
Prosiguió azotando los desniveles a que la realidad lo tenía acostumbrado; desandaba su soledad por el hecho de la duda. No dejó ni un momento de atisbar que la finitud era una compañía desde infante. Por eso, su mirada calaba con precisión los recovecos de las personas que lo rodeaban. Percibí que era “más alto que bajo, encorvado extremadamente”; y que poseía un aire de inteligencia, de quien no espera nada, “porque no debemos esperar nada”. Junto a él vino a sentarse Fernando. Un bigote y un discreto sombrero aureolaban su rostro. Comenzaron a hablar de inmediato y, por los gestos que se proferían el uno al otro, intuí que la conversación se estaba dirigiendo hacia la tierra de las intuiciones y las sustancias eternas. Al agudizar el oído pude discernir entre el bullicio del bar: “Mira, Fernando, viviendo de nosotros mismos, nos disminuimos, porque el hombre completo es el hombre que se ignora”. No tardó Fernando, una vez que se despojó del sombrero y dejó su bastón colgando de la silla, en contestarle: “Cierto, Bernardo, cierto…El Hombre, siendo una mera idea biológica, y no significando más que la especie animal humana, no es más digna de adoración que cualquier otra especie. Este culto de la Humanidad a la Libertad y a la Igualdad me ha parecido siempre una recuperación de los cultos antiguos en que los animales eran como dioses o tenían cabeza de animales”.
Cesaron ambos de dirigirse la palabra. El silencio los abrigó por decenas de minutos mientras bebían con la tranquilidad de los veranos. Por unos momentos nuestras miradas se entrecruzaron (realmente fui muy descuidado y atrevido) e incluso les mandé un escueto saludo.
Al día siguiente volví a ver a Bernardo. Esta vez solo. “¿Por qué has venido otra vez, a qué vienes?”, dijo. No tuve otras palabras, recuperé el vuelo de otras aves, “a la renuncia por modo y a la contemplación por destino”.