miércoles, 24 de abril de 2013

QUÉ bello el paisaje que rodea a El Gastor. La serranía invita a las contemplaciones.  En el camino, a mediodía, penetraba con el coche por las carreteras que conducen hasta el pueblo que encima una roca que se alza sobre todo el paisanaje. Ascendía mientras los olivos mostraban su antigüedad. Una vez en el pueblo, en la plaza central, pude congraciarme con la pureza del aire. Respiraba mientras leía algunos poemas de Luis Rosales.  En uno de los miradores, antes de desembocar en la plaza, detuve el vehículo y me dediqué a mirar el verdor y los reflejos de la luz. Podría decirse que, en esos instantes, mi infinito era el infinito de la sierra. 

Todo era quietud, sosiego, pureza, un dédalo que condensaba la luz y la memoria. Pensaba en las palabras que iba a pronunciar, sobre todo en el método para no nombrar nada que me perteneciera. 
Así, en la biblioteca pública, nada más entrar, pregunté si tenían algún ejemplar de Ilíada, de Homero y de la Divina Comedia, de Dante. Además, requerí un Quijote por si acaso. Con esos tres volúmenes sobre la mesa, a los que sumé mi ejemplar de Platón, comencé a sentirme más templado, pues estaba convocando las palabras de la verdad y de la pureza y estaba, además, profesando un acto de fe. La literatura se ha convertido en el esapcio íntimo y sagrado al que debo proferir fidelidad.
¿Qué podía realizar si no en aquel paisaje sabio y culto de los olivos? La luz entreverada en las hojas, la extrañeza solícita de las sombras proyectadas en la tierra roja, en la tierra que cogí con las manos hasta manchármelas de melancolía y que tengo, junto  amí, ya en la ciudad, como el recuerdo lírico de un encuentro con la esencia.