sábado, 21 de marzo de 2015

Un y dos y tres...comienza a sonar Monteverdi. Orfeo principia en nuestro oídos una cosmogonía ineludible. La limpieza de sus melodías y su ajustada composición traen al recuerdo, en una ensoñación platónica, una imagen quieta, primitiva e infinita que casi no podemos ver.

La tomo como una guía estética estas músicas que derivan en una forma de ser en el mundo, como si en ellas el propio Orfero hubiera trazado una senda oculta de la que no debiéramos separarnos para proceder en el orden de lo bello. Con más o menos ingenio, pero siempre con una verdad sostenida en la boca de la que jamás pudiéramos sentirnos en engaño, de la que jamás pudiéramos sentir el veneno de la vanagloria, de la que jamás pudiéramos decir que no fuimos hombres mientras estuvimos en su consciencia. Lo demás pertenece a la vida misma: minucias, migajas, episodios furtivos y especulares. ¿Has tañido la flauta de siringa junto a la laguna? 

Hablamos del latido del espíritu en cada acto de armonía en nosotros. Entiéndelo o no, poco importa, nadie vendrá a dictarte nada, tan solo debes escuchar en el silencio y en la soledad, si es que todavía las reconoces. Escucharte, dirimir lo que del cosmos late en ti. Déjate llevar, si así lo quieres,  por la voces que desdicen esta sentencia individual, por las que infamia estas sucesiones de lo infinito en el hombre. Tengo para mí que el entendimiento, en estos ritos, no consiente la razón primera y esquiva. Hablamos del corazón profundo, del latido interno de la tierra en nosotros.