viernes, 7 de enero de 2022

Lo antiguo no está de moda; soy un antiguo, verbigracia.

UNA de las caracaterísticas de la vida actual es la insatisfacción personal. Esa circunstancia llega porque las vidas no se hacen desde uno sino que se vuelcan, -como galerías y escenarios-, a los demás. El personal ha decidido que sus vidas no les pertenece, antes al contrario, la entregan al juicio y el clamor de los demás. 

Se hace difícil encontrar a alguien que haya horadado unos principios en su vida bien tensados y dispuestos en su entendimiento. Más aún, en nombre de ideales modernos vacíos y recalcitrantes se denuncian a los que mantienen una creencia, un hábito, una forma de vida que se vincule con antaño.

Lo antiguo no está de moda. Porque la suprema forma de vida está en la más lábil de las modas. Y esto, a poco que uno haya leído algo, haya estudiado el devenir de nuestra historia, haya tenido cierto acercamiento a la cultura, verá que no es nuevo y que, precisamente, el cedazo que se ha mantenido a lo largo del tiempo ha estado en la resistencia, en la soledad personal, en la creencia única y palpitante del corazón de un individuo. 

La historia de la humanidad, aun siendo la historia de una comunidad, ha sido edificada por la voluntad de individudos a solas. Los grandes momentos, con Zweig, han sido tránsitos del espíritu y la razón de una generalidad, la humanidad, en un solo hombre. 

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La mayoría es quien aprueba la vida de los demás y en eso consiste su satisfacción plena: la alabanza huera, la vanagloria, recibir la homologación del resto. Así, para obtener esa peligroso juicio hay que hacer precisamente lo que todos esperan: leer los libros, ver las series, viajar a donde, hablar como, comer como todos lo hacen , como todos entienden que hay que hacerlo.  

El corifeo general, sin identidad, sin juicio, sin recorrido moral, sin benevolencia enjuicia a los demás. Y el que sea débil de convicciones personales, el que no posea la firmeza ética de su propia vida, aun siendo errante o movediza, sucumbe al hechizo final de la mansedumbre, porque es eso lo que desean los otros, que nadie destaque, que nadie tenga en su mollera otras ideas que jamás llegarán a entender. Si yo no lo entiendo, si esa es mi opinión, no quiero saber nada más que lo que sucede en mi corto entendimiento, dicen las voces sin rostro. 

 De un tiempo a esta parte, me resulta muy peligroso la incapacidad para el diálogo con una mayoría. A poco que uno desliza una observación sobre cualquier suceso de la realidad el otro trata de buscar el cajón mental en que meterte: cuando lo hace ahí culmina todo el diálogo, lo demás, es mero absurdo. Ya no se construye nada entre los dos, se evapora la capacidad de la palabra y el diálogo (dia-logos, dos logos) para enaltecer el oder de la palabra y el pensamiento. Todo acaba en cuanto uno manifiesta una postura contraria, dispar, separada, con matices a lo establecido. Incluso esto se lleva al ámbito laboral, a las distintas formas de desarrollar nuestra labor social. Se establecen bandos entre los que creen una cosa y os que manifiestan otra; se hacen juicios sobre los demás, tidándolos de arcaicos o de modernos, incluso a los que desarrollan la misma profesión que uno. Si no piensa y hace lo que yo pienso y hago me veo con el poderío de denunciar en público su posición y diferencia y la desprecio y la desprestigio en nombre de la posverdad personal.  

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Leer es un acto revolucionario: se hace en silencio frente al bullicio de las redes sociales; se hace en solitario frente a la necesidad urgente de contar hasta lo que merendamos; se hace de forma paulatina frente  la urgencia de los mensajes audiovisuale; se necesita tiempo, su fruto se alcanza pasado un tiempo en nosotros, frente a la inmediatez, la puesta en práctica de la vida actual para todo, si no es útil de inmediato no vale. 

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