario". Estos vendavales de levante son infrecuentes en este cuaderno, pero el sofoco no puede remendarse de otra forma.

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En noviembre de 1982 dice Kertész: “Inteligencia y cierta valentía moral: casi siempre puedo contar con estas virtudes mías…”. Algún que otro crítico literario o pseudo crítico o escritor metido a crítico debería rendirse antes estas palabras. Pensarlas, con tesón, y retirarse de ese puesto de trinchera en que los filólogos poco dicen últimamente.
Hay escritores encumbrados por cuestiones personales, no por la calidad de su obra literaria. Eso es un actitud que en la moral tendría poca cabida; en la ética de un profesional de la literatura, un lunar insondable.

viernes, 17 de julio de 2009

A la intemperie.

Preguntas básicas de la existencia. Posible itinerario de yo.
1. Mi existencia/La existencia. Tiempo.
2. Cómo existo.
3. Cómo existo para los demás.
4. Existe una categoría superior al hombre o inferior.
5. Es el hombre la categoría que todo lo produce.
6. Palabra y silencio.
7. Silencio y verdad.

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Lukács: “Todo gran escritor crea un tipo de ser humano”. Así que, si consigo dar a la escritura la más mínima sustancia de mi ser, será única, como único son mis genes. No poder escribir equivale a dejar la existencia, a abandonarla como se deja caer una hoja caduca de un árbol cualquiera. Pero escribir es sofocar los días con las instancias del tiempo. La escritura es el lugar de apariciones de aquel ser que se manifiesta, como una amanecida, con todo su fervor. Fervor de eternidad.

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En enero de 1983, Kertész cita a Onetti. Lo hace valiéndose de una cita de El Astillero. Las palabras aparecen sin preámbulo, sin explicación previa ni justificación. ¿Por qué hay que avisar de que un texto va a aparecer en otro? Esta necesidad infundada es como decirle al día que la noche vendrá. ¿No hay en el atardecer una culminación y una fusión únicas? Precisamente, en la punzada con que nos somete la muerte vislumbramos la vida.

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A la intemperie. Escribía a la intemperie. Dejando que la lluvia arrasara con los folios que mantenía sobre la mesa. La tinta desvaída dibujaba ríos sobre el blanco. Ríos tremendos, como acebuches que surgen de la garganta.
No le importaba que nada fuera a decirse de nuevo, lo no dicho no existió jamás, así que nada va a desaparecer, esgrimió.
Aquí tengo esos folios acolchados, rugosos por la humedad de hace unas décadas. Ni una sola línea está completa. Pero la vida de mi abuelo era así, como la tierra albariza, colmada de terruños que al tocarlos con las manos se hacían arena, viento, nada. Confusión en la inmensidad del campo.

miércoles, 15 de julio de 2009

Transeúnte del todo.

La finalidad mayor de un yo es el yo mismo. Por eso, si la literatura trastoca ese yo hasta hacerlo discutible, es evidente que es el sonido fundamental de los hombres. La literatura debe ser un espacio de pruebas, de exploraciones en que las fórmulas de lo que es el hombre se mantienen en disputa. La filosofía nos brinda la oportunidad de establecer criterios, más o menos válidos, del qué. Sólo en la literatura se discute el quién, porque la naturaleza del quién está en su creación, y es dinámica a pesar de sus constantes.

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Como Pessoa, no sé si soy cierto o desgarrado, si tengo sueños o deseos, si pertenezco a algo o si quiero volcar mi voluntad en algún asunto. Mi metafísica diaria consiste en deambular por el todo, ser un transeúnte del todo. Poco importa si la felicidad está en ello o si no existió jamás en mi vida, si fue por momentos verdadera o si no supe descifrarla. No quiero decir que me invada una tristeza del tamaño de un loro, porque hoy ni la tristeza reconozco.
Tendrá que venir un yo extraviado, surgido de mi conciencia alterna, para sentarse en este entendimiento y reconducir mis letras; hacedme escribir como un cosaco y dejar en el papel palabras transparentes. Para que, cuando las vuelva a leer, no las reconozca.
Es algo parecido a amar sometido al tiempo. Todo amor es una idea y ello debe desgajarse de la cronología. La idea es el mejor camino para llegar a la verdad porque poseer convicciones es ser poseído. Amar en la trama de la cronología, ser embaucado por la vagina de la mortalidad.

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Kertész está obsesionado con la interpretación de K. en El castillo, de Kafka. Achaca la falta de perspectiva que han tenido los lectores, sobre todo los críticos, para entender el significado profundo de esa obra enigmática. He vuelto a leer a Kafka, algunas páginas de sus Diarios y fragmentos de El Castillo. Y le he puesto un yo a ese K.
K (ertész) apropiándose como personaje de los habitáculos fantasiosos de aquel castillo en que nada sucede mientras se acaba la razón.
A continuación, recupero la lectura de Diario de la galera, ya con la evidencia de que el personaje kafkiano es el propio Kertész. ¡Qué claridad, qué virtud más portentosa! Ahora que he descubierto su secreto, puedo decir que Kertész habla como personaje de Kafka, como ente ficticio, como un supurador de la ficción pura. Por eso está en la galera, en la galera que limita la realidad con el sueño, la verdad con la ficción. Dice: “En su día la literatura mostraba cómo vivían ellos; en la actualidad el escritor sólo puede hablar de sí mismo, cómo intenta vivir, cuán desorientado, cuán insalvable”.
Yo añado a sus palabras: un personaje como Kertész, protagonista de una obra auspiciada en el absurdo, sólo puede hablar de sí mismo como si fuera otro.

martes, 14 de julio de 2009

Conversación en la catedral.

Creo que los libros son los susurros de los oráculos. Los oráculos modernos son los escritores antiguos. En sus enseñanzas debemos extraer la luz de la actualidad que, en puridad, es lo perenne. Las páginas registran los ecos de un conocimiento nonato que se precipita sobre nuestro entendimiento. Gran parte de la genialidad de un escritor reside en su astucia como lector, por eso Borges se vanagloriaba de lo que había leído, porque sabía que en ello se jugaba mucho más que en la mayoría de sus páginas.
Hoy leo que la cavidad de Delfos era llamada delphýs, `matriz´. A su vez, estaba situada en una sima que los griegos denominaban stómios, un vocablo para designar `vágina´. No de otra forma entiendo la tierra labrada por las palabras de estos oráculos antiguos, como una insinuación, una vágina dadora de creación.
Un oráculo, es decir, un escritor, no debe caer en la carga moral sobre sus lectores, eso sería aceptar la realidad como algo dado, como algo totalmente cognoscible. Sería establecer una teoría filosófica cerrada y por lo tanto, rebatible a fin de cuentas. La literatura debe establecer un circuito, pero abierto y empedrado de salidas, de múltiples hilvanes, de contradicciones que sólo motiven el pensamiento, la lectura, la indagación de la ficción para alcanzar ese estado de alelada sensación que es la nulidad del tiempo.

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Ocurrió cuando el insomnio se obcecaba con mis pupilas. Era imposible subyugarme al sueño. Hacía calor, la noche estaba cargada de imprevistos.
M. dormía sin reparos, suspirando en cada ventilación. Pero, de pronto, un ruido en el salón hizo que me levantara con cautela. Había sonado el ruido de un golpe en el suelo. El golpe de un libro en el suelo es inconfundible.
Con cautela, repito, me coloqué la camiseta y, descalzo, me acerqué a la biblioteca. La luz estaba encendida y se escuchaban las voces de dos hombres hablando. El acento francés era nítido. El humo de la pipa ya sofocaba mi nariz.
Mi corazón comenzó a bombear como un látigo desenfrenado. Me acerqué a la puerta y pude esconderme detrás de una mesa que está en la entrada. Desde allí los veía claramente: uno con unas enormes gafas de pasta marrón y una pipa. Otro, con unos enormes dientes que sobresalían de su blanca cara. Los dos habitaban aquel espacio como si siempre hubieran estado allí. Ambos tenían entre las manos unos libros. Se levantaban de vez e cuando y volvían a sentarse,como una coreografía premeditada.
No supe si debía presentarme ante aquellas apariciones en mi biblioteca o si dejar pasar las horas y esperar a que la razón fuera estableciéndose con el día. No pude dejar de escuchar lo que hablaban aquellos invasores de la noche. Sus conversaciones eran pausadas, meditabundas, con el sosiego que da la edad y la lectura otorgan. De vez en cuando escribían anotaciones en sus cuadernos. hablaban de diarios, de novelas, saltaban de un autor a otro, de kafka a Cervates, de Shakespeare a Thoms Mann. Recordé, entonces, que el día anterior había estado a la mesa con el ciego de Carver y que había dibujado una catedral en un papel.
A la mañana siguiente, comencé a inspeccionar la biblioteca en busca de una señal, de un símbolo. ¿Habrían cogido algún libro, pensé? Mientras daba vueltas como un loco, M. me preguntaba.
El ciego, la noche, los libros, aquella conversación que estuve escuchando largas horas sobre literatura. Yo, ficción, le dije a M. Y comenzó a reírse.
Kertész y Márai estuvieron aquí, anoche, conversando. Los vi claramente y los escuché.
M. sorprendida, sin dejar de reír, me dijo que anoche estuve todo el tiempo hablando en voz alta y que recitaba, como un rosario, unas palabras de una galera: “el ser humano siempre necesita dos imágenes simultáneas, la real y la imaginaria. Aunque ni la una es del todo real ni la otra imaginaria”.

lunes, 13 de julio de 2009

Conciencia de culpa creativa.

¿Es la inevitable manía de escribir una culpa? ¿Y leer, qué culpa subyace en ese gesto? Si entendemos la escritura y la lectura como una renuncia a la realidad: su tiempo, sus objetos, el triste suceder de sus costumbres…
Si escribir es propalar una realidad fundada en la lengua, el artista debiera tener, al menos, la sensación de sostener una culpa creativa, la carga moral de ser un creador ajeno de este mundo, que busca las espaldas de este tiempo que sucede y que transcribe sus hechuras con las letras de un alfabeto común, pero siempre personal. Los grandes escritores creo que han sido los más conscientes de esta evidencia.


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¿Hay un instinto natural del artista? Kertész contesta a esa pregunta con las siguientes palabras: “El instinto natural del artista ya no es en absoluto natural”. He tomado la respuesta del escritor nacido en Budapest para establecer una pregunta. Hago uso de ese método continuamente, esto es, escribir una pregunta a las respuestas de la realidad.
Este Diario de la galera es una mina de interrogantes, de puntas cilíndricas que indican siempre una indagación profunda del espíritu y de sus costumbres.
Estoy llegando al final de la primera parte, pero antes de cerrarla, he subrayado unas líneas que no puedo dejar al aire. Por eso me transformo, me arropo con las vestimentas de un chamán antiguo. Tomo provisiones de hierbas y piedras y comienzo mi danza alrededor de sus palabras para encontrar el hado que las rodea. Mi danza es tribal y lítica, amenaza con los pies desnudos cualquier atisbo de normalidad. Para llegar a este cola de caballo que se encuentra en las profundas cavernas de los hombres prehistóricos, me adentro bocabajo por las galerías de este texto; de ellas extraigo lo desconocido, lo que nunca llegué a pensar.
Kertész, en la piedra, con tintes animales: “¿Qué es la forma? El resquicio más estrecho por el que hemos de permitir la huida de toda nuestra amplitud”.
Ya están pronunciadas las palabras de iniciación, el abracadabra; ya las velas izadas, zarpando a alta mar al encuentro de la segunda parte, A la deriva (entre acantilados y bancos de arena).


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Esta noche he soñado con el ciego de Catedral, de Raymond Carver. Con ese ciego enigmático y barbudo que aparece en la casa de una amiga y que trastoca el orden del hogar. Ese ciego que parece no estarlo, ese visionario que a través de la imaginación plasmada en un papel quiso adentrarse en las profundas reticencias del marido. Así me he visto en el sueño: dibujando una catedral, a lápiz, con las manos del ciego guiando mi trazo.
Tenía la impresión de estar dentro de nada, de un lugar vacío ocupado por las líneas de aquel lápiz. Sólo la voz del ciego, instándome a que mantuviera los ojos cerrados, invadía el silencio.
Aún recuerdo esos rasguños a las sombras.
Esta mañana, he visto sobre la mesa un papel doblado, que no dejaba ver lo que había en su centro. Por unos momentos, me he visto como el pilar de una catedral abandonada y no he querido levantarlo. Aunque, a decir verdad, el dibujo es verdaderamente extraordinario.

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Acabo de terminar Odisea, de Homero (Gredos). Voy a destacar dos cosas. La traducción en verso de José Manuel Pabón ha hecho de la lectura un ritual mítico y heróico. Inmejorable. Segunda, hay pasajes que han quedado escritos en la memoria del lector que fui.
Cuando Telémaco se encuentra con Néstor, en el canto III, para conseguir información sobre lo que le ha sucedido a su padre, Néstor emprende un exordio inigualable. Hace memoria, y recuerda todo lo que pasaron en Ilión. Al término de sus recuerdos, impreca al joven Telémaco con estas palabras: "¿Quién sería/ de los hombres mortales capaz de contarlas?".
En esta pregunta está una de las más clarividentes definiciones de la literatura. Hombre, capacidad, contar. Por eso, cuando comienzo a escribir cada día, me pregunto, ¿qué hombre sería capaz de contar esta histora, de escribir estas letras? Y sólo cuando veo una sombra que refleja mis manos, comienzo a escribir. Lo que viene es canto antiguo.

domingo, 12 de julio de 2009

Una mirada al cielo, un paseo de mármol.

Tuve que decirle: “Te ha ocurrido lo mismo que a Tales”. El compañero se tropezó con un escalón cuando buscaba en las estrellas un endecasílabo melódico o un figura astral que fuera su propio rostro reencontrado, o no se sabe qué luz enigmática e incandescente que alumbrara de lleno sus ideas. El caso es que tropezó y sólo su equilibrio y musculatura pudieron contener su cuerpo, ya en picado hacia la piedra de la hacienda, ya devanado entre las plantas del jardín.
Veníamos hablando de literatura. Entre tanto, los jardines del recinto y su gran colección de plantas aromáticas habían turbado los sentidos con la fuerte anestesia de su verdura. El compañero fue a caer en el cobijo de la noche y Tales cayó en un pozo cuando contemplaba atónito el mismo cielo, el mismo oscuro silencio de los astros.
Recordé el episodio, que relata Diógenes Laercio, en el que se cuenta cómo la señora que acompañaba a Tales le dijo: “Y tú, Tales, que no puedes ver lo que tienes ante tus pies, ¿crees que vas a conocer las cosas del cielo?”.
Así que lo hubiera dejado caer como un movimiento natural de los hombres: la caída, la caída profunda y trágica hasta el lago que nos pertenece y en el que nos mojamos cada vez que nuestra finitud nos reclama.
El cielo era el mismo que entonces, que hace siglos, el mismo hombre reflejando en sus retinas la parca melancolía del infinito.

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Noviembre de 1978. Kertész anda leyendo a Camus, a Kafka y a Kierkeegard. Todas sus anotaciones son variaciones de la misma idea. Excepto una. Unas líneas que terminan el mes de noviembre de 1978 y en la que percibo otra expresión alejada de la fatalidad y del totalitarismo imperantes. Kertész: “En mi vida nada es mío, por así decirlo: a lo sumo poseo unos recuerdos definidos y unos proyectos confusos”.
En definitiva, las dos líneas que cruzan su discurso se resumen en pasado y futuro: recuerdo y proyecto. Entre ambas categorías, el hombre no posee nada, sólo un embargo que se estira desde el pasado y que se proyecta al futuro. En esa edificación, surgen las señas de una personalidad (o, deconstruida la palabra, (p) no ser adalid) que se sabe impersonal.
El producto técnico de un individuo, llámese novela, edificio o pintura es una categoría secundaria de nuestro ser, una adenda que arroja sombra en el fuerte sol del absurdo.
Nada más lejos, la obra literaria es un oasis pasajero en la inmensa llanura de un hombre. Esa llanura ya tiene marcadas nuestras huellas. Nosotros sólo vamos confirmándolas sobre la arena. Luego vendrá el viento y las borrará y serán de otros. Quizás nunca nos pertenecieron.

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Uno debe alejarse de quien es. Apartarse de sus costumbres, evitar las palabras que usa a diario, escribir como un escritor decrépito y arrinconado a quien no le importa un punto lo que lean los demás, lo que escriban los demás.
Uno debe desaparecer todos los días; si puede, siempre, en todo momento; desaparecer en el sentido amplio y compungido del término: no tener aparición pública. Un escritor sólo quiere aparecer mediante las palabras de otros, en boca de personajes que expulsan por sus dientes la pócima de sus entrañas. Y decirlo de esa manera y no de otra, con ese estilo y no con otro, con esas aspiraciones sin merma, sin reticencias sociales o de comunidad.
El escritor no pertenece a la tribu, sólo la observa, la transmuta, la describe, aspira a esculpirla mediante el arte. El lenguaje artístico acabará con el mundo, pero se mantendrá más allá de los días de su creador. Y eso es una manera de precipitar sobre la vida un hachazo, de cortarle el cuello a la muerte, de dejar fuera de la vida a la mortal sucesión de tiempo que nos acompaña.

sábado, 11 de julio de 2009

El fin del mundo en la mañana.

Monturas de la estulticia, raudos vendavales de la estupidez. El hombre vive, pero no alcanza la vida; piensa, pero no sabe nada; muere aun sin saber qué es la muerte. Por eso la razón es turbadora y desgarrada, somete lo que nos pertenece a los raíles de nuestra pobre inteligencia, una inteligencia aneja a la palabra.
No somos más que una sombra en las cóncavas cuevas de la humanidad.
Una figuración sin silueta que se desconoce, que no necesita saber quién es a pesar de lo que dicen los sabios. Sólo los que han procurado danzar alrededor de su muerte, es decir, celebrar su mortalidad, han sabido arrimarse al qué, al quién que nos someten con la tristura de una inteligencia dada, caduca y finita de antemano.
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Esta mañana sonó el timbre con una fuerza apocalíptica. Sin más meditaciones, me levanté y abrí la puerta: dos señores con corbatas amarillas me esperaban bajo una sonrisa profiláctica. Me dieron los buenos días (sí, era hora para ello, por temprano para un fin de semana), yo les contesté. A continuación, me entregaron un papel en el que se podía leer: “¿Cómo puede usted sobrevivir al fin de este mundo?”. El enunciado estaba situado debajo de una ilustración en la que se veía a un grupo de personas, todas cogidas de la mano, mirando perdidamente al horizonte y buscando una luz. El resto era un cielo tenebroso, con tormentas y delirios, como si un dios menor hubiera querido lanzar un estornudo sobre nuestra miseria.
Agarré el papel sin más miramientos. Lo leí, asentí con la cabeza. Ellos, -sobre todo el señor mayor-, quisieron glosar aún más la pregunta. Me recitaron, casi al unísono, una cita bíblica: “Lo que les digo a ustedes, a todos lo digo: manténgase en alerta”. La repitieron dos veces más al igual que su sonrisa, esa mueca que me resultó procedente de las tinieblas. Al término de este ejercicio vocal, dijeron fríamente: “Marcos, 13:37”.
Les pedí que me esperaran un momento, ya que el tema me parecía interesante. Porque la pregunta, en el fondo, estaba planteada para el encuentro de lo que los religiosos llaman la vida eterna. Y me pareció una circunstancia muy literaria para dejarla escapar, así, por las buenas, sin haberles transmitido al menos cuáles eran mis impresiones y cuáles eran mis fundamentos para saber que jamás sobreviviré a ningún apocalipsis. Entre tanto, M. me avisaba de que ya llevaba un buen rato sin abrir la puerta y de que seguramente estarían esperándome. "No entres en el juego", me decía casi dormida.
Abrí la puerta de nuevo y allí estaban esperando las dos sonrisas mefistofélicas que tanto me desagradaban. Les dije, con educación meridiana, que no tenía tiempo para escucharlos. Mi ausencia de fe es muy sólida, tuve que decirles, y lo tengo muy claro, añadí. Sin embargo, no puedo resistirme a leerles dos pasajes de la Biblia. Abrí el libro, que había rescatado de los estantes, y les leí dos pasajes intentando emular el sonsosnete eclesiástico que me habían brindado. Les dije: "Primero. “En mi edición de la Biblia no aparece la misma traducción. En ningún pasaje de Marcos 13, 37 se dice `Manténgase alerta´. En la mía, que está editada por un filólogo, dice: `Velad´. Así que no es momento de análisis y de discrepancias entre `mantenerse alerta´ y `velad´. Segundo (y esto lo dije con la lanza en la mano, con las orejas enrojecidas, con los colmillos afilados, con el rabo que me sobresalía entre las piernas y con la fáustica manía de la palabra exacta): “Mirad que no os engañe nadie. Vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo: Yo soy, y engañarán a muchos…”, mientras yo seguía embelesado por estas palabras de Marcos 13: 6, M. me agarró del hombro y me avisó de que hacía un buen rato que se habían marchado los señores, sin sonrisa, con las manos vacías.
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Kertész, el 17 de septiembre de 1975: "Dios: cuando echo un vistazo a estas ruinas que tomaba por la creación...". Así, los hombres pueden considerarse habitantes de unas ruinas circulares que sólo albergan lo peor de un creador fracasado. Así pudiera entenderse las nefastas manías de los hombres. Incluso los deterministas habrían alcanzado la razón con aquello de las circunstancias. Si el mundo es una ruina, un despojo, ahora entiendo que los artistas busquen la reconstrucción de la belleza de otro mundo con la religión de la estética.
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Hay preguntas cuyas respuestas están en su enunciado. Si no hay respuesta es imposible crear una pregunta.

viernes, 10 de julio de 2009

Casa de tiempo y silencio.

La escritura es un espectáculo de la imaginación en movimiento perpetuo, en vivo, en proceso, en un regurgitamiento insonoro de la pluma que toma la calidez del negro. La literatura es un secreto revelado, que va minuciosamente apareciendo bajo la linealidad del signo lingüístico. Así creo que el fondo blanco sobre el que se escribe es, ni más ni menos, que la espaciosa anchura de la lengua.

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Coloco en las baldas un libro indispensable para comprender con tino los avatares de los políticos y escritores justo antes de Guerra Civil española. España levanta el puño (Papeles de liar, 2009, del periodista Pablo Suero, es un documento que necesitaba de una reedición. Me detengo en la entrevista que le hace el bueno de Suero a Azaña, a Primo de Rivera o a Indalecio Prieto. Por supuesto, leo con atención los encuentros con los poetas, sobre todo con García Lorca, quien será asesinado meses después. Sin duda, este testimonio se puede tomar como uno de los últimos del poeta granadino.
La prosa de Suero es ágil, pero posee esa cadencia bélica y ese sonsonete de noticia callejera. El documento vale por los personajes y por las declaraciones que ellos vierten poco antes de la Guerra, sin duda, un termómetro muy valioso y preciso para calibrar que el desastre de aquella sublevación no estaba ni en la más calenturienta de las mentes.

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Así se imaginaba J. R. Jiménez su obra: “Casa de tiempo y de silencio”. Pasear por su Obra es un deleite de afectaciones múltiples; tiene uno la sensación de estar bajo el hechizo de un pasillo que es interminable y que se expande más allá del entendimiento, que se ramifica como las escaleras de Piranesi o que se reconcentra como un laberinto inhabitado que se expresa en favor de la estética. Obra, estética del hombre. Porque no deberíamos atender a más razones que a las estéticas. Cauce de cristal, rueca que hilvana los pasos de una sombra.

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Las reflexiones de Kertész sobre Kafka son decididamente deslumbrantes. K, una necesidad sustancial que proviene de la objetivación del artista. Dice Kertész: “después de Kafka, la ficción plantea la exigencia de la plena presencia”. Yo añado que la plena presencia ocurrió con Cervantes y que continuó, con otra forma, en Shakespeare. Así que Kafka hizo en su tiempo lo que descubrieron los genios, por eso la lección de Kafka no es inicial, en mi juicio, es una continuación genial de aquello que Alonso Quijano relató al oído de Hamlet.

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En el índice de tumbas que aparece en el libro de Nooteboom, voy poniendo una marca a lápiz sobre el nombre de aquellas tumbas que ya he visitado junto al escritor neerlandés. ahora me doy cuenta de que ellas parecen, sobre el folio reciclado y vistas desde arriba, un campo santo. Ojeo de nuevo la tabula de nombres. Sin decisión alguna, elijo visitar a Kafka. De ella extraigo dos conclusiones. La primera, su nombre está escrito encima del de su padre. La segunda, una cita de sus Diarios: “¿Queréis hacerme creer que soy irreal?”.

miércoles, 8 de julio de 2009

La sola mudez.

Un texto literario no debe ser una descripción, sino un acontecimiento; no debe ser una explicación, sino tiempo y presencia. Añade Kertész a estas reflexiones sus primeras palabras dedicadas a Himmler quien, según Kertész, cuando miraba por las mirillas de las cámaras de gas en Auschwitz, después de vomitar, interpretaba el imperativo categórico de Kant con este gesto.

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El punto de convergencia de la verdad es la mudez. Y nada como una obra literaria que perturba y descongestiona la sintaxis de una lengua y la conduce a los lugares nunca transitados por la selección de un léxico revivido. Ocurre, en esas exploraciones, que la mudez se confunde con la avalancha verbal, de puro vértigo.

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Al releer algunas de las páginas de este Trópico, ¿dónde está mi cotidianidad, mi vida amparada, dónde? Si tuviera que edificar mi vida a través de estos textos llegaría a la absoluta conclusión de que estoy trabajando con materia ajena, que pertenece a otra vida. Por lo tanto, si escribir derrama lo más intrínseco y verdadero, constante y natural de mi vida, ¿a qué viene a decirse en otra?

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Y estas letras parcas y desabridas, como frutas que posan en una naturaleza muerta, ¿qué designio están nombrando, si a mí no me pertenecen?

martes, 7 de julio de 2009

En las galeras, la fuerza de un hombre es su voluntad; la querencia de persistir a pesar del agotamiento y de la circularidad que sus brazos imprimen a los músculos de la espalda. Ese movimiento equivale a la vida: en ella todo está cerrado desde el comienzo, en ella nada sucede fuera de la luz de la voluntad.
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Diario de una galera es una excepcional cifra de la escritura en carne viva, de aquellas letras que suscriben la fuerza del movimiento a la otredad. Todo intento de escapada de la vida no es más que una derrota y, como leo ahora en una novela inédita, la única manera de renunciar a ella es, precisamente, abandónándola.
Kertész cae en cólera cuando está leyendo un prólogo en Crítica del juicio, de Kant. Yo lo acompaño en su posterior aseveración, porque llevo un tiempo descreído en esos afeites de la democratización de todo. No todos somos iguales ni en esto ni en lo otro, ni aquí ni allí.
En el prólogo, el escribiente deja de manifiesto su desacuerdo con el total de la obra. Y eso Kertész lo toma como una amenaza del totalitarismo: "De eso se trata: quitar al hombre todo cuanto es eterno, inalterable, todo cuánto es ley en él, para luego considerarlo como ellos quieren, como un ser insustancial, entegado al totalitarismo".
Desde esta perspectiva temo, cada vez más, a los políticos. Su condición es la totalizadora, tanto como la religión, tanto como un club de fútbol.


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Puede decirse que soy un lector privilegiado. Y eso sucede por un motivo: estoy leyendo una obra que sólo puedo leer yo. Realmente, alguien más, pero me hacía ilusión escribir eso alguna vez, es decir, eso de ser el lector único de algo. Hace poco, un amigo me pasó un manuscrito de su último trabajo y en ello ando estos días, desentrañando la prosa esculpida de la criatura.
He pensado en escribir el título, relatar su argumento, escribir su lectura o discrepar en algún planteamiento, pero estoy gozando de una oportunidad única, repito, leer sin que nadie más pueda decir algo sobre esas letras. Y pienso ahora que callar es la única manrea de apropiarme de lo ajeno y hacerlo mío. Egoísmos de la lectura, pudiéramos decir.
Esta ciscunstancia me ha llevado a pensar en varios asuntos. ¿Quién es el primer lector de un libro? No creo que el autor pueda considerarse, a priori, el primer lector de un libro, porque ambas categorías se presuponen para que un libro prenda en el cognoscible mundo de la lectura. Aunque también creo en la condición de Jekill y Hyde, de una y otra personalidad o distinta condición en un hombre.

lunes, 6 de julio de 2009

Pelo blanco sobre una tumba negra.

Fue la primera tumba que vi en Montparnasse y todavía la recuerdo con toda la nitidez de los silencios de un cementerio. He pasado dos veces junto a ella y la sobria lápida de mármol negro nunca ha procurado nuestro encuentro. En el frontal de ese mármol mortecino, sólo consta, en letras doradas, su nombre junto a la fecha de aparición y desaparición. Nada más para una mujer de la protesta y de la lucha abigarrada en los valores, -suyos, personales, enjuiciables-, de la literatura honorable.
Recuerda Nooteboom cómo la escritora detestaba la hermenéutica ramplona y condescendiente. Por eso escribió en 1964 Contra la interpretación. Piensa que la crítica son los racimos sobrantes que cuelgan de toda obra y que esa escritura secundaria no hace más que redimir lo leído, traicionarlo, asestarle un golpe bajo.
En este cuaderno llevo mucho tiempo reflexionando sobre la manía de escribir la lectura. Es un tema de ida y vuelta, de reiterada visita. Y llegué, con muchos matices, a la misma conclusión que Susan Sontag. Yo no puedo hacer crítica de la literatura cuando necesito escribirla. Eso mismo apostilla Steiner en muchos de sus libros y, con mucha fiereza, defiende que la mejor crítica literaria es la creación literaria. Qué si no La muerte de Virgilio, de H. Broch, qué si no El Doctor Faustus, de Thomas Mann o qué si no Ulises, de Joyce o La metamorfosis , de Kafka.
Añora uno sobre el mármol negro un mechón desparramado de pelo blanco. Aquel que desvirtuaba la presencia de una melena frondosa en una asimetría bella. Aunque quizás esa austeridad sea una coherente manera de estar en el mundo: sin críticas superfluas, sin palabras sobrantes.

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A veces encuentro en las palabras de otros el resumen más apropiado para acabar una conversación. Con M.J e I. hemos estado hablando sobre muchos temas ya que teníamos pendiente una cita desde hace meses. En uno de esos espacios habitados por nuetra palabras, anduvimos liados entre la opresión del socialhombre y de la individualidad. I y el susodicho defendimos que el desarrollo mayor del hombre se ha producido siempre en la soledad y en el retiro. Recordé El mal de Montano, de Vila-Matas, que es, precisamente, una defensa de esta tesis.
Hoy, leyendo a Kertész, me encuentro en su Diario con una cita de Shopenhauer. A sabiendas de la condescendencia de I. con el filósofo alemán, le traigo a las retinas una palabras que anudan lo dicho: “…no es la historia universal la que tiene un plan y una unidad…, sino la vida del individuo”.

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Nunca me he sentido ridículo por el hecho de escribir. Entiendo a los que no comprenden este ejercicio tanto como a mí mismo. Una vida secreta no tiene que estar encubierta para nuestra conciencia, como tal debe ser juzgada y meditada con la anchura del desasimiento. Sentirse otro, escribir desde las manos de otra persona y pensar como si nunca hubiéramos pensado nada. Así escribo, como si hoy fuera la primera vez que me siento, cojo un libro, leo y termino dando mis coordenadas en el mundo tecleando un texto que poco importa si se entiende o si pierde en el anonimato o en la tumba negra del olvido.

domingo, 5 de julio de 2009

Una pata del escarabajo.

En la literatura la posibilidad de la tragedia es un axioma insoslayable. De ella parte el comportamiento de los personajes, la trayectoria de la trama, el entramado de acciones que depara un universo. Pero ella no significa nada sin un estilo que la conduzca, como una matrona en los diálogos de Platón. El estilo es una desvirtuación de la forma que se ejecuta con plena conciencia y con voluntad. Por eso, cuando un escritor lo encuentra y anida en él con las palabras justas, aparece el milagro trágico de la literatura.
Kértész inició su Diario con una indagación de la falta de humanidad. Esa carencia indica, a su vez, que el destino y la tragedia, tal y como la desnudaron los griegos para el entendimiento, han sido relevadas por la superficie más insignificante que de ningua manera se puede identificar con una época. Porque aceptar eso significa que las épocas nos determinan y el hombre siempre ha tenido la luz del sol.

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Tragicidad, -que debiera incorporarse al diccionario, junto a epicidad, etc.-, es, por tanto, una característica que los escritores debieran incorporar en sus métodos. El estudio del hombre y su destino en la literatura y la dicción silenciosa de la escritura traduciendo al oráculo.

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A finales de mayo, escribe Kertész sobre las formas de defensa ante el determinismo social. Llevo unas semanas reflexionando sobre el asunto, sobre la anulación del sujeto en beneficio de la socialización del individuo y con la posterior pérdida de toda inciativa individual. Quieren hacernos creer que todos hemos nacido para todo. Y esa es la falacia política que nos sobrevuela en la actualidad.
Kertész aplica una descripción de la situación, a saber: “Hay dos formas de defensa: o bien nos transformamos, por voluntad propia como quien dice, en nuestra determinación (el insecto de Kafka) y procuramos asimilar esta determinación con nuestro propio destino, o bien nos rebelamos contra nuestra determinación y nos convertimos en víctimas”.
En una y en otra opción nos aguarda un absurdo que se transforma en realidad. Ninguna de las dos es una solución al determinismo. Pero Kertész se olvida del prodigio de la literatura, una virtud que reside, justamente, en la capacidad de poesis, de creación, con la que nos resbalamos de las garras de la realidad para irnos a otro espacio. Es ese Territorio de la Mancha en que reside la literatura y donde adoptar el determinismo o no es cuestión de método. Sólo la lengua se presta a la doma; y con ella desgarramos todos los oleajes de la realidad, hasta dejarlos al descubierto y encontrarnos con el hombre, allá a lo lejos, en ti mismo, en todos.

sábado, 4 de julio de 2009

El juicio de los moralistas. La belleza y el mundo.


Algunos poetas creen que la poesía debe escribirse para juzgar el mundo. Los grandes escritores no juzgan el mundo, lo crean.


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En julio, Kertész lanza una perorata sobre las direcciones del conocimiento. De ella extraigo la siguiente conclusión: cuando los griegos dieron inico al logos, a las phisis, lo único (qué bárbaro soy) que hicieron fue observar la realidad desde el ser, desde el hombre. Y existe, por tanto, una terruño existencial en que cada uno puedo desarrollar su conocimiento. Creo que el conocimiento es un saber directo sobre nosotros mismos y, por lo tanto, el lugar de encuentro entre la realidad y el ser. Kertész: "Me atrevería calificar de inútil casi todo el saber que no fuera un saber directo sobre nosotoros mismos".


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En los años setenta, Orwell era un autor prohibido. Por este motivo, Kertész introduce una cita de Orwell en su Diario, pero atribuyéndosela a Shakespeare. Algo parecido a lo que hacía Borges en sus cuentos y en sus poemas, esto es, poner en boca de un hombre lo que dijo otro hombre. Ambos demostraron que la verdad es cuestión de método.


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Se acerca el escritor a la pintura. Se ayuda de las indagaciones que realizó Burckhardt sobre Giotto. El erudito vino a decirnos que este tipo de pintores tenían la capacidad de extraer los aspectos más significativos de cada hecho. Y Kertész parte de esta premisa para indagar en esos aspectos del hombre solitario que se escuda en la razón de la soledad para encontrar esa genialidad de la exsitencia que nos aguarda escondida tras la malla de sombra, como una oración sin comas ni puntuaciones. Lo que persigue es demostrarnos lo absurdo de los hechos en sí mismos. La realidad parte de nosotros, con Berkeley, y de ahí se proyecta.



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Si hay una poética de la realidad, su lugar es el hombre.

viernes, 3 de julio de 2009

DIARIO DE LA GALERA, IMRE KERTÉSZ.

Hace poco anotaba algunos fragmentos prodigiosos que Imre Kertész había escrito en Yo, otro (El Acantilado). Desde hace unos días, descansa en la mesa, arropado por la sonrisa del autor, Diario de la galera (El Acantilado, 2004). Comienzo a leerlo esta mañana y comienzan a aparecer las mismas sensaciones que tuve con Pessoa, Jules Renard o mi querido Sándor Márai. Este tipo de libros debo escribirlos, por completo, diariamente. No soy capaz de escribir una reseña, ni siquera de proferir una menuda descripción al lerrlo. Debo escribirlos, debo profesar mi religión: escribir la lectura. Ella es una compendio de creación y crítica.
Con estos autores he aprendido las virtudes de la escritura sin sistema. Una escritura que no da testimonio de una personalidad, sino que se desparrama como una mancha vaporosa que va alcanzando no se sabe qué estadios del ser.

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Diario de la galera está dividido en tres partes. Es una navegación (I. Zarpa. Rumbo a alta mar) que naufraga (II. A la deriva. Entre acantilados y bancos de arena) y que se deja ir por las fuerzas neptúnicas de la vida (III. Suelta. El Timón). Sólo los remos, la escritura, para entendernos, salva la situación. Pero ya es tarde y todo es inútil (Recoge. Los remos). El último tramo es un sucedáneo de la plenitud que los hombres llamamos felicidad (Es feliz). Y quizás, la felicidad consiste en la conciencia de la muerte, donde todo termina y donde todo alcanza un sentido. Ese todo es la vida. Y hasta que no llegue la muerte, no nos aproximaremos a su genio.

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El Diario comienza en la Navidad de 1963. Por esos años, Kertész ya había sufrido su terrible estancia en Auschwitz. No es casual que las primeras líneas declaren: “Hace un año que empecé a escribir una novela”. Para el escritor, la literatura es un bálsamo que alcanza y devora a la vida funcional. A esa vida que hace de los hombres materia alienada. En esas vidas, la cuestión principal es la renuncia a la vida.
Kertész: “¿Qué posibilidades tiene el arte cuando ya no existe el tipo humano (el tipo trágico) al que nunca ha dejado de describir?”. Entiendo, después de un tiempo, la carga de astucia que contiene la pregunta. Porque la literatura está adherida al hombre. Cabría preguntarse si, en estos años del siglo XXI, tenemos un problema de tipo “humano”. Recuerdo a Zweig a Wiesenthal y, ahora a Kertész, anunciando la caída de la cultura europea.
El hombre ha ido perdiendo la sustancia de lo humano. Esa es la tesis y estoy totalmente de acuerdo con ello. En esa pérdida, motivada por cuestiones políticas y sociales, la orden es la siguiente: ocúpate de todos los problemas de la vida, salvo del problema de la vida. En ese despiste consciente, reside la vacuidad de la obra artística contemporánea. Así se entiende mejor esa llanura inmensa en el mundo de la literatura.

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Y hemos de admitir con Kertész: “Ningún arte es capaz ya de mostrar la vida como un sistema de relaciones lógicas”. Así pues, partiendo de esa ilógica secuencia del arte, la vida debe tomar los remos y dirigirse al mar abierto, donde las aguas son claras, donde el sol nunca reposa, donde el firmamento es atravesado por el vuelo de un pájaro, que es el silencio, donde quizás nos encontramos con la última estación, en el otro costado, deseantes de felicidad.

jueves, 2 de julio de 2009

Lo libros que han llegado en la mañana.

A veces, en una confesión termina uno por comprender los móviles de la realidad que lo ha llevado a actuar de una manera y no de otra. Queda todo, tras la confesión, más claro y con la predisposición necesaria para aplicar un razonamiento, si lo hay y es necesario y lícito. Por eso me apetece hoy hablarles de los libros que han llegado esta mañana.
Me invade un notable regocijo siempre que voy a recoger un pedido de libros a las oficinas de Correos. Desde hace algunos años, he comprado muchísimos libros a través de Internet. Todavía sostengo la creencia de que no es lo mismo buscar un libro por una librería y por otra, que tenerlo en un momento en una pantalla de ordenador. No diré nada sobre los que sí creen en la igualdad de la lectura, pero tengo claro que la lectura en sí guarda unos mecanismos milenarios que circunscriben la acción de leer.
Estos libros vienen envueltos en retales de cartones y periódicos trasnochados y no es infrecuente encontrarse un recorte de prensa, una reseña del momento o una postal enredados entre las páginas amarillentas de estos libros de lance.
Como los pedidos tardan en llegar un par de semanas, cuando sucede por correo ordinario, casi no recuerdo los libros que compré. Por este motivo, abrir un paquete es un festín, una alegoría, en tiempos modernos, del desflore apasionado. Lo abro y lo primero que leo es el título de un libro de Ramón Pérez de Ayala, Divagaciones literarias, en Biblioteca Nueva, del año 58. Es una primera edición y esas ediciones encierran un alumbramiento que aún se mantiene.
En la pila de libros aparece La vida nueva de Pedrito Andía, de Sánchez-Mazas, Editorial Planeta, 1962. Lo que resulta más curioso es que el librero, -viejo amigo, por lo demás-, ha sufrido una suerte de afasia, ay,... en la factura ha escrito "La vida nueva de Shanti Andía, Pío Baroja". Así que no tengo más que esbozar una sonrisa condescendiente y cómplice.

Justo después me encuentro con una especie en extinción, un libro raro, descatalogado y al que he perseguido por un tiempo. Madrid, Carranza 20, de Julián Zugazagoitia, Editorial Ayuso, Biblioteca silenciada, 1979. Zugazagoitia fue político y escrtior vasco. Ministro de la Gobernación en el primer gabinete de Negrín,; tuvo que exiliarse a París tras la Guerra Civil española. En París fue perseguido por la Gestapo y llevado a Madrid, al cementerio del Este. Allí fue fusilado el 9 de noviembre de 1940. Este libro es una colección de estampas de aquellos años de obuses y crueldades.

Otro libro que asoma despistado es García Lorca, asesinado: toda la verdad, de José Luis Vila-San Juan, Planeta, 1975. Este es un libro que necesitaba como complemento a los de Gibson, quien no deja de citarlo frecuentemente. Obviamente, muchos datos han quedado trasnochados y matizados por trabajos posteriores, pero con mucho es un libro esclarecedor por momentos.

A pesar de la actual reedición, compre El laberinto español. Antecedentes sociales y políticos de la guerra civil, de Gerald Brenan, en la mítica editorial Ruedo Ibérico, 1977. Si hay un análisis que aguanta el paso del tiempo desde la equidad y la imparcialidad sobre la situación previa social y política, es este. Lo he colocado, y aún no lo entiendo, junto a su Historia de la Literatura española, en Crítica, y a su estudio sobre san Juan de la Cruz.

Un libro de Rosa Chacel, desconocido por completo para mí, titulado La confesión, Edhasa, 1971. Leo el prólogo para intentar penetrar en él con cautela, y Chacel explica que el libro es una respuesta a una pregunta de Ortega: ¿Por qué escasean las memorias, y más las confesiones, en la literatura española? El libro es una respuesta que toma como puntos de partida las obra de san Agustín, Rousseau y Kierkegaard y se impulsa con ellos para llegar al análisis de Cervantes, Galdós y Unamuno.

Los tres últimos pertenecen a la literatura hispanoamericana. El primero de ellos no tiene nada de especial. Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal, en la excelente edición de la colección Archivos. Y, termino, con dos libros que sí son una delicia y un acontecimiento para esta biblioteca. Dos primeras ediciones, Op Oloop y ¡Estafen!, de mi admirado argentino Juan Filloy, Paidós, 1968. Op Oloop incluye una nota incial sobre Juan Filloy escrita por Bernardo Verbitsky y, en ella, aparecen noticas que hasta ahora no había tenido en cuenta para comprender mejor a este genial argentino de prosa inimitable.

miércoles, 1 de julio de 2009

A diferencia de otros sistemas, la escritura no presupone un efecto concreto sobre el lector. No es una partida de ajedrez en la que el movimiento está condicionado por la presencia del otro. Escribir es edificar un tablero en que las reglas se van configurando a medida que avanzan las palabras, en que el sistema de posibles movimientos es tan variado como los lectores que se precipiten sobre él.
La crítica no es más que una posible fuente de descripción del tablero de juego, en ningún caso debe prejuzgar, sólo en aquellos casos en los que el tablero esté modelado con falsas materias literarias. Y en ese caso el tufo es insoportable y se delata a sí mismo. Por eso un crítico o un lector o un escritor metido a crítico debe denunciar estas invasiones de lo putrefacto en la materia literaria.

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Alguien insinúa que, en un diario o cuaderno de notas o bitácora, no se puede escribir más diez o quince líneas diarias. Hablan de sus propiedades como si la cosa estuviera definida desde hace siglos, como si estuviésemos observando un formato embalsamado. Nada más lejos. Si hay algo claro sobre estas nuevas tendencias en la comunicación (literaria sería demasiado para algunas páginas electrónicas) es que está en evolución. Y, por tanto, hay que dejar que transcurra como sea. ¿Diez o quince líneas? Ni siquiera, al escribir, había caído en la cuenta. ¿Desde cuándo la cantidad es un baremo de la calidad literaria? Cada escritor, si lo es, tendrá que escribir lo que crea necesario para crear su obra.
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Creo que cada uno va caminando con su monólogo interior, que cada cual solapa a sus pasos el ritmo binario de unas reflexiones, aunque sean estas nimias e insignificantes. En muchas ocasiones, describen a Baroja como un huraño paseante por las calles del Barrio de las Letras madrileño, mientras va metido entre su boina y sus pensamientos. El propio Baroja dice que, en alguna ocasión, no quiso saludar a Azorín porque tenía por seguro que Azorín iba tan metido en su monólogo que prefierió dejarlo entreverado en sus asuntos.
Hoy, en la librería, he observado cómo esos monólogos se convirtien en diálogos. Y he visto a Azorín leyendo su libro, con su boina y sus pensamientos recatados de castellano viejo. Como tal situación, me he creído Baroja y la mala leche se me ha subido por la venas así como unas barbas blancas com,enzaron a crecer sin recato por mis morenas mejillas.
Sostenía un libro y leía, con entusiasmo, algunas de sus páginas. Se detuvo en una de ellas como un inspector que acaba de llegar al lugar del crimen. Me acerqué. El señor, al verme de cerca, me dijo, ¿conoce usted a este escritor? No, no lo conozco, le contesté, pensando que eso le hubiera dicho Baroja a Azorín.
Cuando el señor dejó el libro en el estante y me cercioré de que se había marchado, compré el libro. Al llegar a casa y al abrir el libro, aún asomaban los pensamientos de aquel señor entre la celulosa. Un diálogo contemplado en la armonía de un monólogo.