miércoles, 3 de abril de 2013

DEBEMOS amar la poesía, pues es una realidad bella. En ese amor existe un fruto incierto, pero inevitable. Cada obra, cada poema y cada verso se revela en nuestro espíritu. Somos la música misma de cada composición; nuestro ser acordado se manifiesta en cada una de las músicas del poema:
“La belleza es la posibilidad que tienen todas las cosas para crear y ser amadas.”, dice Valle-Inclán en su fastuoso libro La Lámpara maravilllosa.


***


Me llega una carta del poeta  Á. G. L. manuscrita y una caja cargada de libros, de sus libros de poemas. La he leído en varias ocasiones e incluso le he dicho a M.C. que la leyera en voz alta para poder escuchar las palabras con los ojos cerrados. 
La caja de libros está junto a la mesa. He abierto algunos de los volúmenes, de las primeras ediciones de las ya avejentadas páginas cargadas de frescos poemas. Cuánta poesía frente a tanta estulticia contemporánea. 
Leo un poema, acabo con otro. Agarro la edición de Memoria amarga de mí en ediciones Albatros, de 1983. El título es un homenaje a José de Zorilla y fue así ya que, todavía en estos tiempos, los poetas eran ante todo lectores de literatura. Más tarde, releo los poemas estoicos de Trasmundo, en la edición de Editorial Oriens, publicado en Madrid en 1980. 

Morir con la esperanza
de seguir siendo un muerto.

Romper de estas palabras
lo que lleve al recuerdo.

Ser un trozo de nada
bostezando en lo eterno.  

Me encuentro, además,  con la edición de Medio Siglo, cien años editado en la Colección de Poesía Juan Ramón Jiménez, en 1988, cuyo diseño corrió a cargo de J. C. W. Este libro ganó el Premio Hispanoamericano de Poesía con un jurado presidido por Claudio Rodríguez y eso, esa anécdota, me emociona y sobrecoge. Libros, poemas, la poesía viva de un autor que me escribe desde el otro costado.