FINALMENTE, cuando desperté, todavía seguía allí, a pesar de haber leído Los tres últimos días de Fernando Pessoa, de Tabucchi. Estuve allí y comprobé cómo Pessoa se afeitaba antes de ir al hospital y cómo el médico, el señor Manacés, le recomendaba su ingreso urgentemente –la cirrosis hepática lo tenía maltrecho.
Mientras íbamos en el coche el doctor, Pessoa y yo, Pessoa nos deleitó con varias reflexiones. Pasamos por un jardín en que Fernando había amado por primera y última vez a una mujer, Ophélia Queiroz, por el lugar en que se intercambiaron besos y promesas de amor infinito: “Pero mi vida ha sido más fuerte que yo y que mi amor, musitó Pessoa, perdóname, Ophélia, pero yo debía escribir, debía sólo escribir, no podía hacer otra cosa, y ahora todo ha concluido”.
Recuerdo que el médico desnudó a Pessoa, le preguntó que le ocurría (“tengo un dolor en el hígado”), empezó la revisión palpándole el cuerpo y terminó con preguntas sobre sus males (“desde esta tarde, fuertes dolores y un vómito verde”). El médico dictó la sentencia que ya sabíamos, cirrosis hepática.
A partir del momento en que Pessoa ocupó su habitación, una cama de hierro, un armario blanco y una pequeña mesa, se metió en su cama, encendió la luz de la mesilla de noche y comenzó a recibir varias visitas; visitas que venían a despedirse de ellos mismos, que venían a comprobar que la fuerza centrífuga que los aunaba moriría en poco tiempo.
El primero en llegar fue Álvaro de Campos. “Por qué has venido?”, preguntó Pessoa, “Porque si vas a marcharte hay algunas cosas de las que tenemos que hablar”, contestó Álvaro. Pessoa le reprochó que fuera él quién lo apartó de Ophélia. Campos comenzó a fumar con el consentimiento de Pessoa. “Sabes, Fernando, dijo de Campos, siento nostalgia de cuando era un poeta decadente…era un estúpido, ironizaba sobre la vida, no sabía gozar la vida que me había sido concedida”. “¿Y después?”, preguntó Pessoa. “Después empecé a descifrar la realidad, como si la realidad fuera descifrable, y llegó la desazón. Y con la desazón, el nihilismo, después ya no he creído en nada, ni siquiera en mí mismo. Y aquí estoy, en la cabecera de tu cama…”. Álvaro de Campos prosiguió confesando sus intimidades hasta que estimó oportuno marcharse, “vendrán los otros, lo sé”.
En la misma noche, poco más tarde, apareció el maestro, Alberto Caeiro, vestido con una chaqueta de pana con el cuello de piel. Este encuentro fue más breve. “Cuando a usted le despertaba durante las noches un maestro desconocido que le dictaba sus versos, que le hablaba del alma, pues bien, ha de saber que ese maestro era yo, era yo quien se ponía en contacto con usted desde el Más Allá”. Tuve que contener mi sorpresa para que mi presencia allí no lo desconcentrara, era testigo de cómo el maestro de Pessoa se confesaba como tal; eso era un momento prodigioso y triste al mismo tiempo.
A la noche siguiente, el veintinueve de noviembre de 1935, Fernando Pessoa oyó que llamaban a la puerta y comprobó que era Ricardo Reis quien la golpeaba. Volvía de su Brasil imaginario y Pessoa no lo reconoció, “hace tantos años que no nos vemos”. Reis le habló de los quesos de Azeitâo, de la casa de campo en la que vivía, y sobre todo, de la vida de estoico que había decidido llevar. “He vivido una vida de estoico, aunque fuera en Azeitâo”, dijo Reis. “La vida de estoico puede vivirse en cualquier parte”, repuso Pessoa. El último tema que abordaron fue el de los apócrifos. Lo recuerdo bien, tanto que soy capaz de reproducir las palabras que siguen: “los apócrifos no dañan a la poesía, y mi obra es tan vasta que puede incluso tolerar los apócrifos”.
Cuando Reis se hubo marchado, la habitación se quedó sin visitas por unas horas hasta que alguien entró sigilosamente. Era Bernardo Soares con una bandeja en las manos y sin gafas. Los dos hablaron incansablemente, sin quejumbrosas lamentaciones, del Libro del desasoiego. Ambos se sentían muy satisfechos de aquel libro.
La última noche, el treinta de noviembre de 1935, Pesoa recibió la visita de Antonio Mora. Se había escapado de una clínica en la que estaba ingresado por una psiconeurosis intercurrente. Mora fue muy directo, a sabiendas de los pocos minutos de vida que le quedaban a Pessoa, y habló todo el rato sobre El retorno de los dioses, el libro inédito de Mora. Éste lanzaba teorías panteístas sobre la transmigración de las almas y sobre el orden de la naturaleza. Citaba a Lucrecio constantemente.
Las últimas palabras de Pessoa me las reservo, jamás se las contaré a nadie, a pesar de que Tabucchi intente reproducirlas, con algo de suerte, en un libro que se titula Las tres últimas noches de Fernando Pessoa (Anagrama) y que recomiendo para que se hagan una idea de la ilimitada capacidad de la literatura para llevarnos hasta las sábanas de un poeta que murió pero cuya obra jamás perecerá, por imposible.
Mientras íbamos en el coche el doctor, Pessoa y yo, Pessoa nos deleitó con varias reflexiones. Pasamos por un jardín en que Fernando había amado por primera y última vez a una mujer, Ophélia Queiroz, por el lugar en que se intercambiaron besos y promesas de amor infinito: “Pero mi vida ha sido más fuerte que yo y que mi amor, musitó Pessoa, perdóname, Ophélia, pero yo debía escribir, debía sólo escribir, no podía hacer otra cosa, y ahora todo ha concluido”.
Recuerdo que el médico desnudó a Pessoa, le preguntó que le ocurría (“tengo un dolor en el hígado”), empezó la revisión palpándole el cuerpo y terminó con preguntas sobre sus males (“desde esta tarde, fuertes dolores y un vómito verde”). El médico dictó la sentencia que ya sabíamos, cirrosis hepática.
A partir del momento en que Pessoa ocupó su habitación, una cama de hierro, un armario blanco y una pequeña mesa, se metió en su cama, encendió la luz de la mesilla de noche y comenzó a recibir varias visitas; visitas que venían a despedirse de ellos mismos, que venían a comprobar que la fuerza centrífuga que los aunaba moriría en poco tiempo.
El primero en llegar fue Álvaro de Campos. “Por qué has venido?”, preguntó Pessoa, “Porque si vas a marcharte hay algunas cosas de las que tenemos que hablar”, contestó Álvaro. Pessoa le reprochó que fuera él quién lo apartó de Ophélia. Campos comenzó a fumar con el consentimiento de Pessoa. “Sabes, Fernando, dijo de Campos, siento nostalgia de cuando era un poeta decadente…era un estúpido, ironizaba sobre la vida, no sabía gozar la vida que me había sido concedida”. “¿Y después?”, preguntó Pessoa. “Después empecé a descifrar la realidad, como si la realidad fuera descifrable, y llegó la desazón. Y con la desazón, el nihilismo, después ya no he creído en nada, ni siquiera en mí mismo. Y aquí estoy, en la cabecera de tu cama…”. Álvaro de Campos prosiguió confesando sus intimidades hasta que estimó oportuno marcharse, “vendrán los otros, lo sé”.
En la misma noche, poco más tarde, apareció el maestro, Alberto Caeiro, vestido con una chaqueta de pana con el cuello de piel. Este encuentro fue más breve. “Cuando a usted le despertaba durante las noches un maestro desconocido que le dictaba sus versos, que le hablaba del alma, pues bien, ha de saber que ese maestro era yo, era yo quien se ponía en contacto con usted desde el Más Allá”. Tuve que contener mi sorpresa para que mi presencia allí no lo desconcentrara, era testigo de cómo el maestro de Pessoa se confesaba como tal; eso era un momento prodigioso y triste al mismo tiempo.
A la noche siguiente, el veintinueve de noviembre de 1935, Fernando Pessoa oyó que llamaban a la puerta y comprobó que era Ricardo Reis quien la golpeaba. Volvía de su Brasil imaginario y Pessoa no lo reconoció, “hace tantos años que no nos vemos”. Reis le habló de los quesos de Azeitâo, de la casa de campo en la que vivía, y sobre todo, de la vida de estoico que había decidido llevar. “He vivido una vida de estoico, aunque fuera en Azeitâo”, dijo Reis. “La vida de estoico puede vivirse en cualquier parte”, repuso Pessoa. El último tema que abordaron fue el de los apócrifos. Lo recuerdo bien, tanto que soy capaz de reproducir las palabras que siguen: “los apócrifos no dañan a la poesía, y mi obra es tan vasta que puede incluso tolerar los apócrifos”.
Cuando Reis se hubo marchado, la habitación se quedó sin visitas por unas horas hasta que alguien entró sigilosamente. Era Bernardo Soares con una bandeja en las manos y sin gafas. Los dos hablaron incansablemente, sin quejumbrosas lamentaciones, del Libro del desasoiego. Ambos se sentían muy satisfechos de aquel libro.
La última noche, el treinta de noviembre de 1935, Pesoa recibió la visita de Antonio Mora. Se había escapado de una clínica en la que estaba ingresado por una psiconeurosis intercurrente. Mora fue muy directo, a sabiendas de los pocos minutos de vida que le quedaban a Pessoa, y habló todo el rato sobre El retorno de los dioses, el libro inédito de Mora. Éste lanzaba teorías panteístas sobre la transmigración de las almas y sobre el orden de la naturaleza. Citaba a Lucrecio constantemente.
Las últimas palabras de Pessoa me las reservo, jamás se las contaré a nadie, a pesar de que Tabucchi intente reproducirlas, con algo de suerte, en un libro que se titula Las tres últimas noches de Fernando Pessoa (Anagrama) y que recomiendo para que se hagan una idea de la ilimitada capacidad de la literatura para llevarnos hasta las sábanas de un poeta que murió pero cuya obra jamás perecerá, por imposible.
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