martes, 2 de diciembre de 2014

JUNTO a mis manos, el libro de Jung y los poemas de Hofmannsthal. Me digo que no puede ser todo una ensoñación tan irreal. Dice el poeta en "Consagración del artista: "Y, encantados, alabamos cosas muertas". Esas cosas muertas sustancian lo real de la vida. Y puede que todas estas palabras no sean más que ecos perdidos, yertos, en la bóveda de piedra de una tumba de estrellas y de cosmos. Estamos enterrados tanto como estamos vivos o quizás más y más fehacientemente por un manto oscuro en que se precipita lo que no conocemos. 

Hoy he subido a contemplar el cielo, más bien, la noche y sus aromas. El viento ha golpeado mi rostro con una pureza de lino. Y mis ojos, surcando los confines, han querido perderse de sus órbitas. Allí estaba o allí sigo contemplando el origen pero sin poder designar una palabra para ello. Cuando he vuelto a la casa, he leído el bello poema titulado "Mi jardín". En él hay una entonación de un jardín "en que antaño estuve" pero del que no salí jamás.  

Entiendo todo como una lección continua: las palabras de E., su piel, su delicia; la tarde convertida en ocaso, el viento fresco en las mejillas, la noche entonando una figura de abismos, estas palabras zozobrantes, la música brotando hacia el espacio y subyugando mis razones.  

Antes de concluir la escritura releo el poema "Esta es la lección de la vida". Ante lo ignoto enmudezco y me recorre una emoción apresurada ante la lectura:

"Esta es la lección de la vida, la primera y la última y la más profunda
que nos liberemos de la condena que anudaron 
los conceptos". 

El libro de Jung sigue junto a mis manos. En la portada aparece el propio Carl leyendo y fumando en pipa. Sub species aeternitatis, como afirma Jung "Las circunstancias externas no pueden sustituir a las internas. Por eso mi vida es pobre en acontecimientos externos. De ellos no puedo decir gran cosa, porque lo que dijera me parecería vacío o trivial".