lunes, 3 de marzo de 2014

UNA cosa es la intertextualidad literaria, tan antigua como la palabra misma; otra, bien distinta y soez, la copia. Lo único que las diferencia es la consciencia limpia del autor en lo que hace. Cuando uno copia las palabras e ideas de otro está poniendo en claro su torpeza más absoluta para escribir e, incluso, deja entrever que le interesa más su ego, la aparición de su persona, que lo que escribe. Copiar es una falta moral que trasluce vanidad y que sucede porque existen otras motivaciones distintas a las literarias. 

Por contra, como decía en las líneas iniciales, la intertextualidad, en todas sus dimensiones, esto es, la conversión de un texto literario en un telar de resonancias polifónicas que dialogan, a la postre, con la literatura misma, es una virtud. Una virtud que, en consecuencia, hace avanzar los textos literarios en lo contemporáneo desde lo permanente, arrancando de lo antiguo lo esencial para lo contemporáneo.  
Lo es porque el autor queda como el armonizador de lo que siempre ha sucedido en el seno del mortal: sus inquietudes, sus ideas, sus pensamientos, todo lo que lo sacude de su ensoñación  para embridarlo con temas que actualizan esa permanencia desde su propia voz, de todas aquellas voces que el autor considera necesarias e imprescindibles. Una cosa es citar a uno y a otro para crear, pero cosa distinta es crear, con los textos de otro, una mala copia.  

A mí me fascina combinar los textos, las voces de otro con la voz propia. Entre otras cuestiones porque considero la mía minúscula, casi desfallecida y, sobre todo, porque lo que más me aviva es leer. Reverencia a la lectura siempre; condición de lector por encima de todo, incluso cuando escribo. 
Avivar la imaginación, las dimensiones de la ficción con lo que otro dijeron ya sobre lo mismo. La lección es evidente, el mismo Montaigne la expuso con claridad: "Que vean, por lo que tomo prestado, si he sabido elegir con qué realzar mi tema. Pues hago que otros digan lo que yo no puedo decir tan bien, ya sea por la pobreza de mi lenguaje, ya por la pobreza de mi juicio. [...] He de ocultar mi debilidad tras esas celebridades".

El Libro II de los Ensayos de Montaigne, concretamente, el Capítulo X, titulado "De los libros", lo tengo por el terreno originario de lo que, un día, comencé a escribir. Siempre vuelvo a ese texto cuando me siento frustrado, pues me invita, desde la plena humildad, a seguir leyendo con la entereza moral del creador. Ars vivendi, escribir la lectura.