lunes, 4 de febrero de 2019

La dejadez mortal del espíritu.

HAY una lentitud extraña en todo, un devenir demasiado aciago en que no hallo estímulo ni nervio. Como una música de salmo, una monodia que retumba perdida en la piedra de cúpula o de vid en albariza; y a todo este páramo unas ganas incipientes de escribir, escribir como entonces aun con el freno de la memoria. Observo con parsimonia cómo sucede todo: el pensamiento de uno,  las palabras de otro, el mirar desvaído de los menos, la exaltación del que se piensa principal, la dejadez mortal de otros tantos, también la virtud en virutas contadas. 

Como una escena diría, eso es, una toma a lo lejos de lo que sucede y hacia la que vamos acercándonos sin querer participar de ella, sin desear formar parte de su paisaje ni tan siquiera verla o apreciarla en lo minúsculo. Puede que todo sea ya un ejercicio o llamada de vuelta al centro, a la tierra húmeda del ser. Como escribía san Agustín en Confesiones: "y volví mi atención a la naturaleza del espíritu". Una ceguera, tal vez, una vela pátina que va despojándose del mundo para mostrarme el mundo en sí. "y no apartaba mi mente palpitante de la realidad incorpórea hacia contornos, hacia colores y hacia abultadas dimensiones. Y porque no podía ver eso en mi espíritu pensaba que no podía ver el espíritu". La lucha del espíritu, la levedad pujante, el origen todo, el amado confín de la mansedumbre.
Voy, por último, a los Cuadernos de Valèry y le con asombro: 2 El cuerpo es un espacio y un tiempo en los cuales se desarrolla un drama de energías".