domingo, 21 de julio de 2013

LLEVO varios días leyendo a Poe y jugando al ajedrez. Alterno la lectura con la matemática, la ensoñación con las acciones exactas. Voy conjugando el juego con el deleite y cuando termino de leer un relato voy raudo a acabar la partida -que casi siempre pierdo- de ajedrez. 

Me gustan las blancas, aunque desde esta mañana siempre juego con negras. Cada movimiento está prefijado por el origen y por el devenir. Como los versos de Eliot en Cuatro cuartetos, exactamente con la misma naturaleza. La diferencia radica en una cuestión que Cervantes, venido al caso, no solo soslayó sino que doy la respuesta maestra: la ironía. 

Quizás al escritor de luces, al poeta de pura estación tan solo le quede la ironía y la condescendencia consigo mismo, esto es, una humildad de raigambre, para poder jugar en la literatura con la verdad y con la límpida palabra de niño frente al mundo haciéndose ante sus ojos. 

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Repaso, releo poemas de hace unos años. Detesto el cincelaje sobre los versos escritos hace años, pues si uno tiene que volver sobre ellos eso significa que no fueron revelación.

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Entre tanto, la noche. Después de que la gata negra pariera tres gatitos, fuimos a las marismas del Guadalquivir a su paso por Los Palacios y Villafranca, en Sevilla. El sol quedaba pendiente del deseo de la noche y casi nos coge allí la oscuridad. No hay oscuridad nunca en la noche, me dije, la noche es luz de luz. 

El agua, la tierra, las aves, las luces. Todo marcaba un territorio auroral. Quedaba recogido todo en una esencia en la que uno termina habitando por unos momentos fuera del tiempo. Contemplación de la plácida fisura en la tierra ocupada por el río y colmada de arroz.  

Una tarde mineral como una piel poseída de maravillas, como una piel tatuada con símbolos y mensajes indescifrables. Tanto como el olor a aséptico que despierta en mi consciencia no se sabe qué confín.