jueves, 25 de febrero de 2010

Mueble antiguo.

Lo que ofrece un diario es el concepto de ajenidad, es decir, ofrece una corriente alterna a la vida de uno en público. Hoy, por ejemplo, estoy exultante y pendenciero, completamente cómico, a pesar de la insistencia del gris acuoso. Sin embargo, el diario se encarga de estacionar las alegrías momentáneas en su equilibrio.
Algo parecido sucede con el libro de poemas que acaban de publicarme, El huerto deseado. Ayer me lo entregó J.S.M con todo el afecto y la atención posibles, (inimaginables para mí). Los recogí, husmeé por sus páginas, olí la tierra húmeda del huerto, incluso mordisqueé por algunos de sus frutos y me deleité con la exquisita edición: el papel, la letra, todo. Al poco de esta exaltación y después de quedarme aturdido, comprendí que estaba leyendo el libro de otro. Para entonces, estaba escribiendo en el diario.
Me dieron el libro de otro en mis manos, el libro que debo leer como si hubiera sido yo el que lo ha escrito; el de ahora, el que confiesa sus tribulaciones vitales y literarias a cada momento, el que estaba siendo hipnotizado por la prosa de Bernhard, el que había comprado unos libros de Hölderlin, de Coleridge o de Popper, el mismo que nunca tuvo conciencia de estar escribiendo un libro de poemas. Ese sujeto onírico, que sólo es una fantasmagoría, un holograma del que poco puedo explicar. Y del que poco puedo vivir.

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Desde hace unos días leo a Eugenio Montale.
Poseo una fotografía en una calle de Milán dedicada al poeta. La realizó M.C. en una tarde muy calurosa de agosto, cuando volvíamos de dar un paseo por la fortaleza antigua. En ella aparezco ennegrecido por el sol y con el brillo que ofrece la piel en una tarde de agosto. Además, con una pátina muy evidente de ignorancia, pues no había leído con solvencia al poeta italiano, al gran poeta que es Montale y ese desconocimiento lo percibo en mi rostro, en la mirada.
Todavía recuerdo ese paseo y la calle y las obras que estaban realizándose en ellas. De la misma forma que, un poco más adelante, nos tropezamos con la calle en honor a Leopardi.
Es ahora, meses después, cuando establezco las conexiones entre estos dos poetas admirados más allá de esa coincidencia callejera. Ahora cuando leo, en una tarde invierno cerrada por la lluvia, con la luz de estos poetas.
He vuelto a mirar la fotografía. Mi rostro es otro porque otros son los ojos que la contemplan.

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Hoy ha llegado a casa un escritorio del siglo XIX. Lo compramos por el colorido, por la madera, por sus hechuras antiguas. Es un escritorio portugués, de la época colonial. Y ya me he visto emborronando papeles y notas, leyendo sobre su madera de teca y abriendo los cajones con los tiradores originales. ¿Influirá un escritorio en la escritura o en la lectura? Después de comprobar in situ el de Lezama Lima y de leer Paradiso, no lo tengo tan claro. De cualquier forma, si la escritura llega a contener el tiempo como lo hace el escritorio, es decir, mostrando su paso, pero manteniéndose entero, será mucho lo logrado. A lo mejor, ahí está la enseñanza de estos escritorios y estos muebles antiguos. La permanencia de una identidad a pesar del deterioro y de las mejoras posibles.

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