sábado, 20 de septiembre de 2014

EL otro cuaderno muestra un retrato de Castiglione realizado por Rafael en 1519. Siempre me fascinó ese retrato: las manos recogidas en una secuencia semiespiritual y carnal al tiempo, la vestimenta y la paleta de grises y blancos en la escena, la barba más modernista que cualquier modernismo, casi sugerida, la pose serena, sostenida del personaje y, sobre todo, la mirada de lapislázuli del individuo. Toda la figura resume un espíritu y, eso mismo, en la pintura, es una virtud innegable. 
Más allá de la admiración casi religiosa por Sanzio, al comprobar que el cuaderno quedaba ilustrado por ese retrato, no pude más que comprarlo. Estuve un tiempo considerable delante del cuadro, solo, injustamente solo, pues ningún turista prestaba atención ni a la importancia de Castiglione, ni a la pintura en sí. 
Destaca el blanco de su camisola en el entorno grisáceo que la rodea. Por sobre todo, la contenida y nítida mirada estoica: las pasiones quedan sumidas en una serenidad que el cuadro transmite. Esta pintura comunica el entendimiento de una idea de la realidad, la de la armonía y la contemplación.

Cuando me encontraba en el Louvre contemplando el cuadro me senté a escribir. Lo hice en el Cuaderno del caminante y en él dejé algunas anotaciones. Sin embargo, comencé a leer lo que de antiguo estaba entre las páginas del cuaderno. Hay en ellas unas palabras de Paul Valèry, a saber: "Nuestro propio espíritu, nuestra -conciencia, nuestra memoria, nuestra- vida no son más que una probabilidad, a cada instante". 

Quizás la pintura forma parte de esa galería de actos que conforman la consciencia. La entelequia de estar vivos, de ser vivos, resulta una especulación constante con lo vivido. En esos reflejos, las lecturas, la pintura, la música, las artes todas tienen un lugar de privilegio pues no solo ocupan ese espacio imaginario, sino que lo conforma y establece sus dimensiones y sus mecanismos. Vivir en el arte es entregarse a los actos del arte.