martes, 7 de julio de 2009

En las galeras, la fuerza de un hombre es su voluntad; la querencia de persistir a pesar del agotamiento y de la circularidad que sus brazos imprimen a los músculos de la espalda. Ese movimiento equivale a la vida: en ella todo está cerrado desde el comienzo, en ella nada sucede fuera de la luz de la voluntad.
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Diario de una galera es una excepcional cifra de la escritura en carne viva, de aquellas letras que suscriben la fuerza del movimiento a la otredad. Todo intento de escapada de la vida no es más que una derrota y, como leo ahora en una novela inédita, la única manera de renunciar a ella es, precisamente, abandónándola.
Kertész cae en cólera cuando está leyendo un prólogo en Crítica del juicio, de Kant. Yo lo acompaño en su posterior aseveración, porque llevo un tiempo descreído en esos afeites de la democratización de todo. No todos somos iguales ni en esto ni en lo otro, ni aquí ni allí.
En el prólogo, el escribiente deja de manifiesto su desacuerdo con el total de la obra. Y eso Kertész lo toma como una amenaza del totalitarismo: "De eso se trata: quitar al hombre todo cuanto es eterno, inalterable, todo cuánto es ley en él, para luego considerarlo como ellos quieren, como un ser insustancial, entegado al totalitarismo".
Desde esta perspectiva temo, cada vez más, a los políticos. Su condición es la totalizadora, tanto como la religión, tanto como un club de fútbol.


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Puede decirse que soy un lector privilegiado. Y eso sucede por un motivo: estoy leyendo una obra que sólo puedo leer yo. Realmente, alguien más, pero me hacía ilusión escribir eso alguna vez, es decir, eso de ser el lector único de algo. Hace poco, un amigo me pasó un manuscrito de su último trabajo y en ello ando estos días, desentrañando la prosa esculpida de la criatura.
He pensado en escribir el título, relatar su argumento, escribir su lectura o discrepar en algún planteamiento, pero estoy gozando de una oportunidad única, repito, leer sin que nadie más pueda decir algo sobre esas letras. Y pienso ahora que callar es la única manrea de apropiarme de lo ajeno y hacerlo mío. Egoísmos de la lectura, pudiéramos decir.
Esta ciscunstancia me ha llevado a pensar en varios asuntos. ¿Quién es el primer lector de un libro? No creo que el autor pueda considerarse, a priori, el primer lector de un libro, porque ambas categorías se presuponen para que un libro prenda en el cognoscible mundo de la lectura. Aunque también creo en la condición de Jekill y Hyde, de una y otra personalidad o distinta condición en un hombre.

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