miércoles, 19 de octubre de 2011

ES cierto, en Cádiz las mañanas parecen restos de un naufragio. Llegué con el tiempo suficiente para  poder pasear tranquilo por el centro y tomar un café mientras leía un libro de poemas, titulado Quietud, de Salvador Fernández (Siltolá, 2011), del que me habían atraído unos versos que, sin dudarlo, me parecen magníficos. Decía que las calles estaban encontrándose con la luz del amanecer que, en Cádiz, provienen de una letanía insospechada.  Así las cosas, me acomodé cerca de la librería de lance que se llama como una novela del XIX, “Raimundo”, hasta que abriera sus puertas.  Después de terminar de leer el libro de poemas, me dirigí  al escaparate de la librería para observar las piezas que ellos consideraban insignes para que muestren su rostro al público: libros sobre Cádiz, estampas antiguas, estampas de santos, carteles de corridas de toros, objetos de anticuario, libros de Pemán, Do Fuir, de Trapiello. Este último creo que lo colocaron sin saber muy bien quién es el autor y qué significa ese libro, más bien considero que lo aunaron a aquellos objetos primitivos porque el libro había tomado la forma de un artilugio deshuesado.
Falto de la dinámica y de la efervescencia del Rastro en Madrid, quiso uno imaginar una emboscada que el azar había preparado con el libro de A.T., pues estaba el volumen maltrecho, comido por la humedad, deslomado, cargado de pintas de óxido, como si alguien lo hubiera dejado al albur de la noche y el libro mostrase las heridas profundas del salitre y el océano. Aquella imagen, -la mañana, la luz, el óxido, los lomos de los libros- fue convocando una disposición de la realidad en la que me veía inserto, pero conducido por alguna extraña suerte. Entré en la librería y compré una edición de Fernando Quiñones y el libro de A.T.
Cuando llegué a casa, comencé a imaginar los vericuetos por los que el libro había atravesado hasta llegar de esa manera allí. Pensé, de inmediato, que si A.T. hubiera estado en mi lugar, es decir, si A.T. hubiera llegado a Cádiz esa mañana y hubiera visto su libro en la estantería de marras, hubiera comprado el volumen. El resto sería fábula o pasos del salón.
Por unos momentos, quise imaginar al propio AT allí, observando con una sonrisa esbozada, quién sería el susodicho que iba a rescatar el libro de aquel asedio de la humedad y quién sería el que daría, de nuevo, la oportunidad a un volumen en las últimas, de postrarlo en unas baldas relucientes y nuevas. Así lo imaginé mientras escribía estas notas en la Plaza de Mina, mientras unos pájaros alborotados, en brigada, anunciaban la llegada irremediable del otoño.
Ya con el libro en casa, después de limpiarlo y de adecentarlo, comencé a leer las páginas de Do fuir imbuido, cómo no, por la prosa de un señor que, probablemente, fue ajeno a todo lo sucedido, de un señor que después de escribir sus libros, poco sabe de lo que les ocurre a pie de calle.