Imaginé que el ciego estaba sentado en la misma esquina donde acostumbraba a verlo, la esquina rosada. Estuve recordando, al mismo tiempo, la última conversación a la que me sometió, porque hablar con él era una experiencia para los límites. Los límites, digo, de la memoria y sus satélites. El recuerdo, el olvido. El ciego lanzaba unas peroratas sobre la mesa, unas charlas que duraban el tiempo de unas cervezas frías. Tres o cuatro bien mantenidas.
La esquina, rosada, en donde lo veía sentado como un rey sin reino, coincidía con la plaza del pueblo: la Plaza del Cabildo y la biblioteca. En ese ángulo, hablábamos por espacio de horas que invadían como termitas la duración de los sábados. Era tan emocionante, el ciego. Tan deslumbrante en sus comentarios y glosas, en su verbo recordando las palabras y anécdotas de su compadre Macedonio. Era capaz de recordar de memoria una cantidad de versos inimaginables para el común de los ciudadanos. Era un prodigio de la espontaneidad, un adulador de los instantes.
Con él, en esa esquina, rosada, junto a la biblioteca y la plaza del pueblo, lo aprendí casi todo sobre libros y sobre los humanos. Curiosa coincidencia, sentados en una plaza, junto a una biblioteca. Humanos y libros. Con él, repito, aprendí a mirar con otras intenciones, con la pátina con que se pretende asir lo desconocido. Para ser sinceros, no poseía una locuacidad desorbitante, más bien, era la exactitud lo que abrigaba su discurso. Medía los adjetivos como su estuviera dictando alguno de sus cuentos; disponía la historia hasta desgranarla de la repetición y la vacuidad. Todo lo que contaba parecía pertenecer a un plan superior, a unas intenciones literarias. Todo él era literatura.
Este sábado no estuvo sentado en la esquina, rosada. Me sorprendió su ausencia, ya que durante muchos meses hemos estado conversando sin fin acerca de los hombres, su destino y algunos escritores mal leídos. Para él, existía un distrito, el sur, en que cabía la fundición entre la vida y la ficción, entre lo imaginado y lo imaginable. El sur, hablaba con tanto fervor sobre sus arrabales que un día le pregunté cómo podríamos viajar hasta allí, hasta ese territorio al que se refería a menudo. De repente, cayó un trozo de pan sobre la mesa. El tipo tenía pinta de esos antiguos payadores argentinos de la pampa, de gaucho matrero. El viejo se levantó, auspiciado por la fuerza de un tigre, dejó caer su mano sobre mi cabeza suavemente, como si acariciara a un gato. Me dijo algo al oído, algo así como un verso. No olvidé nunca aquella música en sus labios, ni el sosiego con que afrontó la disputa, siento que si hubiera podido elegir o soñar mi muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
La esquina, rosada, en donde lo veía sentado como un rey sin reino, coincidía con la plaza del pueblo: la Plaza del Cabildo y la biblioteca. En ese ángulo, hablábamos por espacio de horas que invadían como termitas la duración de los sábados. Era tan emocionante, el ciego. Tan deslumbrante en sus comentarios y glosas, en su verbo recordando las palabras y anécdotas de su compadre Macedonio. Era capaz de recordar de memoria una cantidad de versos inimaginables para el común de los ciudadanos. Era un prodigio de la espontaneidad, un adulador de los instantes.
Con él, en esa esquina, rosada, junto a la biblioteca y la plaza del pueblo, lo aprendí casi todo sobre libros y sobre los humanos. Curiosa coincidencia, sentados en una plaza, junto a una biblioteca. Humanos y libros. Con él, repito, aprendí a mirar con otras intenciones, con la pátina con que se pretende asir lo desconocido. Para ser sinceros, no poseía una locuacidad desorbitante, más bien, era la exactitud lo que abrigaba su discurso. Medía los adjetivos como su estuviera dictando alguno de sus cuentos; disponía la historia hasta desgranarla de la repetición y la vacuidad. Todo lo que contaba parecía pertenecer a un plan superior, a unas intenciones literarias. Todo él era literatura.
Este sábado no estuvo sentado en la esquina, rosada. Me sorprendió su ausencia, ya que durante muchos meses hemos estado conversando sin fin acerca de los hombres, su destino y algunos escritores mal leídos. Para él, existía un distrito, el sur, en que cabía la fundición entre la vida y la ficción, entre lo imaginado y lo imaginable. El sur, hablaba con tanto fervor sobre sus arrabales que un día le pregunté cómo podríamos viajar hasta allí, hasta ese territorio al que se refería a menudo. De repente, cayó un trozo de pan sobre la mesa. El tipo tenía pinta de esos antiguos payadores argentinos de la pampa, de gaucho matrero. El viejo se levantó, auspiciado por la fuerza de un tigre, dejó caer su mano sobre mi cabeza suavemente, como si acariciara a un gato. Me dijo algo al oído, algo así como un verso. No olvidé nunca aquella música en sus labios, ni el sosiego con que afrontó la disputa, siento que si hubiera podido elegir o soñar mi muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
(Ilustración, grabado de Piranesi)
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