La radio termina por convertirse en una ventana que se asoma al discurrir del mundo, al asombro de las llamas rutinarias, al amontonamiento de faringes encendidas. Por eso, cuando encendemos la radio y la palabra comienza a edificar el mundo que se mueve, esparce y desordena, sentimos que formamos parte de algo que no conocemos, de un abismo inexplorado pero tácito, sin embargo, para los sentidos. Estos creen aprehender las formas exactas de los elementos, pero la aplicación de la duda trastoca toda certeza absoluta. La vida, como certeza absoluta no tiene nada que hacer, no tiene nada que ofrecer como axioma accesible y fragmentado.
La muerte, sin embargo, es como un cante de ida y vuelta que retoma todas las armonías que en un tiempo fueron las que formaron la vida. La muerte es una pintura cubista, un apremio para la perspectiva, que consigue aunar en un golpe rotundo de tierra el punto de fuga de los pinceles. La muerte es la cuerda que sostiene el violín, que procura todos los arpegios necesarios o superfluos, todas las posibles melodías que se precipitan en la mente. La muerte, ella sola, es una partitura en blanco, un acuífero de motivos húmedos para la nada, una congoja que no intuimos, una necesidad, para algunos, que no les basta, por irreconocible. Es un temor que nunca hemos sentido, una piedra solitaria que no vemos en el camino. La muerte, el envés de lo comprensible, por eso nos apabulla.
No debería nunca morir nadie como el agua de un arroyo abandonado por el hombre, no debería llegar la muerte con sus patas de caña y recogernos del asombro ante la finitud. Por eso, ya desde este momento, la muerte debe ser recogida con todos sus metales, con los sedimentos que otras muertes han depositado en nuestra memoria. Encontrar la sustancia eterna en la muerte es, ante todo, un acto de valentía; puede ser que un capricho de los sentidos, pero también una necesidad para incorporar la filosofía del límite, del abismo, a la tierra cercada de nuestras ilusiones. Hoy ha muerto un hombre, con él todos los hombres, acaso. Y quiero verme muerto sin rostro, sin nombre, como él, sin escrúpulos que nublen mi observación. Hasta en la radio la muerte deja su aroma de salina moribunda. La muerte tiene ahora una voz que fue compañera de muchas noches, una voz rotunda como el deshielo salvaje. No de otra forma abriré el acueducto verbal que es la radio, esperando la continuación de la vida; me conduelo de los astros y las estrellas, han perdido una voz que las alumbraba, como del rayo.
La muerte, sin embargo, es como un cante de ida y vuelta que retoma todas las armonías que en un tiempo fueron las que formaron la vida. La muerte es una pintura cubista, un apremio para la perspectiva, que consigue aunar en un golpe rotundo de tierra el punto de fuga de los pinceles. La muerte es la cuerda que sostiene el violín, que procura todos los arpegios necesarios o superfluos, todas las posibles melodías que se precipitan en la mente. La muerte, ella sola, es una partitura en blanco, un acuífero de motivos húmedos para la nada, una congoja que no intuimos, una necesidad, para algunos, que no les basta, por irreconocible. Es un temor que nunca hemos sentido, una piedra solitaria que no vemos en el camino. La muerte, el envés de lo comprensible, por eso nos apabulla.
No debería nunca morir nadie como el agua de un arroyo abandonado por el hombre, no debería llegar la muerte con sus patas de caña y recogernos del asombro ante la finitud. Por eso, ya desde este momento, la muerte debe ser recogida con todos sus metales, con los sedimentos que otras muertes han depositado en nuestra memoria. Encontrar la sustancia eterna en la muerte es, ante todo, un acto de valentía; puede ser que un capricho de los sentidos, pero también una necesidad para incorporar la filosofía del límite, del abismo, a la tierra cercada de nuestras ilusiones. Hoy ha muerto un hombre, con él todos los hombres, acaso. Y quiero verme muerto sin rostro, sin nombre, como él, sin escrúpulos que nublen mi observación. Hasta en la radio la muerte deja su aroma de salina moribunda. La muerte tiene ahora una voz que fue compañera de muchas noches, una voz rotunda como el deshielo salvaje. No de otra forma abriré el acueducto verbal que es la radio, esperando la continuación de la vida; me conduelo de los astros y las estrellas, han perdido una voz que las alumbraba, como del rayo.
INFORMACIÓN SANLÚCAR, 6/x/2007
Post Scriptum: Anoche murió Carlos Llamas, excelso periodista de la Cadena Ser. El cáncer se lo llevó. Dirigía un programa llamado Hora veinticinco. Se retransmitía por la noche, a horas en las que uno planea, ingenuamente, donde guaradará el tesoro de sus días venideros.
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