viernes, 28 de octubre de 2011


EL cuaderno de Leonardo va, paso a paso, completando algunos poemas o al menos recogiendo la erupción iniciática con algunos versos.  Qué mesura otorga escribir en cuadernos y qué cadencia impregna la vida cuando uno acude, en solitario, a escribir. A pesar del fracaso consabido, acepta uno ese marro como un bien que justifica nuestra existencia, sobre todo si nos rodea la mediocridad.  
Ante tanta estulticia y absurdo, acaba uno recogiendo, en dos  o tres líneas, más que todas las palabras pronunciadas en años. Es una condensación de lo que somos que, hacinada con el ritmo, recupera los compases de nuestro concierto.
Hay días en que uno necesita reivindicarse en estas manías y aquellas costumbres, aunque no terminen por alcanzar más grado que el de la satisfacción personal, pero, en ocasiones, y como ya he escrito aquí más de una vez, en ciertos ambientes soy T., nada más y nada menos, quisiera ser, pues desearía haber nacido invisible por siempre.
Así que, en estos pocos versos vertidos desde hace unas semanas encuentro más pureza verbal que en ninguna otra acción. Encuentro, sobre todo, una plácida amanecida que de tan alejada de lo banal me hace sentir, inocentemente, un personaje que escoge sus ficciones.