PONGAMOS por caso que alguien quiere comprarse una casa o un piso en Sanlúcar porque busca de la ciudad su luz, su clima, su gastronomía. El caso de quienes esperan encontrarse con una ciudad construida sobre su memoria; acicalada con todos los vestigios que la Historia ha querido dejarle; aromatizada por el jugo de la uva en septiembre y, por supuesto, empapada en el salitre de una buena copa de manzanilla. El caso de quienes disfrutan paseando por la plaza de abastos con la intención de vislumbrar en el mercadeo la fórmula de su infancia; o dejar correr el viento por la Plaza del Cabildo imaginando la travesía de los navegadores colombinos al silbo primitivo de las lenguas indígenas.
El caso de quienes pretenden ser en una ciudad ajena y encontrar un ángulo adecuado para observarla detenidamente como a una presa: para luego volcar en ella la extrañeza de sentirse cómodos en una tierra que fue de paso continuo y que debiera conservar la albariza de la memoria.
Sin embargo, la situación se aleja de estos propósitos. Hemos de admitirlo -y no por ello seguir permitiéndolo-, a Sanlúcar la han desfigurado, han tratado de asimilarla al resto de ciudades de la comarca con el único propósito de “modernizarla”. La modernidad en Sanlúcar es el vertedero de aguas residuales que se expone al final de la Calzada de la Infanta y que resuelve el problema que les relato. Un vertedero que bien vale una metáfora, la de evidenciar en nuestras narices cómo lo que circula bajo la apariencia es puro excremento y pudrición.
Ha perdido la luz que le provocaba el rostro y que la hacía alzarse de entre las ciudades de la costa. Sanlúcar ha ido dejando atrás el estado virginal y mítico de las tierras marítimas, de las que jamás pueden tener una posición fija e inmaculada. Pero la ignorancia y la política -que es la forma pública que tenemos de pagar la ignorancia- han desvencijado todo lo que fue siempre.
Los que nos hemos marchado por razones múltiples, hemos constatado desde la distancia la pérdida de muchas singularidades que hacían de la ciudad un digno merecedor del retorno. Eso ha cambiado tanto que, ahora que compruebo que algunos quieren ir a la tierra de mi infancia, no puedo más que pensar en lo que había por entonces: un espacio digno para los días, y lo que hay ahora, un espacio sin días, sin dignidad.
En esa lucha de la memoria por establecer la imagen última de los recuerdos habitan el olvido y todos sus tentáculos; ahora los únicos tentáculos que me unen son los personales. En esa búsqueda resulta que el desencanto va tomando cuerpo a medida que constata que las señas de identidad han ido diluyéndose por el desagüe y ya la identidad no es nada, y con eso yo no soy el que fui.
El caso de quienes pretenden ser en una ciudad ajena y encontrar un ángulo adecuado para observarla detenidamente como a una presa: para luego volcar en ella la extrañeza de sentirse cómodos en una tierra que fue de paso continuo y que debiera conservar la albariza de la memoria.
Sin embargo, la situación se aleja de estos propósitos. Hemos de admitirlo -y no por ello seguir permitiéndolo-, a Sanlúcar la han desfigurado, han tratado de asimilarla al resto de ciudades de la comarca con el único propósito de “modernizarla”. La modernidad en Sanlúcar es el vertedero de aguas residuales que se expone al final de la Calzada de la Infanta y que resuelve el problema que les relato. Un vertedero que bien vale una metáfora, la de evidenciar en nuestras narices cómo lo que circula bajo la apariencia es puro excremento y pudrición.
Ha perdido la luz que le provocaba el rostro y que la hacía alzarse de entre las ciudades de la costa. Sanlúcar ha ido dejando atrás el estado virginal y mítico de las tierras marítimas, de las que jamás pueden tener una posición fija e inmaculada. Pero la ignorancia y la política -que es la forma pública que tenemos de pagar la ignorancia- han desvencijado todo lo que fue siempre.
Los que nos hemos marchado por razones múltiples, hemos constatado desde la distancia la pérdida de muchas singularidades que hacían de la ciudad un digno merecedor del retorno. Eso ha cambiado tanto que, ahora que compruebo que algunos quieren ir a la tierra de mi infancia, no puedo más que pensar en lo que había por entonces: un espacio digno para los días, y lo que hay ahora, un espacio sin días, sin dignidad.
En esa lucha de la memoria por establecer la imagen última de los recuerdos habitan el olvido y todos sus tentáculos; ahora los únicos tentáculos que me unen son los personales. En esa búsqueda resulta que el desencanto va tomando cuerpo a medida que constata que las señas de identidad han ido diluyéndose por el desagüe y ya la identidad no es nada, y con eso yo no soy el que fui.
(Vista panorámica de la ciudad, Sanlúcar de Barrameda)
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