Para el hecho de la lectura caben muchos supuestos. Se lee por diversión, por entretenimiento, por necesidad para la vida. Se lee porque existe la necesidad de leer, porque algo nos imanta hasta la letra impresa o porque la magia del negro sobre blanco nos convoca. Se lee porque se escribe. Somos lo que leemos. Sin embargo, ¿qué leemos? ¿Hay lecturas por compasión? ¿Qué función vital poseen los libros en las vidas actuales?
Echando mano de cierta bibliografía sobre sociología de la literatura, es decir, sobre los estudios que analizan el hecho literario desde un punto de vista social, me he encontrado con algunas sorpresas. Entre las páginas del magnífico libro de Maxime Chevalier, Lectura y lectores en la España de los siglos XVI y XVII, -obligado paso para bibliómanos-, se pueden encontrar hallazgos sorprendentes y que encuentran parangón con la época actual: “el público de la literatura de entretenimiento es público reducido”. Esta sentencia, de halo juanramoniano, consiente varias interpretaciones, ya que las condiciones sociales en las que se encontraban los hombres del XVI o del XVII son distintas, en sustancia, a las actuales: precio del papel, condición económica, índices de analfabetismo muy elevados, etc. (Ya explicó Francisco Rico en El texto del Quijote cómo Cervantes era un tremendo buscador de papeluchos de toda índole para poder escribir su novela; no en vano no existe ni un solo punto y aparte en el manuscrito del Ingenioso Hidalgo, todo él es un continuo de oraciones seguidas). A continuación, se enuncia la siguiente sentencia del gran historiador Benassar en Valladolid en el siglo de oro: “la cultura que da, o que por lo menos afirma la práctica de los libros, sólo pertenece a una minoría […] las tres cuartas partes de los propietarios de libros son, pues, letrados, hidalgos o gente de Iglesia, son los únicos que tienen verdaderas bibliotecas”.
Cabría preguntarse varias cuestiones tras estas disquisiciones. Dejando a un lado los condicionantes que asolan sobre los siglos mencionados, ¿quién posee hoy una “verdadera biblioteca”, cuando justamente el problema económico para la adquisición de libros se ha salvado? ¿Por qué la lectura sigue perteneciendo a un grupo de lectores muy reducido si se tienen en cuenta la posibilidad económica y de alfabetización que mermaban a otras épocas?
El propio Chevalier hace acopio de la información que encierran las bibliotecas particulares más importantes como la de la reina Isabel (253 títulos), don Rodrigo de Mendoza (631), la del clérigo Joan Bonllavi (204), Fernando Colón, Fernando de Rojas (97), don Francisco de Zúñiga (251), don Fernando de Aragón (795), el obispo Juan Bernal Díaz de Luco, el arzobispo Carranza, Juan López Henríquez de Calatayud (76), Alonso de Santa Cruz, Juan de Mal Lara (75), Diego Hurtado de Mendoza (432), Alvar Gómez de Castro, el médico Barahona de Soto (425), Gonzalo Argote de Molina (49), pasando por la propia biblioteca del pintor Velázquez (154) o la del Inca Garcilaso de la Vega (188). Bibliotecas todas de eminencias (¿Isabel, Fernando?) en sus materias y disciplinas.
En referencia al acercamiento a los libros por medio de bibliotecas públicas o instituciones de labor parecida, dice Chevalier: “Existe otra limitación, de orden económico ésta, el precio de los libros. Recordemos que el Siglo de Oro es época en la cual no existen bibliotecas oficialmente abirtas al público, ni gabinetes de lectura ni novelas por entrega –realidades del siglo XIX en España, por lo menos”. Y me pregunto, ¿qué ocurre en estos tiempos en que las bibliotecas públicas proliferan por doquier, en que los Institutos y Centros de Enseñanza presentan libros gratuitamente a todos? ¿Cuáles son ahora los problemas, si el analfabetismo y la condición económica no son rémoras para el desarrollo de la lectura, si los jóvenes se encuentran matriculados obligatoriamente hasta los dieciséis años?
He querido traer a colación, quizás de forma sesgada, la trascendencia de la lectura y de los lectores de un país hace cuatro siglos. Las conclusiones son muy parecidas: la lectura sigue perteneciendo a una minoría. Antaño a la que profesaban el conocimiento, ahora a la estirpe en extinción de los que procuran alimento más allá de lo efímero. La condición de lector lleva implícito el marchamo inasible de la extrañeza, de la decoración de la vida por la letra. En esa extrañeza misma surge el rumor de la lectura como vida, de la vida lecturaria. Los que no leen quieren diluir la literatura en el sarcasmo de su maledicencia, quieren llevarla a otro terreno, pantanoso para que se ahogue. Cuando termine estas letras, si no antes, abriré un libro y seguiré leyendo. Quien lo probó lo sabe.
Echando mano de cierta bibliografía sobre sociología de la literatura, es decir, sobre los estudios que analizan el hecho literario desde un punto de vista social, me he encontrado con algunas sorpresas. Entre las páginas del magnífico libro de Maxime Chevalier, Lectura y lectores en la España de los siglos XVI y XVII, -obligado paso para bibliómanos-, se pueden encontrar hallazgos sorprendentes y que encuentran parangón con la época actual: “el público de la literatura de entretenimiento es público reducido”. Esta sentencia, de halo juanramoniano, consiente varias interpretaciones, ya que las condiciones sociales en las que se encontraban los hombres del XVI o del XVII son distintas, en sustancia, a las actuales: precio del papel, condición económica, índices de analfabetismo muy elevados, etc. (Ya explicó Francisco Rico en El texto del Quijote cómo Cervantes era un tremendo buscador de papeluchos de toda índole para poder escribir su novela; no en vano no existe ni un solo punto y aparte en el manuscrito del Ingenioso Hidalgo, todo él es un continuo de oraciones seguidas). A continuación, se enuncia la siguiente sentencia del gran historiador Benassar en Valladolid en el siglo de oro: “la cultura que da, o que por lo menos afirma la práctica de los libros, sólo pertenece a una minoría […] las tres cuartas partes de los propietarios de libros son, pues, letrados, hidalgos o gente de Iglesia, son los únicos que tienen verdaderas bibliotecas”.
Cabría preguntarse varias cuestiones tras estas disquisiciones. Dejando a un lado los condicionantes que asolan sobre los siglos mencionados, ¿quién posee hoy una “verdadera biblioteca”, cuando justamente el problema económico para la adquisición de libros se ha salvado? ¿Por qué la lectura sigue perteneciendo a un grupo de lectores muy reducido si se tienen en cuenta la posibilidad económica y de alfabetización que mermaban a otras épocas?
El propio Chevalier hace acopio de la información que encierran las bibliotecas particulares más importantes como la de la reina Isabel (253 títulos), don Rodrigo de Mendoza (631), la del clérigo Joan Bonllavi (204), Fernando Colón, Fernando de Rojas (97), don Francisco de Zúñiga (251), don Fernando de Aragón (795), el obispo Juan Bernal Díaz de Luco, el arzobispo Carranza, Juan López Henríquez de Calatayud (76), Alonso de Santa Cruz, Juan de Mal Lara (75), Diego Hurtado de Mendoza (432), Alvar Gómez de Castro, el médico Barahona de Soto (425), Gonzalo Argote de Molina (49), pasando por la propia biblioteca del pintor Velázquez (154) o la del Inca Garcilaso de la Vega (188). Bibliotecas todas de eminencias (¿Isabel, Fernando?) en sus materias y disciplinas.
En referencia al acercamiento a los libros por medio de bibliotecas públicas o instituciones de labor parecida, dice Chevalier: “Existe otra limitación, de orden económico ésta, el precio de los libros. Recordemos que el Siglo de Oro es época en la cual no existen bibliotecas oficialmente abirtas al público, ni gabinetes de lectura ni novelas por entrega –realidades del siglo XIX en España, por lo menos”. Y me pregunto, ¿qué ocurre en estos tiempos en que las bibliotecas públicas proliferan por doquier, en que los Institutos y Centros de Enseñanza presentan libros gratuitamente a todos? ¿Cuáles son ahora los problemas, si el analfabetismo y la condición económica no son rémoras para el desarrollo de la lectura, si los jóvenes se encuentran matriculados obligatoriamente hasta los dieciséis años?
He querido traer a colación, quizás de forma sesgada, la trascendencia de la lectura y de los lectores de un país hace cuatro siglos. Las conclusiones son muy parecidas: la lectura sigue perteneciendo a una minoría. Antaño a la que profesaban el conocimiento, ahora a la estirpe en extinción de los que procuran alimento más allá de lo efímero. La condición de lector lleva implícito el marchamo inasible de la extrañeza, de la decoración de la vida por la letra. En esa extrañeza misma surge el rumor de la lectura como vida, de la vida lecturaria. Los que no leen quieren diluir la literatura en el sarcasmo de su maledicencia, quieren llevarla a otro terreno, pantanoso para que se ahogue. Cuando termine estas letras, si no antes, abriré un libro y seguiré leyendo. Quien lo probó lo sabe.
Excelentes disquisiciones, Tomás... que en nada me parecen sesgadas. Este tipo de relaciones entre la literatura y lectores del Siglo de Oro y la actual me interesan muchísimo, entre otras cosas porque hay más paralelismos de los que a primera vista uno pueda pensar...
ResponderEliminar¿Qué puede responder uno a tus preguntas? ¿Tenemos que concluir que ni el alfabetismo, ni el número de bibliotecas (cada vez mayor), incluso te diría -tú lo sabes- el entorno escolar, familiar, etc. tienen porqué influir en que una persona lea? Concluir esto es muy peligroso, porque es un "lea quien quiera, y sálvese quien pueda"... pero ¿qué es si no? ¿Acaso leer (y por extensión necesaria: pensar, reflexionar críticamente y escribir) no es una de las formas más ricas de enfrentarse y estar en el mundo? Claro que lo más cómodo siempre ha sido dejarse llevar por la corriente.
Hola. Te invitamos a visitar nuestra nave. Un saludo.
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