domingo, 26 de agosto de 2012

SER lector consiste en ir tomando consciencia de que la lectura no es un proceso gradual con respecto del tiempo y el espacio. El lector, siempre que comienza a leer, lo hace desde el origen que propone el libro de marras.
Las palabras constituyen un paradigma de referencias que mucho ha cambiado desde el comienzo de la cultura griega. Me remonto a esta sociedad porque fue ella, quiero decir metonímicamente, sus ciudadanos más ilustres, los que resemantizaron el mundo. Hoy tomamos los textos de los presocráticos, los Diálogos de Platón o cualquiera de las obras de Aristóteles y leemos en ellas "física", leemos "materia" o leemos "alma", incluso en términos originales en griego, y, con avidez, los asimilamos a nuestra realidad, a la interpretación sincrónica.
Este proceso de lectura es uno de los mayores errores a los que estamos expuestos los lectores; leemos sucesivamente, con demasiadas convecciones, siempre ayudados por los resortes de otras lecturas. Eso no es suficiente, pues las palabras fértiles ensanchan el mundo y nosostros debemos ensancharnos con ella. En este sentido, el escritor genial es el que convierte en natural lo extraordinario, en evidencia lo superlativo, en clara armonía el caos conceptual; tanto así el lector genial que es quien así lo asiste a lo natural, armónico y evidente.  

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EN demasiadas ocasiones escucha uno con atención los comentarios de algunos poetas sobre otros poetas. En sus palabras suelen dejar a las claras alguna impresión de las lecturas de otros poetas. En esas impresiones, casi siempre hay un renglón dedicado a la falta de una sílaba en un verso o a la sinalefa forzada en otro, a la sílaba de más que se escapa en un cuarteto, por ejemplo. Lo hacen demostrando al prójimo su valía como cazador de errores. Así lo cree el memo que enseña su pieza de caza al público. Me los imagino leyendo con un silabeo de niño que aprende sus primeras sílabas; "be-lle-za", "ar-mo-ní-a", sin comprender nada de nada. Es así como los libros verdaderos se les pasa desapercibidos, pues afuerza del recuento se hacen sordos a la música del ser.
 
Nunca he escuchado a otro poeta argumentar que el recuento o, en mejor decir, la escansión de versos es un procedimiento de la métrica que necesita siempre de la armonía musical que ampara el enunciado. Solo lo he leído abiertamente en algunos libros de Tomás Navarro Tomás y algún que otro crítico que de él las ha tomado. Puede que un endecasílabo presente un acento anti o extrarítmico según la tradición y las convenciones históricas, pero al mismo tiempo puede ocurrir que el verso "suene" prodigiosamente a los labios. Lo que resulta insoportable y medicore  es justamente lo contrario -y esto es más frecuente de lo que debiera-; aquellos poetas que suman con sus deditos con tanta justeza y con tanta exactitud que cuando sus versos comienzan a sonar les resulta una matraca inaguantable. Están haciendo matemáticas con organismos yermos y putrefactos, pues a poco que uno los remueve desprenden un aroma soporífero y oxidado.