
El otro día escuché a Jesús García Sánchez reivindicando la obra de Gabriel Miró. Habló de El obispo leproso (1926) y de Las cerezas del cementerio (1910). Argumentó su discurso refiriéndose, entre otras cosas, a la calidad de la escritura de Miró: el uso del adjetivo, la capacidad de recrear sensaciones, crear atmósferas, etc. ¡Toda una apología mironiana! Cuando todo terminó, salté como un animal de campo sobre la biblioteca a fin de olisquear por las páginas de Miró. Sin embargo, en mi búsqueda se cruzó un libro al que quiero referirme, La voluntad (1902).
Efectivamente, La voluntad (1902) es de José Martínez Ruiz, “Azorín”. La obra se cruzó en el cementerio porque los libros no caben ya en la biblioteca y tengo que ponerlos uno encima de otro. De esta forma, Azorín estaba situado justo encima de los libros de Miró. Abandoné mi cita con el obispo que comía cerezas en un cementerio y me tiré por el tobogán de la voluntad. ¡Nada más grato y gozoso!
De inmediato, me invadieron esas aureolas filológicas que sobrecogen a los lectores del ramo: “generación del 98, el grupo de los tres, novela que inicia junto a Valle, Baroja y Unamuno la nueva narrativa…”, pero supe abandonarlas a tiempo. Comencé la lectura de Azorín solo movido por mi voluntad.
En pocas novelas he aprendido el uso de la adjetivación tal y como se da en ésta; la justedad de párrafos y la puntuación es todo un manual de estilo; todo lo referente al sintagma nominal, pongo por caso, puede solucionarse con esta obra que consiente el análisis más exhaustivo desde la lengua (con permiso de Jakobson y los estructuralistas); las reflexiones de Yuste, Justina o Antonio Azorín valen por un monográfico crítico sobre los “regeneracionistas”; en ella se vuelcan todas las preocupaciones profundas que inquietaban a los intelectuales del momento; aparecen Shopenhauer, Lamarck, Darwin, Baroja o Clarín, etc. Muchos de sus pasajes serían firmados por autores modernos, me imagno a Vila-Matas subrayando el siguiente pasaje de la obra de Azorín: "Cuando yo muevo mi pluma para escribir una página, ¿puedo asegurar que esa página es mía y no de las generaciones y generaciones que han inventado el alfabeto, la gramática, la retórica, la dialéctica?[...]¡Admitir la propiedad como creación personal...!".
En definitiva, un hallazgo tardío pero sorprendente que confirma que sus páginas nos pertenecen ahora a nosotros; una perla olvidada que necesita el brillo, junto a Miró, de los lectores de la buena prosa que ha dado las letras hispánicas.