AL RASTRO, hace ya más de veinte años que vamos al rastro y que lo visitamos por primera vez en Madrid. Aún sigue uno esperando la gema mágica en uno de los cajones dispersos por el suelo o quizás el volumen arramblado sobre una tabla que funcione a modo de mesa o tenderete de marionetas. Toda mirada sobre lo que acontece en el rastro pertenece a la melanoclía.
El chamarilero posee unos ojos trocales, vivos de sentir el contacto con el gentío. Los habrá que no sepan que tienen entre manos y los que con disimulo quieran sentir que engañan ellos mismos al vendedor ajeno a su joya.
El rastro es el deseo del encuentro: una primera edición de un volumen descatalagado, de un libro singular, de personal trascendencia. Para ello comienza uno a espigar con la mirada aquí y allí por los montones de libros como una suerte de espeleólogo a lo Juan Ramón; en su imaginario se proyecta uno agarrando un libro que lleva años sin que nadie lo haya abierto, hojeado, oxigenado literalmente, que lo haya fecundado con su mirada, que lo haya manoseado, que lo haya invadido como lector. Es la experiencia lectora la que detona en la mirada la carga del símbolo, la trascendencia del objeto, lo que hace que el lector dance con el libro es el beneplácito de la memoria, la experiencia individual.
El caminante, que es lector, desea atesorar, -ya por siempre, para sí, en uno solo-, el libro como vida. la lectura en cada uno se amontona en la memoria como un suceder de existencias que acavan con la muerte propia del lector.
Porque los libros no tienen dueños o sí, centinelas momentáneos que los resguarden de un infructuoso existir sin decir nada a nadie. El libro despojado de lector es sólo en la robustez de su cubierta, en el deslomo de sus páginas descabaladas por el amarillento sarro del tiempo.