Acabo de levantarme y he llegado a la escritura imantado por una suerte de necesario arbitrio o de repentina dialéctica con las conversaciones que mantuve ayer por la noche en la intimidad. Las palabras no terminaron de evocar todo lo que quisieron presentarme y se han ido revolcando por el fango de mis sueños como un animalillo enloquecido, burlón y, ahora, pendenciero.
Hacía tiempo que quería escribir sobre esta necesidad de no escribir opiniones que, con más fuerza, cada día, me persigue y modifica. Porque las opiniones no dejan de sobar las ideas como saqueadoras de tesoros inencontrables. Hasta el hartazgo estoy de leer en los periódicos a los colaboradores mesiánicos que pretenden sentenciar con sus columnas la verdad de las relaciones políticas y, en algún caso, los modelos de vida social; a los voceros de la conciencia general que en las emisoras de radio instigan a los escuchantes a hacer la digestión con sus ideas a riesgo del empacho; a los viandantes que sin escrúpulos hablan a viva voz en los trenes, las cafeterías y supermercados apuntalando las conductas que todos deberíamos llevar, las ideas que todos tendríamos que elucubrar y las palabras que debieran envolvernos, cada mañana, en esa porción inasible de la realidad. Nunca nadie deja de decir lo que opina aun a pesar de su puro desconocimiento sobre el tema en cuestión.
Dado el caso, ya solo me queda –y aspiro, sobre todo- escribir sin opinión. No creo que mi opinión merezca aparecer en un soporte como un periódico semanal o, tan siquiera, en la página de una bitácora que visitan mis allegados. No creo en la letra que surge de una opinión, no me agrada escribir con la finalidad de intentar convencer a nadie. Al final son melodías insonoras que pasan al olvido, que terminan cuando son leídas en el acto y que no van más allá de la especulación. Esto, sinceramente, no me interesa en un punto. Me importa la ficción, la capacidad de conectar con el sustrato eterno que nos aproxima como especie para que así queden resonando las palabras hasta el finito día de la muerte, para que la opinión se convierta en alumbramiento que no necesariamente tiene que ser una verdad, sino que sólo aspira a dirimir en la conciencia el boceto que nos llega de nuestras vidas. Ése es el terreno que me importa, la ficción y sus arrabales más inexplorados, donde podamos encontrar de la mano –escritor, lector- esos ángulos muertos que la mera opinión nunca desgajará de sus potenciales argumentos.
Dice Muñoz Molina que no le apetece escribir con una opinión fija, que no pretende macerar sus artículos con el fin último de mover las visiones que se ofrecen sobre los asuntos más inmediatos, porque en la opinión va una porción de la realidad que no controlamos y que, como tal, merece la sospecha de no ser definitiva. El hombre es un demiurgo de las contrariedades, sólo puede vislumbrar un hueco de luz en su camino a la sustancia que lo compone y que le traza su naturaleza. Muñoz Molina prefiere el reportaje, el artículo escrito desde la escritura y no desde unos supuestos o intenciones partidistas o dictados de grupos de información o de simplemente, convicciones políticas que terminan atrofiando el alumbramiento de una conclusión necesaria para el conocimiento.
Creo en la dialéctica como método que deviene al trayecto de las verdades, pero una dialéctica en que los interlocutores sean responsables tanto de sus pareceres más conspicuos y evidentes como de aquellos a los que asoman por vez primera. No va en la opinión un tratado de filosofía cerrado, una hermenéutica de las cotidianidades, sino la respuesta análoga que se sustrae de la palabra. Justo ahí, en el seno de las palabras jamás dispuestas de esa forma, quisiera acomodarme y escuchar la flauta de Pan que dicte la costura de estas letras, generar un arte de la fuga que remiende las fisuras de lo que nunca se dijo y quedó en la memoria, de aquellos retazos del pasado que ya no nos pertenecen sólo a nosotros como individuos y de los que rescatamos, acaso, la mera insinuación abocetada de lo que es el hombre.
Hacía tiempo que quería escribir sobre esta necesidad de no escribir opiniones que, con más fuerza, cada día, me persigue y modifica. Porque las opiniones no dejan de sobar las ideas como saqueadoras de tesoros inencontrables. Hasta el hartazgo estoy de leer en los periódicos a los colaboradores mesiánicos que pretenden sentenciar con sus columnas la verdad de las relaciones políticas y, en algún caso, los modelos de vida social; a los voceros de la conciencia general que en las emisoras de radio instigan a los escuchantes a hacer la digestión con sus ideas a riesgo del empacho; a los viandantes que sin escrúpulos hablan a viva voz en los trenes, las cafeterías y supermercados apuntalando las conductas que todos deberíamos llevar, las ideas que todos tendríamos que elucubrar y las palabras que debieran envolvernos, cada mañana, en esa porción inasible de la realidad. Nunca nadie deja de decir lo que opina aun a pesar de su puro desconocimiento sobre el tema en cuestión.
Dado el caso, ya solo me queda –y aspiro, sobre todo- escribir sin opinión. No creo que mi opinión merezca aparecer en un soporte como un periódico semanal o, tan siquiera, en la página de una bitácora que visitan mis allegados. No creo en la letra que surge de una opinión, no me agrada escribir con la finalidad de intentar convencer a nadie. Al final son melodías insonoras que pasan al olvido, que terminan cuando son leídas en el acto y que no van más allá de la especulación. Esto, sinceramente, no me interesa en un punto. Me importa la ficción, la capacidad de conectar con el sustrato eterno que nos aproxima como especie para que así queden resonando las palabras hasta el finito día de la muerte, para que la opinión se convierta en alumbramiento que no necesariamente tiene que ser una verdad, sino que sólo aspira a dirimir en la conciencia el boceto que nos llega de nuestras vidas. Ése es el terreno que me importa, la ficción y sus arrabales más inexplorados, donde podamos encontrar de la mano –escritor, lector- esos ángulos muertos que la mera opinión nunca desgajará de sus potenciales argumentos.
Dice Muñoz Molina que no le apetece escribir con una opinión fija, que no pretende macerar sus artículos con el fin último de mover las visiones que se ofrecen sobre los asuntos más inmediatos, porque en la opinión va una porción de la realidad que no controlamos y que, como tal, merece la sospecha de no ser definitiva. El hombre es un demiurgo de las contrariedades, sólo puede vislumbrar un hueco de luz en su camino a la sustancia que lo compone y que le traza su naturaleza. Muñoz Molina prefiere el reportaje, el artículo escrito desde la escritura y no desde unos supuestos o intenciones partidistas o dictados de grupos de información o de simplemente, convicciones políticas que terminan atrofiando el alumbramiento de una conclusión necesaria para el conocimiento.
Creo en la dialéctica como método que deviene al trayecto de las verdades, pero una dialéctica en que los interlocutores sean responsables tanto de sus pareceres más conspicuos y evidentes como de aquellos a los que asoman por vez primera. No va en la opinión un tratado de filosofía cerrado, una hermenéutica de las cotidianidades, sino la respuesta análoga que se sustrae de la palabra. Justo ahí, en el seno de las palabras jamás dispuestas de esa forma, quisiera acomodarme y escuchar la flauta de Pan que dicte la costura de estas letras, generar un arte de la fuga que remiende las fisuras de lo que nunca se dijo y quedó en la memoria, de aquellos retazos del pasado que ya no nos pertenecen sólo a nosotros como individuos y de los que rescatamos, acaso, la mera insinuación abocetada de lo que es el hombre.
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