jueves, 12 de enero de 2012


NO sé si un espejo en el camino, pero el cuaderno debe estar abierto siempre para que la imagen especular de uno mismo se figure en la blancura de los márgenes. El  “Cuaderno del caminante”, con sus relucientes tapas rojas, asoma el lomo por entre los libros de Virgilio y de Bocaccio. Allí, retenido, me pregunto qué recogerá de esta vida que pasa y se posa, cada vez más, en lo minúsculo.

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UN sosiego desasosegante. Una parsimonia de trote vivo. Quietud y ensimismamiento. La vida y la muerte consonantes en los ojos, la lágrima furtiva de una plaza abandonada en que resuenan los ecos y las voces y los sueños que quisieron traducirnos.
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CONTEMPLO, por unos momentos, el cesto de frutas que hemos colocado en el centro de la mesa: naranjas, limas, uvas, limones, plátanos, mangos, mandarinas, manzanas y una piña. La piña parece un trofeo de hojalata y su cresta, verdeante, corona el cesto con su contorno de mandorla.
El silencio cítrico me agrada y me ayuda a penetrar en la figuración de estos cuerpos redondeados. De pronto, comienzo a recordar los paseos por el Museo del Prado y a poner la memoria en algunas de las naturalezas muertas que allí se exponen. El recuerdo comienza a brotar del misterio y los versos de Darío se solapan a esta imagen viva ante mis ojos. Lilas, amarilláceas sombras sobre el cristal fundido del tiempo.