martes, 16 de diciembre de 2014

HOY noto que el cimiento de todo es madera y es fugaz. No sé cómo brujulear ni estas letras ni mi propia vida, pues he entregado el corazón tan blanco hacia lo que amo y en nada me veo. No encuentro eco de lo que fui. Ni siquiera palabras simples: emoción. Ni siquiera, vocablos complejos: sonrisas. Nada, nada , nada de lo que quizás soñé ser soy ahora. ¿Y qué soñé? La entrega a la verdad, la fidelidad a las creencias, la incontestable secuencia de morir día a día en lo amado. Y ser lo amado  mismo por momentos, pues como afirma Platón, participar de lo bello es ser lo bello en parte.  También ser lo deseado, aunque fuese con la ceniza del verbo y de las palabras. Llegan palabras desde lo externo que desmotivan, que provocan fisuras, grandes arrebatos de tristeza. ¿se puede ser triste y melancólico en este siglo?

Habla Luis Rosales del "bosque de la sangre", de la tarima emocional que quizás nos sostiene. Cuando se tambalea lo vuelca todo y lo trastoca. Y en esos virajes estoy ahora: sin control, sin luces, sin más ni más. La primera tentativa, abandonar la escritura, dejarla por siempre, no bregar más, nada de luchas ni de razones. Como Tomás Rodaja, el personaje de Cervantes, ser de cristal y sensible a todo, pero desde el margen. Silenciar, en mejor decir, es lo que deseo, ¿seré capaz? 

Todo me afecta más de lo normal: un comentario, unas palabras, unas miradas, también lo que no se dice, no se gesticula, lo que tan solo imagino que piensa el interlocutor. No sé si llamarlo decadencia personal, pero el túnel estaba antes iluminado detrás de mí, con luces invisibles y potentes al alma y ahora me veo en un centro oscuro, movedizo, con el cimiento de madera y oliendo al bosque de la sangre. 

Quizás antes todo era como el primer temblor de las hojas o como el sol en otro cielo. La muerte no interrumpe nada, es todo proceso, transformación y permanencia.