lunes, 14 de septiembre de 2015

En poesía parece que se prodiga más la ocurrencia que la creación. Sí, esa es la sensación que resta después de lecturas de autores jóvenes, actuales, del momento o contemporáneos (cualquier membrete es insidioso y mortal). Dicen: "hay que leer a los contemporáneos". Y así lo hago, a pesar de que después, cuando escribo esa lectura, tan solo me salgan líneas como estas, con este pelaje de desagrado. Y no es por comparativa ni desprecio, antes al contrario, trato de indagar en los procesos de creación, en las propuestas estéticas, en el valor ético de las obras de estos autores; pero me encuentro, a cada paso, no solo falta de lecturas o de tanteos ya antiquísimos, sino de talento, de viveza, de creación, de timbre y voz únicas.
Por contra la mayoría de poemas me parecen ocurrencias, chistes, facecias, intentos de apólogos o simples farsas resumidas en un enunciado atributivo del tipo: "Tu vida es..., La sociedad es... y lo más grave, "La poesía es...".  
Estas cosas las reflexiono, trato de comprenderlas y de incardinarlas como un fenómeno más de de la sociedad, pues las costumbres y conductas terminan por inocularse en la creación artística. 
Sin embargo, hay una cuestión palpitante que, con más ahínco, va quedando en un vacío inmenso: la armonía. La confluencia de la música de la palabra y la música del ser.