sábado, 20 de mayo de 2017

Un estado de abismo para el poeta que debe dilucidar entre ser y estar en el mundo.

LA prosa remonta en ocasiones como una suerte de tentativa que trata de dar explicaciones a lo que acontece en la vida. Como especie, como humanos, hemos definido lo que somos con la secuencia narrativa de los hechos. Ya sea con mitologías culturales, históricas o con las mitologías de alcoba, necesitamos un resorte mayor en que asentar nuestras ideas para que nos convenzan a nosotros mismos. tal es nuestra debilidad en el cosmos que ni siquiera confiamos en lo que sucede a nuestro alrededor como real y verdadero. Como si necesitáramos el amparo de una argumentación superior para que nuestras ideas soporten la levedad del ser acudimos a la palabra. Por eso es logos y por eso mismo nos deriva al jardín de senderos que se bifurcan entre el ser y estar en la literatura.

Esa disposición, a poco que uno aprecie la lírica, se va desmontando y disgregando hasta configurar un todo que sucede en aleph. Lo narrativo es una sucesión demasiado unívoca frente a la concentración y el crisol de realidades que convoca la lírica. 
La lírica, y en ella, la poesía: un punto en que se concentran todos los puntos de nuestra vida; un tiempo que aglutina todos los tiempos; un espacio que deja de ser espacio para ser totalidad.

En los acercamientos a esa tentativa el silencio irrumpe con demasiada nitidez. De la monodia narrativa al himno lírico y de ahí al magma del silencio. Existe un estado de abismo para el poeta y ese estado consiste en la disyuntiva entre ser en el mundo o estar en el mundo, entre entregarse al mar tras el canto de las sirenas o amarrarse y silenciar su voz hasta encontrar de nuevo el confín y el sentido.

Mientras todo sucede, la sociedad estipula la geografía superficial de la literatura como sucedió siempre. No es nuevo este panorama de sinrazones en la literatura y uno debe mantenerse en el equilibrio y en la estación de paz de lo que sucede. Las artes han tenido siempre cauces diversos de sucesión, por un lado, los oficiales, los que demandaban la sociedad, por otro el rumor oculto de los escritores que entienden el ejercicio como una responsabilidad ética. Es cierto que, en ocasiones, han confluido estas vertientes, pero no es lo habitual ni constante.

Y están, en todo esto, los que dicen una cosa y hacen otra, esos son los más falsos y peligrosos. Los que defienden unas ideas de la literatura pero actúan de forma contraria; los que ajustician sobre lo que debe ser la literatura pero luego defienden y se dejan arrastrar conscientemente en las aguas y los lodos de la falsa belleza literaria. Cuando escribir y publicar se convierten en ejercicios sucesivos en la vida de un individuo debería este, si da alcance su entendimiento, estipular qué medida tiene su palabra.

Esta estampa me conduce a la reflexión sobre la propia conducta humana, en ese nivel de pensamiento trato de llevar últimamente las palabras que consigno en este diario. Me va importando poco lo cotidiano, mucho menos lo vulgar y en ningún caso la fatalidad de estar rodeado de siniestros individuos. La posición ética en el mundo traslada a la construcción literaria un barniz estético que refleja, cuando se da, belleza y verdad. De la misma forma sucede al contrario, un texto oscuro, siniestro, sin literatura manifiesta la geografía humana del que ha publicado.  

Lo verdadero nos devuelve al origen y la belleza de esa verdad nos establece la medida que somos. En ese reino real y reconocible de la literatura es en donde deseo permanecer, aunque sea solo contemplando, escuchando, sin decir nada, solo con el deseo de ser sucesivo, ondulante, pertinaz y diáfano de los días en esta tierra de raíces y orígenes.