miércoles, 30 de septiembre de 2009

La posibilidad de no haber sido.

No seré yo quien se baste a sí mismo. No seré yo quien reduzca esta persona que escribe a una colección de cotidianas estampas. Seré, más bien, una confesión, el trasiego que ocupa un lugar, el lugar, entre la vida y la escritura. Tú eres alguien que, dentro de ti, traza el silencio y el infinito. El hombre es la síntesis de la posibilidad de no haber sido, aun siendo.

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Quizás para entendernos tendríamos que advertir que sólo somos nuestro límite. Un límite colinda entre la espesura de la sustancia y la nadería del abismo. El límite es zona fronteriza, cuajo de sinrazones, adelantada contradicción. ¿Y qué, en tal caso, somos? Cioran: “ser es ser tu propio límite”, y en él nos conjugamos con la vida. Aunque esta ilusa sentencia no se achica y contrae ante tamaña afirmación: “¿Qué soy sino una ocasión en medio de las infinitas probabilidades de no haber sido?".
En esa liminaridad, la música es dadora de realidades incandescentes que brillan y acaloran, pero que despojan del alma.

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Esta tarde he podido ver de nuevo el vídeo en que Glen Gould interpreta las Variaciones Goldberg. La actuación hay que verla porque Gould aspiraba a convertirse en la música misma y pensaba que había que eliminar el piano, la barrera material, entre la partitura y su interpretación. Algo parecido a la prosa de Thomas Bernhard, una sucesión, un bucle de insinuadas cadencias que penetran hasta esa zona desprovista de asideros, pero que desprende placer, el placer de leer conmovido por la palabra en su más limitado lugar.
En esa grabación ocurre que Gould parece tararear las notas al tiempo que las acomete. Ese tarareo, unido a su encorvada posición sobre una silla con porte casero, hacen de la interpretación una peculiar manera de arrastrar la inmensidad de la música. Esta tarde, al escuchar las Variaciones en manos de Gould, he sentido cómo esos versos de Rilke que exaltan a la música han tomado cuerpo. Dice Rilke: “Si yo supiese, ay, para quién sueno/ podría murmurar siempre como lo hace el arroyo”. Gould murmuraba como el arroyo ante esa partitura y por eso no dejó de interpretarla nunca; sus manos eran manantiales claros, líquidos, sucesión de fábula de fuentes.

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