lunes, 9 de diciembre de 2013

I

ESTA anchura del mundo, doblegada
a mis manos; el tierno paraíso
de la aurora, con ángeles de albores;
tú, mujer, que te enciendes y te apagas
como una mariposa siempre nueva,
me mostráis, por caminos inocentes,
la unidad de mi alma y de mi cuerpo [...]


Es el poema que comienza  el conjunto  titulado Cántico espiritual (Recital de poesía dado en el grupo Álea el día 6 de marzo de 1942), de Blas de Otero. Tienen estos versos un aire de conversión a la manera de Claudio Rodríguez en Don de la ebriedad. En uno y en otro anida un afán de lirismo inusitado que conlleva una veneración de lo celeste y mezcolanza entre lo físico y lo trascendente. 

El libro anuncia el comienzo de su producción lírica y con ello los temas y la estética que no abandonará a pesar de los desvíos y la diversificación de su voz. Blas de Otero resulta un poeta poliédrico al final de su obra, íntimo y excesivamente social. Sin embargo, en estas composiciones primerizas, en estos tanteos tan cercanos a la literatura de san Juan de la Cruz y de fray Luis hay una verdad que cuelga de su boca. No importan los versos que rubattean explícitamente con los modelos escogidos, pues desprenden, a pesar de ello, el fundamento del misterio en poesía. Sus versos proceden de una verdad que el lector siente en lo íntimo, en el único lugar en que puede ser la palabra poética. En ese vergel del espíritu, estos versos encuentran acomodo a pesar de sus incipientes balbuceos, de sus cantos ligados a lo ya escrito. 

Hasta la llegada de Ángel fieramente humano (1947-1949), en estos primigenios cantos espirituales, podemos leer, en mi caso, con devoción y aprendizaje, unas excelentes liras. Composiciones escritas al albur de la mejor tradición y en la que el poeta va forjando su palabra, su propia dimensión; con la que va dialogando con frutos y redobles de personalidad. Es una lección de aprendizaje para uno y una confirmación. Con versos del poeta:

Cántico espiritual
sobre el barro que asienta mi garganta. 

*** 

Los libros de Ramón Andrés pasan desapercibidos para los lectores actuales españoles pero, con el tiempo, alcanzarán la medida de su naturaleza. Son fascinaciones las páginas del autor, indagaciones cargadas de emoción e inteligencia. El relato de la belleza por parte de un hombre que jamás abandona el centro indudable de la poesía. Centrado, al comienzo,  en la figura del pintor  Fabritius y en la conformación de la pintura en que asoma el perfil de un luthier en una esquina titulado Vista de Delft, el volumen ahonda en las figuras de Vermeer y Spinoza, siempre a través de la mirada convulsa y polifónica de las artes y de la ciencia. En un pasaje de El luthier de Delft, último título de Andrés, puede uno hallar una síntesis fastuosa de la mentalidad del hombre del siglo XVII, a saber:

"Pensar los fenómenos luminosos, comprobar el aumento o de la deformación de los objetos a través de un cristal o de un juego de coordenadas, fue una tentación del pasado, modificar la realidad y crear dimensiones que cuestionaran la lógica, una atracción. Razón e ilusión. Fascinaba a los maestros del Norte observar que, distintamente a la muerte, el mundo es flexibilidad y cambio, todo él paradójico, compuesto de superficies irracionales pero igualmente posibles y habitables. Como si la lógica aristotélica y la geometría euclidiana no tuvieran aplicación en un pensamiento que vive únicamente para modificar y, sobre todo, cuestionar".

Este fenómeno se entiende como la anamorfosis, es decir, la tentación al abismo de la extrañeza inicial para el que contempla. La realidad sigue en su totalidad, pero velada a la mirada común y general. Únicamente, dice Andrés, "permite ver la realidad desde un lugar determinado". 

No debe conducir estas premisas a un mero trampantojo, pues estamos ante la deconstrucción de la razón empírica que se alza como verdad y método de conocimiento. Frente a esta, debemos acudir, en el arte, a las razones luminosos, del espíritu. Esto mismo lo resume Ramón Andrés de forma excelsa: "La razón nos burla, y a veces miente deliberadamente. Cuando afirmamos convencidos, estamos bajo sospecha. El mismo efecto que produce la curvatura de un cristal en los ojos lo causan las creencias en nuestra mente, las ideas, la política, el arte". 

En efecto, el arte nos muestra la lucha entre las leyes de la geometría y del espíritu. Encontrar el aurea mediocritas  de esa confrontación ha estado al alcance de pocas mentalidades a lo largo de la historia de la humanidad. Sin embargo, hay testimonios de esas iluminaciones, de esos tanteos. 

Es una geometría de la alucinación que culmina en una forma artística, impregnada de la vivencia del individuo. Pareciera que el creador asiste, a escondidas, a la batalla que se produce en su sesera entre la razón que lo determina y confunde y la pulsión, el voltaje, con Pound, que lo enciende.  De la trascendencia de esa realidad surge el arte. Las certidumbres terminan sometidas a otras leyes que, al deformarlas y tensionarlas, las conduce a una nada aparente. Así, para el espíritu anclado en la inmediatez de la realidad, la poesía, el arte tañido desde el barro de la garganta primigenia dirá muy poco, acaso nada. Prefieren los bardos seguir en sus primeros relampagueos de lo que creen la realidad.