viernes, 1 de junio de 2012

APROVECHO  una escapada al centro de la ciudad para visitar la librería. Hacía demasiado tiempo que no la esculcaba y tenía algunos libros pendientes que, como es costumbre, casi nunca terminan en mis manos. Uno de ellos era un libro de poemas escrito por un autor admirado; fue lo primero que cogí de las baldas y comencé a leer allí mismo. Otro de los libros que ya tengo en casa es Las horas solitarias, de Pío Baroja, cuya existencia ha sido una de esas gratas y sorpresivas manifestaciones que tiene la visita a las librerías. Con E. apoyada en mi hombro intento deleitarme con la prosa de Baroja en este libro que pretende ser las  “Notas de un aprendiz de psicólogo”.
Cuando tuve el libro de Baroja entre las manos, junto a él, estaba el ensayo que ha escrito José Carlos Mainer sobre el autor de marras. Lo hojeé, claro está, acudí a los dos o tres episodios sobre los que nunca nadie deja asentada una solución al conflicto y lo cerré en el ínterin. La prosa de Mainer resulta, en ocasiones, laberíntica y poco esclarecedora, parece que quisiera prevalecer él mismo, con estilo, más o menos acertado, sobre el propio escritor que atiende en el volumen. Suele ocurrir esto mismo en la filología española.   
No puede igualarse la lectura directa de las obras literarias con las obras de los críticos o estudiosos de la literatura. Ya lo advirtió Steiner, no hay mejor crítica literaria que la propia creación literaria. Ella es el lugar de apariciones de la tradición, de la tradición que es fecunda y próspera, inacabable. Ya lo anunciaba Bayard en un libro tan ameno como inteligente, los profesores universitarios hablan de los libros que nunca han leído. No es el caso del profesor Mainer, conocedor por lo menudo de la literatura de la Edad de Plata, pero con el tiempo voy entendiendo las claras diferencias que existen entre la lectura y la posterior exégesis individual de las obras literarias y el apoyo, en ocasiones fundamental, de la erudición. En España esta falta va unida a la preponderancia de los egos. Al final, me decidí y compré Las horas  solitarias en cuya portada aparece la Cuesta de Moyano nevada, solitaria, fantasmagórica.

Hay poetas que en sus textos consiguen un destello solitario, una concentración de lo lírico, un alumbramiento momentáneo. Sin embargo, existen poetas, muy pocos, que con todos sus versos participan de lo poético. Hay poetas que indagan, que se valen de mecanismos más o menos previsibles, que repiten fórmulas y llegan a alcanzar cierta altura lírica en su cometido, pero existen otros poetas cuya labor es lírica al completo, total, vivida al unísono. Esto que intento improvisadamente discernir para poder argumentar mi opinión, puede utilizarse para los prosistas. Uno abre el libro de Baroja por cualquiera de sus páginas y se encuentra un festín de la prosa que reverbera y estalla de continuo. En este diario que estoy señalando, la prosa acoge lo que afirma el propio autor, “la vida de ambiente en mi consciencia en el momento que pasa”. No ha ocurrido así con el libro de poemas: una colección de destellos.   

Comentaba que el poema que principia el libro de poemas al que me refiero me dejó una impresión desigual, pues no estaba a la altura de lo que, después de unos años, uno espera de ciertos autores que, continuamente, ponen de manifiesto sus cualidades. En cuanto llegué a casa, terminé con la lectura de los cincuenta y nueve poemas que componen el libro y he decir que, solo en ocasiones, me he visto realmente embelesado y conmocionado. Hay una frialdad que pertenece a la prosa, a la prosa que él maneja como nadie en estos momentos y en esta lengua. Hay mecanismos de esa prosa llevados a la poesía que no terminan de ofrecer lo que debieran. Ni siquiera los que incluyen algún procedimiento rítmico o estrófico regular se alzan indiscutibles. Muchos de estos poemas puestos en la largura de la prosa serían estupendas e inmejorables estampas líricas y concentrarían, sin dudas ni concesiones, lo verdaderamente lírico. En la elección del género y del cauce expresivo el escritor se enfrenta a la plenitud o a la medianía.
No quiero decir que en el libro la poesía sea una ausencia, sino que cada vez más, tengo por convicción que la poesía escoge a los poetas y no estos a la poesía, por muy buenos, virtuosos o inteligentes que sean. Es esta la lección novísima con un libro de poemas y es una enseñanza necesaria. La poesía es la palabra ancestral, cenital tensión con la especie que se renueva en el poema y nunca realiza concesiones. Lo poético es coto vedado para la mayoría; lo que no significa que, teniendo en cuenta el panorama de la poesía que se publica, sea un libro de lectura gratificante y de una altura destacable.