sábado, 17 de noviembre de 2012

ESTOY en la torre, con Montaigne, grabando en el techo con un punzón algunas sentencias en latín. Michel me advierte de la dureza de la madera, de la fuerza que tenemos que ejercer para grabarla, "la misma fuerza con la que hay que aprehenderla en la cabeza", me dice muy serio, mientras observa el vuelo de un pájaro por la ventana. 

Cuando termina su pequeña sentencia, con la que sigue en silencio durante algunos minutos, le recuerdo su capítulo dedicado a lo verdadero y lo falso desde la locura y la inteligencia. Es entonces cuando le consigno que algunos poetas creen que la poesía debe cantar lo que tenemos delante de los ojos, que la poesía y las artes, en general, no deben acudir a esa intuición de lo esencial, de lo que los griegos o los renacentistas buscaban en la realidad reflectante del gran arquitecto. 

Merodea el maestro Montaigne por el recinto, se pasa las manos a la espalda, las une. Lanza un pequeña patada al aire, sonríe, me mira. En ese instante saco el volumen con sus Ensayos y le leo en voz alta: "la razón me ha enseñado que condenar tan resueltamente algo como falso e imposible es arrogarse el privilegio de tener en la cabeza las lindes y los límites de la voluntad de Dios y del poder de la naturaleza; y no hay mayor locura en el mundo que reducir la medida de nuestra capacidad e inteligencia". Cuando acabo de leerlas, me pregunta, "¿quién a escrito esas reflexiones?".


Montaigne vuelve a su asiento. Desde allí me da la espalda. No me queda más que escribir en el cuaderno con una caligrafía menuda y turbada por la escena: "El hombre explora los límites y apenas tendrá consciencia de ello; será un estar fugitivo, meramente testimonial de su presencia. Solo algunos logran, con la mesura del espeleólogo y del arqueólogo, rescatar de su memoria ese conocimiento. Cuando esta acción se ha producido en un hombre, estamos ante un momento estelar, una estampa única de la condición humana. Platón, Leopardi, Dante, Montaigne, Virgilio, Rilke o JRJ son ejemplos de esto mismo, por eso no debemos apartarnos nunca de la lumbre y de la inteligencia de estas voces, pues sus límites son los límites conocidos hasta ahora y siempre apuntan a la infinitud.