martes, 13 de julio de 2010

En la propia vida hay situaciones tan diversas que parecen que no nos pertenecen, que ellas mismas no forman una unidad vital o que se esparcen sin criterio; que son acciones humanas que bien pudieron ser ejecutadas por cualquier otro o que pudieron aparecer en cualquier otra vida. Así, mantiene uno una conversación efusiva sobre este tema o el otro, sobre esta circunstancia o aquella y al final, las palabras brotan en la memoria desbocadas y desnutridas, porque ya no queremos mantenerlas por más tiempo.
Me sucede esto con mucha frecuencia y con una asiduidad que no me agrada. Será por esto, por lo que cada vez que veo que quieren emboscarme en una conversación ni siquiera introduzco mis criterios o mis argumentos formados. No creo conveniente que uno vaya despilfarrando palabras por ahí, palabras dejadas a la intemperie de un receptor que las interpretará con sus bazas intelectuales.
Porque las palabra son la morfología de las ideas, o a la inversa, no es tiempo de discusión, debe uno cuidarlas y atesorarlas hasta que les llegue el momento idóneo en que tienen que ser pronunciadas o escritas. Este ejercicio, que no es de respeto extremo al verbo, ni de cautela, ni de solipsismo, es sobre todo un acto de compromiso con la conciencia y con el ser que seremos una vez que la hayamos verbalizado.

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¿Qué valía mayor posee la palabra de un hombre frente a la de otro?

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Creo que la literatura, en el momento en que para ser leída, sobrepasó el tiempo que vive un hombre, también sobrepasó la realidad. La literatura ha modelado el imaginario de la humanidad aun habiendo sufrido una evolución en el pensamiento. Ningún sistema filosófico ni ningún filósofo avezado, ha podido evadirse de la literatura, de los mecanismos de la ficción.

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