viernes, 21 de diciembre de 2007

ALMUERZOS

Ya saben de mis fobias a las costumbres sociales que vertebran el mundo, a la ética de anís y mantecado que se prodiga a finales de diciembre, a los nacimientos milagrosos alzados a creencias absolutas, a los creyentes de ese nacimiento heroico que cuelgan de sus balcones la imagen desastrosa y esotérica de un recién nacido con corona, a la necedad borreguil y cegadora de los excesos en regalos y felicidades y “noches buenas” y todos esos inventos de lo efímero: los mercados, los nacimientos, los belenes, los rezos; a la exacerbación detonada por los villancicos que abrigan a uno hasta en la tostada, de la euforia de feria que se prodiga por las calles abarrotadas por un personal que se deja los ahorros en las últimas tecnologías, etc. Sin embargo, vengo observando de un tiempo a esta parte una modalidad nueva en esas destrezas que los humanos vamos amontonando: el almuerzo de empresa.
Un almuerzo de empresa (ya sea privada o pública) roza la indecencia y, en muchos casos, un comportamiento primitivo. El almuerzo o la cena consiste en la reunión de todos los trabajadores de la empresa para festejar, ¡qué se yo!, las navidades. Nefasta interpretación de los ritos, estos almuerzos, o cenas. Si entro a analizar el menudeo que se produce en la mayoría de ellos, no haré más que agudizar mi fobia. No sé que fuerza mayor o anunciadora mueve al organizador, porque existe la figura del organizador. Pongo por caso que el organizador es alguien que no se ha dirigido a ti en todos los días pasados o que, en buena medida, ha evitado cualquier tipo de encuentro eventual. El mismo que ha prodigado su cara de enfrentamiento con el mundo o con la política cualquiera. Creo que ni siquiera Kafka, en su prodigio, mejora la metamorfosis que sufre el señor. Cuando este Gregorio Samsa ha pedido el presupuesto en los sitios en donde es conocido, los cuelga en un tablón para que la gente vote según sus preferencias: carne o pescado, copas o sin copas, este lugar o el otro, etc. Recién decidido el menú y el lugar del almuerzo, todo se obceca a favor del “día del almuerzo”. Claro, luego viene el envés de la moneda, esto es, los que decidimos no apuntarnos en la lista porque…por causas diversas. De momento, a los que van no se les pregunta en público, “oye, ¿por qué vas al almuerzo?”, ya que estoy seguro de que las razones serían más débiles que las que cualquiera de los que no van les daría. Aunque pensándolo bien, todo se puede extrapolar a otras situaciones de la misma ralea. Ya saben, no puedo contarles cómo son los almuerzos en vivo porque no suelo ir a esos eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa.

martes, 18 de diciembre de 2007

LECTURA Y LECTORES EN LAS ESPAÑAS

Para el hecho de la lectura caben muchos supuestos. Se lee por diversión, por entretenimiento, por necesidad para la vida. Se lee porque existe la necesidad de leer, porque algo nos imanta hasta la letra impresa o porque la magia del negro sobre blanco nos convoca. Se lee porque se escribe. Somos lo que leemos. Sin embargo, ¿qué leemos? ¿Hay lecturas por compasión? ¿Qué función vital poseen los libros en las vidas actuales?
Echando mano de cierta bibliografía sobre sociología de la literatura, es decir, sobre los estudios que analizan el hecho literario desde un punto de vista social, me he encontrado con algunas sorpresas. Entre las páginas del magnífico libro de Maxime Chevalier, Lectura y lectores en la España de los siglos XVI y XVII, -obligado paso para bibliómanos-, se pueden encontrar hallazgos sorprendentes y que encuentran parangón con la época actual: “el público de la literatura de entretenimiento es público reducido”. Esta sentencia, de halo juanramoniano, consiente varias interpretaciones, ya que las condiciones sociales en las que se encontraban los hombres del XVI o del XVII son distintas, en sustancia, a las actuales: precio del papel, condición económica, índices de analfabetismo muy elevados, etc. (Ya explicó Francisco Rico en El texto del Quijote cómo Cervantes era un tremendo buscador de papeluchos de toda índole para poder escribir su novela; no en vano no existe ni un solo punto y aparte en el manuscrito del Ingenioso Hidalgo, todo él es un continuo de oraciones seguidas). A continuación, se enuncia la siguiente sentencia del gran historiador Benassar en Valladolid en el siglo de oro: “la cultura que da, o que por lo menos afirma la práctica de los libros, sólo pertenece a una minoría […] las tres cuartas partes de los propietarios de libros son, pues, letrados, hidalgos o gente de Iglesia, son los únicos que tienen verdaderas bibliotecas”.
Cabría preguntarse varias cuestiones tras estas disquisiciones. Dejando a un lado los condicionantes que asolan sobre los siglos mencionados, ¿quién posee hoy una “verdadera biblioteca”, cuando justamente el problema económico para la adquisición de libros se ha salvado? ¿Por qué la lectura sigue perteneciendo a un grupo de lectores muy reducido si se tienen en cuenta la posibilidad económica y de alfabetización que mermaban a otras épocas?
El propio Chevalier hace acopio de la información que encierran las bibliotecas particulares más importantes como la de la reina Isabel (253 títulos), don Rodrigo de Mendoza (631), la del clérigo Joan Bonllavi (204), Fernando Colón, Fernando de Rojas (97), don Francisco de Zúñiga (251), don Fernando de Aragón (795), el obispo Juan Bernal Díaz de Luco, el arzobispo Carranza, Juan López Henríquez de Calatayud (76), Alonso de Santa Cruz, Juan de Mal Lara (75), Diego Hurtado de Mendoza (432), Alvar Gómez de Castro, el médico Barahona de Soto (425), Gonzalo Argote de Molina (49), pasando por la propia biblioteca del pintor Velázquez (154) o la del Inca Garcilaso de la Vega (188). Bibliotecas todas de eminencias (¿Isabel, Fernando?) en sus materias y disciplinas.
En referencia al acercamiento a los libros por medio de bibliotecas públicas o instituciones de labor parecida, dice Chevalier: “Existe otra limitación, de orden económico ésta, el precio de los libros. Recordemos que el Siglo de Oro es época en la cual no existen bibliotecas oficialmente abirtas al público, ni gabinetes de lectura ni novelas por entrega –realidades del siglo XIX en España, por lo menos”. Y me pregunto, ¿qué ocurre en estos tiempos en que las bibliotecas públicas proliferan por doquier, en que los Institutos y Centros de Enseñanza presentan libros gratuitamente a todos? ¿Cuáles son ahora los problemas, si el analfabetismo y la condición económica no son rémoras para el desarrollo de la lectura, si los jóvenes se encuentran matriculados obligatoriamente hasta los dieciséis años?
He querido traer a colación, quizás de forma sesgada, la trascendencia de la lectura y de los lectores de un país hace cuatro siglos. Las conclusiones son muy parecidas: la lectura sigue perteneciendo a una minoría. Antaño a la que profesaban el conocimiento, ahora a la estirpe en extinción de los que procuran alimento más allá de lo efímero. La condición de lector lleva implícito el marchamo inasible de la extrañeza, de la decoración de la vida por la letra. En esa extrañeza misma surge el rumor de la lectura como vida, de la vida lecturaria. Los que no leen quieren diluir la literatura en el sarcasmo de su maledicencia, quieren llevarla a otro terreno, pantanoso para que se ahogue. Cuando termine estas letras, si no antes, abriré un libro y seguiré leyendo. Quien lo probó lo sabe.

domingo, 16 de diciembre de 2007

LECTORES ÚLTIMOS

El último lector (Anagrama, 2005), de Ricardo Piglia, es una muestra auténtica de los caminos que está encontrando la literatura de nuestros días. Cercano a la concepción literaria de Cervantes, Vila-Matas, Musil, Kafka, Joyce y Borges, entre otros, intenta Piglia (y lo consigue) acompasar en la escritura la astucia del lector. Para ello lee como escribe, y escribe como lee. Nada más lejos de aquellos cazadores cazados, aquellos civilizados bárbaros. En esa extrañeza, Piglia ahonda, como lector, en las obras de sus autores fetiches (Kafka, Macedonio Fernández, Joyce, Borges, Gombrowicz) escribiendo como ellos. Comenta su lectura a través de la escritura literaria.
Hay libros que desbrozan los límites de los géneros literarios, pero hay otros que los aglutinan. Y El último lector es uno de ellos. Una recopilación de lecturas sagaces escritas al sesgo literario. Tal es así que incluso el estilo, la pretensión estética roza los mismos parámetros que elogia de los autores convocados en las páginas. Sufren sus líneas una suerte de metamorfosis que imita las cualidades de sus comentarios. Escribe sobre Kafka tal y como lee a Kafka.
“La literatura le da forma a la experiencia vivida, la constituye como tal y la anticipa.[…]La escritura es una cifra de la vida, condensa la experiencia y la hace posible. Por eso Kafka escribe un diario, para volver a leer las conexiones que no ha visto al vivir. Podríamos decir que escribe su Diario para leer desplazado el sentido en otro lugar. Sólo entiende lo que ha vivido, o lo que está por vivir, cuando está escrito. No se narra para recordar, sino para hacer ver. Para hacer visibles las conexiones, los gestos, los lugares, la disposición de los cuerpos. Escribe para que el otro lea el sentido nuevo que la narración ha producido en lo que ya se ha vivido. El otro debe leer la realidad tal cual él la experimenta”.
La inteligencia y la profundidad de Piglia se echa en falta en no pocos autores contemporáneos que entienden, más bien, que la literatura es cosa de analepsis y prolepsis utilizadas sin mayor pretensión que el efecto momentáneo de un guión cinematográfico. Sin embargo, rehúso idolatrar a esos autores en los que falta pensamiento y nueva propuesta literaria. No justifico con ello cualquier tipo de experimento o artilugio verbal, sino más bien estoy defendiendo la dificultad mayor de la literatura. En estos tiempos que corren, obras como las de Piglia cimbrean (por lo menos en mi persona) la necesidad de escribir una vez que hemos abandonado su lectura. Porque han conseguido que leamos de otra forma lo que habíamos leído, que vivamos como otra vida lo que hemos vivido. Entonces comprendo que hay libros para ser leídos, y otros para ser escritos. Este último lector de Piglia es un libro para ser escrito, como lo son Rayuela, de Cortázar o La realidad y el deseo, de Luis Cernuda.

jueves, 13 de diciembre de 2007

DESTINOS

Hay trabajos en los que se modifica el destino en función del pueblo o la ciudad en la que trabajes. No quiero decir con esto que tienes mejor destino si terminas trabajando en una gran ciudad, no es el caso, ni siquiera hay una relación directa entre los dos parámetros. Sin embargo, cuenta la sociedad su felicidad en relación al número de posesiones y al destino laboral que poseas. En este sentido, si tu carrera como trabajador tiene visos de concluir en la esquina de tu casa, (ojo, realmente la casa de tus padres, aunque la terminología lleve a equívoco) o eres un fabuloso domador de las situaciones más complicadas o bien has vendido tu alma al bueno de Satán, que tantos y tan buenos regalos deja desperdigados por doquier. Así que después de pensar -no lo suficiente, nunca es suficiente el pensamiento, no se agota, no tiene principio y fin- en lo que parece que me va a deparar el destino, creía necesario dejarle clara a mi conciencia qué es el destino.
Todo parece indicar que “el destino”, esa entelequia, no es uno. Desde la infancia, el discurrir del tiempo se va encargando de provocar “un deshacer” el destino, es decir, que lo que parecía un todo, unitario y cerrado, termina en un “absoluto hacerse continuamente”. Esto lo constato ahora que esta palabra se cruza en mi vida como una aparición nocturna. “El destino, ¿has pedido el destino?, expelen algunos. En este juego al que me han sometido, lo primero es un cambalache de palabras que encuentran significados singulares y, en todo caso, unívocos. Así la confusión no es posible, ya que “el destino” está asociado al código de un centro de trabajo que nunca quisiste escribir y que no sabes siquiera si escribiste; solicitas tu propio destino a instancias de que un grupo de elegidos seleccionen los papeles que forman tu currículum a fin de que le otorguen una puntuación. Sobre ella, sobre su cumbre, recaen todos los agüeros. ¡Terrible destino éste, en manos de demiurgos!
Así las cosas, no paro de reflexionar y de darle vueltas a esta situación. El destino entendido como la adquisición imaginaria de un espacio geográfico en donde vas a desarrollar tu trabajo junto a unos compañeros que existen bajo la tutela de la negrura del tiempo, esto es, de lo que ocurre sin que ocurra en tu vida sensible. Un hospedaje que se supone pasajero, pero que puede convertirse en la morada constante de tus alegatos más remotos a favor o en contra de la vida. Aunque, es cierto y emocionante que el abismo y lo imprevisible terminen por convertirse en visión cotidiana, que lo nunca ocurrido y existente para tus días, rellenen el total de tu fugaz tránsito por el mundo, o por lo que creíste que fue el mundo.

lunes, 10 de diciembre de 2007

ÍNDICES

Como componente del ramo, no me resisto a pronunciarme sobre los informes que todos los años se publican como índices de la situación de la educación en nuestro país. El panorama es triste y remotamente subsanable. Normalmente, en los informes se suele hacer hincapié en las “competencias básicas” que un ciudadano de la Unión Europea debiera poseer para no convertirse en un “analfabeto funcional”, como nominan a los que no las poseen. Pero quiero trasladar las siguientes reflexiones a un ámbito de mayor calado y de dimensiones más notables. Los problemas que se amontonan en un Instituto de Educación Secundaria no son más que la formación de un microcosmos que refleja, en buena medida, muchas de las costumbres que ocurren en la sociedad. Pongo por caso que la incapacidad para la ejecución de una operación matemática básica es fruto de la invasión de las tecnologías, que todo lo solucionan excepto hacer funcionar las mentes; el desconocimiento de la geografía española, europea y mundial es el resultado de métodos pedagógicos que ahondan en la negación de la “memorieta”; la falta de lectura, la incompetencia para elaborar un resumen o escribir una carta es la desembocadura del desprecio social hacia la cultura y las humanidades, etc. Sin embargo, ¿saben a quiénes culpan de que todo el sistema fracase y de que todos los males que circundan a la educación andaluza nos deje en evidencia? Ciertamente, los profesores. ¿Y piensan ustedes que esta reducción al absurdo es beneficiosa para alguien, para la sociedad?
¿De verdad creen que a los políticos les importa la formación de los jóvenes? ¿Piensan que pretenden un país formado en una sólida base científica y académica, capaz de competir con cualquier país de su calibre?
Pienso que todo esto es un buen índice, pero para medir los valores y la ética que mueve a un país. Un Estado que invierte en Educación, Sanidad y demás necesidades sociales es un buen índice para futuros gobernantes y ciudadanos. Pero en España no ocurre eso. No se lee porque nadie lee -ni los padres de los alumnos, ni los dirigentes políticos y, en muchos casos, ni los mismos profesores-. No vale como tal lo que no tiene una respuesta inmediata y material, lo que no reporta ganancia monetaria. Y evidentemente, la educación se termina diluyendo en el paso de los años; es un trabajo y una apuesta de largo aliento, de alcance que no podemos verificar con las manos. Pero el espíritu queda en las entrañas de la genética social. Así que aquí no se salva ni Dios (lo asesinaron) y todos estamos metidos en los índices, incluidos los primeros, los políticos. Aunque parezca que nada de esto tiene que ver con ellos. ¿Cuántos trabajadores van a su trabajo con el miedo en el cuerpo porque a un niño le puede dar por pegarte? ¿Cuántos van a trabajar con el inspector en la puerta? ¿Cuántos trabajan bajo las peores condiciones posibles y faltos de todo respaldo por las instituciones?
¿Cuántos ven a los padres, con cara amenazante, obligándote a que apruebes al hijo, que tiene un BMW en la puerta?

martes, 4 de diciembre de 2007

LECCIÓN ÉTICA

A CONTINUACIÓN, me limito a transcribir algunos de los fragmentos que nos han llegado de Demócrito en referencia a la ética y que me han provocado mayor gozo en su reflexión. Así los dejo, desnudos, sin glosa.
B 189. Lo mejor para el hombre es conducir hasta el final su vida lo más con buen ánimo y lo menos afigido. Y esto ocurre si uno no hace consistir el placer en lo perecedero.
B 247. Para el hombre sabio toda la tierra es accesible; pues del alma buena es patria todo el cosmos.