domingo, 3 de junio de 2012

SIEMPRE me pregunto qué obras son las que recordamos de los poetas admirados. ¿Preferimos el poema de Leopardi -que tanto me agrada- Sopra il monumento di Dante che preparava in Firenze o L`infinito? Cuando estamos leyendo "El infierno", abstraídos con la profundidad de Dante, ¿preferimos las menciones a los ciudadanos florentinos, a sus coetáneos, o los versos que ahondan en los temas primordiales para el hombre?
Cuando el lector comienza la lectura de San Juan de la Cruz, ¿qué lo precipita a la conmoción sino la yuxtaposición versal sostenida con una floresta de tropos trascendentales? Fray Luis escribió un poema maravilloso dedicado a Francisco de Salinas, su "Oda III", pero ¿no es una escusa, un punto inicial del que se desprende para entregarse a la meditación poética sobre la música y la mística y la aritmética de la esferas? Sucede lo propio con J. Manrique, en sus Coplas hay versos que sostienen la estructura de la composición, que atienden a los ropajes, las acciones cotidianas, las costumbres, pero, ¿no son los versos cristalinos, como enunciaba Octavio Paz, los que percuten sobre el tiempo y la muerte en un tono elegíaco mayor, los versos que permanecen y por los que lo recordamos? Y los versos de Quevedo, Góngora o Lope de mera circunstancias, ¿no están eclipsados por la hondura y la solemnidad de los poemas que habitan en esos temas cruciales de la humanidad? El propio J.R.J. fue consciente de este viraje necesario en la obra de un poeta que desee adquirir la plenitud de la poesía; de Antonio Machado, ¿los poemas en los que se embosca con la Guerra Civil o los que anidan en la naturaleza? Del propio Neruda, qué distancia entre los versos centrados en las lucha social y el compromiso comunista con los versos minerales que reflexionan sobre la condición humana. ¿Por qué nos siguen proveyendo enseñanzas las composiciones de Homero, Virgilio, Horacio, Lucrecio, Ovidio o Boecio?  
Podrían ser muchos más los ejemplos y he querido ceñirme a algunos casos de nuestra historia literaria, con la excepción de Leopardi,  pero la tradición, leída con la atención necesaria y la pureza debida, deja lecciones de una claridad meridiana que algunos se obstinan en alejar de la literatura porque la creen romántica, cursi, ególatra, alejada de la poesía. Nunca la poesía se ha bañado en las aguas de lo vulgar, ¿por qué Wiesenthal, en la década del dos mil, todavía administra lecciones estéticas y éticas con la recuperación de la mejor tradición europea?    
Es por ello por lo que un libro de poemas debe estar escrito como la última estación de vida que el poeta vaya a experimentar. En el poemario debe dejarlo todo, sin concesiones atadas a lo que otros desean leer, ni siquiera a lo que los otros elogian como lo mejor de los poemas. La poesía es convicción solitaria, aparece como del rayo, en soledad, en un silencio estruendoso, fecundo, como si fuésemos Boecio encarcelado escribiendo la Consolación de la filosofía, como Montaigne retirado de todo para poder nombrarlo todo en una torre o como Hölderlin recluido a orillas del Neckar o ciertamente como Rilke en sus soledad nutricia o, quizás, como un Prometeo encadenado que acaba de arrojar el fuego de la sabiduría velada a los hombres, aunque estos no sepan reconocerla. Un poema es la vida o la muerte o, mejor, la vida y la muerte en una sola canción.