lunes, 22 de mayo de 2017

Estación olvido. Focea.

TODA la noche leyendo a Kingsley. Los oscuros lugares del saber (Atalanta) me redescubre a Parménides, su poema, y matiza la transmisión platónica del conocimiento metafísico del poema. 
Anida en ese poema un misterio iniciático que me condujo al umbral de piedra. No quiero pasar el umbral, ni alejarme de él. Ese umbral no tiene altura ni medida, tan solo sitúa el ser del individuo en el cosmos.

La noche parece guiada por los iatromantes y sacerdotes de Apolo hacia el templo subterráneo del ser. Hay una resonancia sapiencial y un rito de silencio. Leer, en ese punto, es un ejercicio espiritual de asimilación y de despojo: nada de lo real vuelve a ser lo mismo, todo se torna hacia su leve estancia, una levedad infinita y estruendosa.

Está latente una incubación del conocimiento en lo profundo de ti. Todos, a poco que tomemos la espiga adecuada, descendemos al magma inicial en el que todo cobra su valor y su reflejo. Como los foceos y navegantes antiguos, entendemos el mar y sus confines, pronunciamos las cumbres sonorosas de la finitud. Todo es calma y fuego en la noche, en la noche prematura de la luz. 

Cuando leer es un auxilio ante la estulticia, cuando leer es un arraigo irrenunciable con el modo de vivir, cuando leer convierte el sur de tu boca en la estación olvido y te hace un foceo, un hombre más, en la multitud y el murmullo.