viernes, 7 de diciembre de 2012

EL hocico de la vida va asomando en serio y eso provoca que me refugie en lo realmente verdadero: amor y lectura. Es cierto que, tras estos vocablos, se encierra toda la naturaleza. Las palabras terminan por convertirse en atajos para someternos a nuestro corto raciocinio. Pensamos que ellas tienen la realidad toda y, en puridad, son la estratagema más perversa para abordar el entendimiento de la realidad. 

Deseo ser sin palabras. Amor y lectura, claro. Amor como la reconciliación con los elementos de naturaleza: seres, sentimientos, percepciones, la respiración, el propio latido interno. Porque somos un ritmo perpetuo que suena a escondidas, un ritmo coronario al que nadie dirige su atención. 

Para comprendernos, para comprender todo, hay que volver al origen. El origen es límite del ser. Como Orfeo, hay que realizar un descenso a donde nunca hemos sido, a donde nunca llegaremos a volver de nuevo más que transformados. Ello, por supuesto, es inexplicable más allá del silencio y de la soledad.

Es esta condición de renacimiento la que debe impregnar las palabras. Ellas, si deben mostrar o sugerir algo, deberían contener la soledad del mundo, el silencio de Naturaleza. 

Ser lector es atestiguar un acontecimiento insonoro que solo resuena en nuestra conciencia y cada vez que la memoria tañe su figura. Por esto mismo, aspirar a convertirse únicamente en lector no es un acto de renuncia, antes al contrario, es una delicada manera de ser en el origen de lo que fuimos.