martes, 25 de agosto de 2009

Ajenidad.

Después de muchos días alejados de los objetos comunes y, más aún, de las actividades diarias, emprende uno la vuelta con una prístina melancolía del espíritu. Parece haberlo dejado uno todo al desvarío de los días, pero, en el retorno, el resultado solo hace confirmarnos que el tiempo es un capricho de la sangre. Todo sigue en su sitio, con otro olor, con otra textura, con la entrega a la soledad.
Había dejado por unos días la escritura, la lectura y quizás otras tantas manías que hasta el momento las tomaba como honrosas mediciones de mi vida. No lo había hecho por descansar en las vacaciones o por darle un respiro a la incesante cita con el diario. La escritura es la renovación del diario, el diario la laguna de la escritura. En alguna ocasión me pregunta si escribo. Con mi respuesta nada queda satisfecho. Doy por descontado que, según los estancos sociales, un escritor es aquel que escribe una novela, un libro de poemas o una obra de teatro. Siempre digo que escribo a diario, que en esa puntualidad está lo que puede llamarse escribir. No quedan satisfechos y me dicen que debo escribir una novela o algo parecido. Una vida contada es una novela, con sus desvíos y sus misceláneas, no hay una autoridad en la vida que ponga orden, por supuesto, la literatura así entendida es la vida reemplazada.
Basta con retomar a lo lejos, con revisar con templanza, con asir los textos y acercarlos a los ojos para darse cuenta de que una vida debe entregarse para ser escrita. En Italia, durante unos días, he querido aprender los artificios de otra lengua, las costumbres de otros hombres, el arte que invade el recorrido sentimental de los habitantes de otras tierras.
He visto como un hombre no es más que un hombre, como la literatura es una y en ella se proclaman los literatos, como la vida, la voz, la palabra, los atardeceres, el grito de un niño es uno, uno original, verdadero, secuenciado entre las cavidades de la humanidad. Como todo sólo puede decirse desde la convicción de la piedra: casa de tiempo y silencio.

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No nos realizamos nunca, ni dejamos de ser nunca. Somos un estadio en el abismo. La literatura, que surge y mana de la vida, termina por habitarla. Todo más claro, a pesar del abandono de la carne. Thomas Mann vino a decirnos en Tonio Kröger que para ser escritor es fundamental deshacernos de nuestra vida, por ese motivo los escritores de la desaparición son mis predilectos. La desaparición en literatura tiene un territorio: la metamorfosis. Cervantes y Joyce, Kafka u Ovidio, Shakespeare u Homero, se han valido de esta tremenda virtud para enseñarnos que el canto a lo cotidiano es una grito perdido, madera hueca.
No somos más materia que la difunta, hilván de la memoria.

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Acabo el libro, Diario de una galera, de Imre Kertész. Lo vuelvo a abrir por la primera página y vuelvo a escribirlo, a escribir después de leer, claro está. Este libro es una evidencia: el yo es una condición de la creación. Si el estilo literario es una variación de la genialidad, la construcción de un yo ajeno es el fundamento del estilo. En cualquier caso, pudiera decirse, en algún momento, que, tal vez, un estilo es la melodía de un yo o que si un escritor nunca consigue un estilo es el equivalente a decir que jamás existió.
Kertész: “Cuando estés muerto disfruta del silencio”. En ese silencio proclamado en la muerte debería haber apostillado Kertész que la vida es un preludio en el que el silencio produce las estancias del tiempo.

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