lunes, 8 de mayo de 2017

Tierra a solas me siento, sin humanos. Oigo la vida.

PARECE un momento póstumo, pero se repite en cada amanecida. Leer en la soledad y mientras ellos duermen. Como un notario ya de lo que no volverá a repetirse al menos en el recuerdo más próximo. 
No es un desasosiego o una náusea, antes al contrario, es el hito diario de vivir lo que celebro. Y eso me sobrecoge y me alienta. Como si la diosa Hygieia, como dice mi admirado Joseph Campbell, anidara en la atmósfera próxima de la respiración y nos insuflara la vitalidad de lo vivo. 

Creo en ello como en una revelación que aún no entiendo. Como si estuviera presenciando un tránsito que me sobrecoge pero que no acaba de entender. Una música secreta parece envolverlo todo, una música de raíces primarias, que propone ritmos puros de existencia, en el que solo prepondera el ritmo y la corriente orgánica de la vida. Como afirmaba Cioran, "Oigo la vida". 

Y en esa escucha, en esa contemplación permanente de lo oculto, la poesía ocupa el espacio de lo posible. La poesía que me silencia, me eclipsa, me desdice de todo lo que trato de decir. Un volcán vocabulario de sensaciones que van más allá del respeto, de la veneración.  

La palabra es un mapa desdibujado que se ha convertido en territorio total e ilimitado. No hay márgenes, no hay límites, no existe la consciencia de estar perpetrando un poema o una composición poética. Es una totalidad, repito, y escribo con tembleque de niño. Se me vienen a la cabeza los poetas de siempre y los entiendo con  más claridad aún: san Juan, fray Luis, Donne, Baudelaire, Rilke, Leopardi, Hölderlin, J.R.J., pero sobre todo Platón. Y con Platón toda la lírica primitiva antigua y las grandes epopeyas que no hicieron más que evidenciar con la palabra la ausencia de tiempos en la humanidad, las eternidades mantenidas que, en ocasiones, con el verso de Vicente Alexandre que titula el texto nos hace creernos tierra a solas...sin humanos.